“El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Antonio Gramsci
El orden tradicional ensaya distintas estrategias de supervivencia. Moscú, Pekín, Washington, Bruselas, Londres, París, Berlín o Tokio, capitales del desmoronamiento, gesticulan a la vieja usanza. Parlanchines o herméticos, en el fondo no entienden nada, no saben nada. La arquitectura pomposa de la gobernanza global, con su retórica grandilocuente y vacía, es un castillo lleno de termitas. Un viento huracanado ha dejado a la intemperie las certezas de una sociedad de cartón piedra. El poder, el conocimiento, la confianza en las religiones y en el progreso técnico, la nueva fe en los expertos, la ensoñación de la inmortalidad, hojarasca agitada por los aires de tempestad del tiempo presente. Una luz de ceniza negra filtra las imágenes que llegan al fondo de la caverna. El soberano hace tiempo que está muerto. Sólo quedan sus pendones deshilachados, sostenidos por un milagro. Esta es la era del desorden.
¿Transición, encrucijada? Más bien, umbral. Nadie sabe qué nos espera al otro lado del espejo. Hace tiempo que dejamos atrás el horizonte. Derrotadas o abandonadas las utopías, ya no hay puntos de fuga hacia los que podamos huir. El poder, impotente, a merced de las circunstancias, empecinado en un hacer alocado, autorreferencial, incapaz de encauzar las energías desatadas, de desatar el nudo gordiano de la crisis. La sociedad se mueve por inercia, espasmódicamente. No hay conductores sino acontecimientos que nos empujan. El empeño desnortado de la voluntad no nos sacará del atolladero. Nadie puede hacer pronósticos. La volatilidad y la aceleración de los tiempos históricos lo impiden.
Decía Walter Benjamin que las gentes volvían mudas del campo de batalla. Ante el horror, afasia, protesta taciturna frente a una realidad que nos desborda. Hoy el silencio está lleno de ruido. Queda el asombro frente al abismo, un estupor que es a la voz prólogo de un tiempo nuevo y epílogo de un mundo que se acaba.
Lo híbrido, lo paradójico, lo incongruente, lo ambiguo, lo contradictorio son los rasgos difusos de la nueva realidad. En una sociedad rota y desquiciada, cada fragmento contiene un atisbo de verdad. ¿Seremos capaces de encontrar todos los fragmentos y volver a reconstruir el espejo? Un espejo lleno de cicatrices donde tal vez falten algunos trozos pero que nos devuelva una imagen más real de lo que de verdad somos, seres imperfectos, que nos recuerde la fragilidad de la condición humana.
Estamos acercándonos a un lugar desconocido donde la experiencia pasada sirve de poco. En el confín no hay cartas de navegación. Todo es desconocido y salvaje. El confín es el espacio del desconcierto.
No hay luz al final del túnel. Hay una constelación de fulgores que brillan y se apagan. A veces con un brillo tan intenso que produce desprendimientos de retina. El ciudadano prefiere ignorar las verdades inconvenientes y colocarse el antifaz. Ante la realidad, el ciudadano elige la ceguera. Hoy la oscuridad tiene una luz que no nos deja ver. El relámpago tecnológico consume la mirada, agota todas nuestras energías. Ya no es posible el mirar calmado, panorámico, que se posa sobre la realidad como escarcha. Estamos en un tiempo de intermitencias, de chispazos en la oscuridad que nos dejan ciegos por momentos. La tranquilizadora mecánica causa-efecto de la sociedad ordenada ha sido sustituida por la deriva zigzagueante de un mundo impredecible.
La gramática del poder, siempre reaccionaria, ha encadenado nuestra voluntad con grilletes de aire, pan y circo. No hay rebeldía ni resolución para avanzar a contracorriente. En el contexto global, la acción colectiva no es capaz de autoorganizarse. La acumulación de esfuerzos es la crónica de una impotencia. La impotencia de un nosotros que no es capaz de articular una visión alternativa al mundo fragmentado en el que vivimos.
Todo el mundo pregunta por el día después. Necesitamos escuchar respuestas para dormir tranquilos. Caminamos perdidos en la niebla, apenas adivinando el siguiente paso, temerosos de estar bordeando el abismo. Tratamos de vivir el presente porque nos ha empezado a dar miedo que no haya futuro.
Ante la incertidumbre, buscamos afanosamente un soberano todopoderoso que calme nuestros miedos, que tenga respuestas a nuestras preguntas. Las evidencias científicas que pueden dar soporte a estas cuestiones son un actor secundario. Como niños asustados, preferimos el engaño complaciente que la cruda verdad.
El poder ha tensado el músculo. Estamos en un momento de contracción. Maestro en el arte del disfraz, oculta su impotencia con sus mejores galas, saca a relucir la armadura. La comunicación política se viste de combate. El lenguaje bélico, amigo y enemigo, combate, trinchera, nos incita a la épica. El ciudadano amedrentado busca refugio en su letanía de dioses menores: la bandera, el himno, la tribu.
Desconectar para recuperar la lucidez, regresar del mundo zombi para organizar el optimismo. Ese es el camino.
El poder utiliza el revuelo y el miedo colectivo para sus ajustes de cuentas. Una oportunidad inexcusable: eliminar el traidor, poner en su lugar al disidente, acallar la voz irritante del que no sigue a pie y juntillas las recomendaciones de ese poder debilitado que finge que sigue teniendo el control. El soberano sigue gastando tiza en la pizarra para ladrar al rebaño. Las medidas se proponen para su aprobación perentoria. La urgencia como coartada, utilizada como una herramienta para dificultar o impedir el debate. Arbitrariedad y excepcionalidad son las notas dominantes del nuevo discurso.
El análisis racional para calcular los costes y beneficios de la acción política ha demostrado su inutilidad como oráculo en tiempos de incertidumbre, cuando todas las premisas han saltado por los aires. Fue la herramienta que utilizaron líderes sonámbulos para llevarnos al abismo y precipitarnos en él sin que sonara ninguna alarma de advertencia.
Hoy el sonambulismo ha sido sustituido por el funambulismo. Si la fantasía racional era una forma de pensamiento mágico, hoy caminamos por la cuerda que conduce al futuro haciendo equilibrios imposibles. Pese a todas las advertencias que emite un planeta exhausto, no renunciamos al crecimiento económico, condición de supervivencia del mundo de ayer, un mundo desbocado que no deja de correr dando tumbos hacia ninguna parte, con los ojos desmesurados fuera de las órbitas.
El poder busca aplauso, complicidad, a veces consuelo. El soberano, en traje de gala, muestra sus achaques y promete sangre, sudor y lágrimas. Pero nada sobrevive a la tiranía del mando a distancia. En el panóptico digital, los ciudadanos cambian rápidamente de pantalla. El traje de gladiadores resulta vistoso para una tarde de aplausos fugaces, pero el desencanto es más poderoso. El soberano desdichado sólo escucha un eco silencioso que suena a sustitución y a derrota. Así acaban los gobiernos a los que la rueda de la fortuna coloca al timón en tiempo de tormentas. En el mejor de los casos, el barco llegará a puerto con la mayoría del pasaje mareado, pero a salvo. Y, sin embargo, no debe esperar misericordia. Como otros antes, será irremediablemente sustituido. En eso se han convertido nuestras democracias: en una búsqueda febril del santo grial, en un pasar página sin sentido.
No hay victoria que sobreviva al ciudadano desmemoriado, de lealtades tambaleantes y efímeras, que sólo ve jirones en las velas, ese ciudadano aturdido, dispuesto a conjurar el vértigo de la incertidumbre caminando hacia el redil y arrojando lejos la llave de su libertad.
El poder continuará mutando para sobrevivir. Ensayará nuevos métodos de control social para asegurarse tranquilidad y obediencia. La nueva sociedad del espectáculo necesita programar contenidos que nos desconecten de la realidad. El poder agrietado necesita válvulas de escape que regulen y liberen las tensiones que se van acumulando en la sociedad. Hoy el ciudadano encandilado practica sin saberlo una sumisión cortesana a los nuevos dueños del mundo.
La textura de nuestro tiempo es la apatía. El exceso de acción desmemoriada, desorganizada, genera ilusiones pronto defraudadas. El activismo estéril, impaciente y agitado, de las redes sociales, espuma de una ola que acaricia el sistema y no cambia nada, anticipo de un deseo menguante, de una retirada hacia el interior de nosotros mismos, el comienzo del cinismo, la derrota de la utopía. Al optimismo no le sientan bien las herraduras.
La apatía, precedida por la confusión y el aturdimiento, es una capitulación de la voluntad. Esta condición no es el fruto de un maquiavélico plan urdido para lograr el sometimiento de los ciudadanos del mundo. Es la consecuencia de un contexto global favorable, una conjunción de fuerzas que actúan en la misma dirección. El crecimiento de la apatía ha tenido varias fases. En una primera etapa, desencanto y desilusión frente a las promesas no satisfechas de un mundo que parecía transitar imparable por la autopista lineal del progreso y el bienestar global. En una segunda fase, impotencia y desmovilización. Para sortear las sombras, nos concentramos en nuestro entorno más inmediato. Son los pies, no la vista, los que dirigen nuestros pasos. Impregnados de derrota, entregados al conformismo, la rutina gobierna nuestros días. Incapaces de sustraernos al cauce y de elevarnos de lo cotidiano, perseguimos las migajas materiales que nos arroja el sistema. El camino, sin valores y sin horizonte, se hace demasiado largo.
La apatía es una forma de repliegue frente a la experiencia de un mundo inexplicable. Un mundo confuso, laberinto y acertijo, que no entendemos, que hemos renunciado a entender. El tamaño de nuestro desencanto sólo se compara con la altura de la ilusión que hasta hace poco albergábamos. Todo ello, en el marco de un secuestro sistémico de la voluntad autónoma, de la soberanía del yo, por parte de una tecnología ubicua que ocupa todo nuestro tiempo y que no deja lugar al silencio y al tedio, esos espacios revolucionarios donde sacudimos la indiferencia, donde pueden germinar el compromiso y la protesta. Desconectar para recuperar la lucidez, regresar del mundo zombi para organizar el optimismo. Ese es el camino.
Joxean Fernández es consultor en cooperación internacional.