En estos días se ha producido un tímido debate sobre una propuesta que promueve la publicación de lo que se ha denominado "archivos Berrutti". Este archivo está compuesto por unos 1.500 rollos de microfilms, cada uno con miles de páginas en promedio. Los documentos son de diverso tipo y van desde 1968 hasta 2004, aproximadamente.
Un dato relevante es que fueron confeccionados por el SID (Servicio de Información de Defensa), la actual Dinacie (Dirección Nacional de Inteligencia del Estado), dando cuenta de actas de personas detenidas, reportes de allanamientos, de escuchas ilegales telefónicas, comunicados oficiales, etcétera.
Estos rollos fueron encontrados en soporte CD en febrero de 2006, gracias a una denuncia anónima, en el excentro de detención y torturas del Cigior y entregados a la entonces ministra de Defensa Nacional, doctora Azucena Berrutti.
La propuesta liderada por el gobierno, o, por lo menos, por algunos de sus integrantes, tiene sin duda diversas dimensiones para ser evaluadas. No se puede obviar que buena parte de esos documentos fueron elaborados por la dictadura y sus personeros, pero que además su confección estuvo a cargo de servicios de inteligencia, por lo tanto, probablemente estén dotados de intencionalidad política. A esto cabría agregar que puede haber aspectos legales y constitucionales a considerar con mucho cuidado, ya que con su divulgación se puede estar vulnerando diversos derechos individuales de víctimas (muchas de ellas que ya no están entre nosotros), a la vez de volver a revictimizarlas con algunos de los contenidos de esos documentos.
En todo caso, aparecen con claridad la delicadeza, la complejidad y la seriedad de la propuesta en cuestión, lo que haría deseable que se diera un debate serio, profundo y con una gran dosis de empatía, sobre todo por las víctimas.
Lamentablemente, hasta ahora lo que he escuchado va por otros senderos y se han expuesto argumentos superficiales, oportunistas y bastante cínicos, por cierto.
No es mi intención en este artículo tomar posición sobre el fondo del asunto, sino tratar de colocar algunas visiones sobre el tema de la transparencia (que es el que se esgrime para la propuesta) que permitan arrojar algo de luz y complejizar cómo se merece este debate.
Una sociedad pornográfica
Byung-Chul Han sostiene que el discurso de la transparencia instaura una sociedad “pornográfica”; esto resultaría de promover una total “iluminación” de los asuntos sociales generando una exposición total, promoviendo una desnudez sin forma y sin contenidos culturales. En este sentido, la transparencia ejercería una violencia simbólica pues vaciaría de sentido cualquier acto, transformándolo en “consumible” para nuestra cada vez más consolidada sociedad de consumo.
Lo que hay que tener en cuenta es que los “datos” sólo exponen, no explican el mundo; la información como forma de “revelación” no puede esclarecer el mundo, ya que carece de marcos referenciales de explicación, estaría vacía de significaciones simbólicas. En tal sentido, sólo se expone una sumatoria de cosas que no explican nada y que sin duda no aportan a la búsqueda de la verdad.
En realidad, tendría el efecto contrario: cuanta más información se pone en marcha, tanto más intrincado se hace el mundo. Además, así la transparencia se convierte en exhibicionismo y este en voyeurismo, todo basado en la ilusión de que la transparencia genera confianza, cuando en realidad la destruye.
¿Cuánta transparencia requieren o soportan nuestras democracias?
Esta pregunta es la que se hace Daniel Innerarity, incorporando una serie de dimensiones desde mi punto de vista muy relevantes para este debate. Una de las primeras afirmaciones que el autor expone es que un espacio completamente transparente sería un espacio completamente despolitizado. Intentaremos explicar esta afirmación.
No discute que una democracia requiera transparencia, lo que afirma es que no la soporta en exceso y que esta no puede erigirse como el único principio.
Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación sin duda posibilitan una vigilancia democrática que era impensable en épocas de una absoluta asimetría informativa. Pero el peligro estaría en promover un empobrecimiento de la vida política cuando el principio “absoluto” de la transparencia convierte la democracia en una política en directo, que se agota en una mera vigilancia constante e inmediata.
En tal sentido, los políticos deben responder a la exigencia de veracidad, pero también, y por sobre todo, a la inteligibilidad. Es más, el principio de trasparencia no debería absolutizarse porque la vida política, aunque más no sea en una pequeña parte, requiere espacios de discreción, como ocurre con muchas profesiones, por ejemplo, la de los periodistas.
No deberíamos olvidar que muchas negociaciones exitosas del pasado probablemente no se habrían producido si hubieran sido transmitidas en directo.
Existiría algo así como los beneficios diplomáticos de la intransparencia.
Luhman sostiene: “Estar bajo los ojos del pueblo puede ser una astuta estrategia del líder o de los expertos en comunicación para disminuir el control del pueblo sobre el poder del líder si no se toman algunas previsiones que no tienen que ver con la mera aparición pública".
Así entendida, la transparencia sería un principio que contribuye a mejorar nuestra vida democrática, si no desconocemos el uso interesado que algunos cínicos e interesados puedan hacer de él, y las consecuencias en nuestras sociedades democráticas, donde también deberían prevalecer otros principios, algunos de difícil compatibilidad con una transparencia convertida en un absoluto.
La transparencia no presupone un acceso real a la información, porque es una ilusión pensar que basta con que los datos se hagan públicos para que “reine la verdad” en política.
Mucho más importante que el acceso a los datos por los ciudadanos, estaría la cuestión de su significado. Disponibilizar datos y documentos no bastaría para hacer más inteligible la acción pública; hay que interpretarlos, entender los contextos históricos y las condiciones en las que se produjeron, sin olvidar que generalmente no dan cuenta más que de una pequeña parte de la realidad.
Es una ilusión pensar que podemos controlar el espacio público sin instituciones que medien, canalicen y representen la opinión pública y el interés general.
Se ha instalado el lugar común de que periodistas, gobiernos, parlamentos, políticos e inclusive los intelectuales son prescindibles, cuando lo que son en realidad es mejorables.
La abundancia de datos no garantiza la vigilancia democrática. Para ello hace falta movilizar comunidades de intérpretes capaces de darles un contexto, un sentido y una valoración crítica. Separar lo esencial de lo anecdótico, analizar y situar en una perspectiva adecuada los datos, exige mediadores que dispongan del tiempo y la competencia cognitiva necesarios.
Por ejemplo, los periodistas están llamados a jugar un papel importante en esta mediación cognitiva para interesar a la gente, animar el debate público y descifrar la complejidad del mundo.
En un mundo cada vez marcado por la incertidumbre, la nueva utopía de la transparencia se transforma en un motor más del desencanto que supuestamente esperaba conjurar.
¿El fin de la democracia y de un mundo en común?
No deberíamos olvidar que la democracia es un régimen de opinión y no un conflicto de verdades a la búsqueda de ratificación científica. Como señala Innerarity, considero que la democracia es un gobierno por discusión porque es un gobierno por opiniones.
Su objetivo en tal sentido no sería alcanzar la verdad, sino decidir con la contribución de todos los ciudadanos sobre una base muy importante; ni las mayorías triunfantes, ni una élite privilegiada o un supuesto pueblo “incontaminado” tiene un acceso privilegiado a la objetividad que nos ahorraría el largo camino de la pública discusión.
Si compartimos esta mirada que nos aporta el autor anteriormente nombrado, la tarea de las instituciones políticas no es configurar procedimientos para dictaminar la verdad de las opiniones en conflicto. Esto sería más propio de la ciencia, donde sí está en juego la verdad; en la política, se trata de lo correcto (oportuno, justo, viable, económico, integrador).
La verdad existe en política dispersa en las instituciones, inscrita en sus prácticas, cautiva en nuestras indignaciones y juicios. Por todo lo expuesto, conviene alertar sobre los peligros de la transparencia; exigir información a los gobernantes es fundamental, pero infinita información es igual a cero información. Hay que procesarla para que sea útil, no para que se convierta en una nueva forma de ocultación.
La cultura de la transparencia debería tener límites si no se quiere caer en un totalitarismo consentido, sin espacio para intimidad, hasta por autoexposición.
Hannah Arendt explicó que el totalitarismo es una sociedad sin espacio propio, sin derecho a la intimidad, donde se vive como en los campos de concentración, presionados unos contra otros.
Jaques Derrida manifestaba su temor a un espacio público que no dé cabida al secreto. Exigir que se dé a conocer todo y que no haya un fuero interno significa volver totalitaria la democracia. “Puedo transformar en ética política lo que dije: si no se mantiene el derecho al secreto se entra en un espacio totalitario”.
Por último, Pierre Rosanvallon nos dice que el ejercicio de la responsabilidad es sustituido por la perspectiva de la transparencia, provocando una especie de abandono de los objetivos propiamente políticos. De a poco se erige una verdadera ideología de la transparencia, en lugar del ideal democrático realizado a través de la práctica política de producir un mundo en común.
En un mundo cada vez marcado por la incertidumbre, la nueva utopía de la transparencia se transforma en un motor más del desencanto que supuestamente esperaba conjurar.
Quizás los documentos en cuestión ameriten ser publicados. Para ello sería deseable escuchar otras voces, como la de diversos cientistas sociales, periodistas, etcétera.
Pero si desde la política el único argumento que se va a esgrimir es el de la transparencia, haría un llamado a la mesura y a una reflexión más profunda, porque considero que cada vez con mayor rapidez, ya sea por ignorancia o ganados por el oportunismo, estamos transitando un camino que promueve una desafección creciente de lo poco que queda del mundo en común que fuimos construyendo a lo largo de nuestra historia.
La esperanza se sostendría en que quizá no nos estamos dando cuenta de las consecuencias de algunas de nuestras prácticas; la tristeza estaría en que ya no importe.
Marcos Otheguy es integrante de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.