Prefiero escribir lo que sigue en primera persona, ya que el tono impersonal que domina el discurso político suele (mal) esconder la experiencia de cada quien con respecto a lo que opina. Por eso comenzaré diciendo que habiendo militado muchos años en el Frente Amplio (FA), ahora apenas doy mi voto en cada elección. Lo encuentro plenamente justificado: entre los representantes directos de la oligarquía, de los terratenientes y agroexportadores, y un conglomerado pluriclasista con ansias de progreso social, doy el voto a estos últimos. Por otra parte, siento que lo expuesto es claramente una consecuencia de lo que el FA me pide que haga: aportar un voto cada cinco años y acaso, claro, conseguir otros votos; lo cual –eso sí, lamentablemente– ya no estoy en condiciones de hacer por la sencilla razón de que la voluntad (militante) exige entusiasmo, emoción, perspectiva de un futuro largo y venturoso... todo lo cual el FA ya no es capaz de ofrecerme.

Quien haya navegado como yo en medio del proceso que va desde los años 90 hasta ahora, desde el atisbo de un cambio profundo (de “conmover las raíces de los árboles”) hasta la mera administración de lo posible marcada por la puja de cargos y liderazgos, sólo ha podido voltear sus ojos a otros fenómenos que, a fin de cuentas, han tenido la virtud de ponerle cuerpo a una esperanza o, dicho de otra manera, han sostenido la búsqueda de un sujeto que –a pesar de los pesares y contra todo “realismo” claudicante– permanece joven y fiel a sí mismo: el feminismo, las luchas por verdad y justicia, las de obreros y estudiantes, de ambientalistas, de cooperativas. Reconocemos que allí, justamente, está el origen de todo lo que siempre hemos llamado izquierda, o sea, la indignación real, no fingida ni postergable, ante la injusticia y la desigualdad. Es que el FA nunca inauguró otro mundo posible mejor que en ancas y como consecuencia (no causa) de las luchas obreras y estudiantiles de la época.

Quien hoy repasa, por ejemplo, las luchas por el agua, quizá nuestro más abundante y preciado bien, no puede olvidar su entrega a la forestación y fabricación de papel a cambio de una leve –y fugaz– mejora del empleo y el “crecimiento” (el mismo que depreda el planeta cada día) que no derribara los índices del agotado libreto del último gobierno de Tabaré Vázquez. Quien hoy repasa la resistencia docente y estudiantil a una educación que quiere ser cada vez más la administración de un recurso empresarial sabe que “aquellas aguas trajeron estos lodos”: la administración educativa seducida por la derecha y la sociologización adaptativa de la pedagogía (Opertti, vía Banco Mundial, etcétera), la declaración de esencialidad... todo eso precedió el actual empuje autoritario.

Hoy es necesaria la movilización política de izquierdas más que nunca en Uruguay. Sin embargo, dos cauces se bifurcan: por un lado, el progresismo apuntando con fuerza a ganar nuevamente la administración como única vía posible de solución, y, por otro lado, resistencias pluriformes empecinadas en pensar que otro mundo es posible y que no alcanzan a unirse en un programa de largo plazo. Son mundos que parecen separarse cada vez con mayor fuerza.

Es sencillo comprender en Uruguay que necesitamos terminar con la pobreza extrema, terminar con la violencia machista que mata, y retomar la soberanía y distribución de nuestros recursos naturales y alimentos.

Hace muchos años, y de acuerdo a teorías políticas que solían discutirse en vísperas de una revolución que estaba a la “vuelta de la esquina”, se argumentaba que la vía parlamentaria era un arma más del movimiento popular para expresar sus demandas y agitar la movilización. Creo que aún estoy de acuerdo con eso. El problema es que –a menos que medie una alerta muy grande de parte de quien asuma tal responsabilidad– el instrumento tiende a formar plenamente a quien lo maneja. Una vez envueltos en las luchas por el gobierno, todos los caminos se vuelven transitables para su obtención, incluso aquellos que contrarían las fuentes de inspiración política de los agentes involucrados. Lo contrario parecería ser como pedir que alguien alterara las circunstancias de un juego, por ejemplo, por razones morales; que frente a un tablero de ajedrez se desestimara una buena movida por ser engañosa. El juego que jugamos todos los días y con mayor frecuencia es, a la corta o a la larga, lo que estamos dispuestos a considerar parte de nuestra esencia humana. No hace falta decir que buena parte de quienes lo hemos observado de cerca no lo hayamos querido adoptar. Claro, eso ha significado para muchos la muerte política. Por otra parte, no dudo de que hay excepciones y, seguramente, una parte de dirigentes frenteamplistas saben –en su fuero íntimo– que deben estar alerta y lo intentan. El problema es que, según creo, son una ínfima minoría y, para peor, terminan denostados con más fuerza por sus propios compañeros. Tal vez lo más apropiado para la descripción de los progresistas sea una mezcla compleja de sensibilidades en pugna. No quisiera estar en sus zapatos, más cuando seguramente su alerta les dé la certeza de que están cada vez más cerca de la administración de la desigualdad que de la exigencia de plena igualdad.

¿Qué hacer, diría Lenin? Ojalá hubiera aquí algo de lucidez leninista. Claro que no para aplicar la receta de un partido de militantes profesionales, sino para poder entender lo político –de izquierda– como movilización por demandas elementales, suficientemente fuertes como la de la paz, el pan y la tierra para que nadie tuviera que explicarlas.

Es sencillo comprender en Uruguay que necesitamos terminar con la pobreza extrema, terminar con la violencia machista que mata, y retomar la soberanía y distribución de nuestros recursos naturales y alimentos, en primer lugar, del agua. Es necesaria la movilización y la organización política de estas demandas. Una organización y una movilización que trasciendan los períodos de gobierno. Esa izquierda no vería al Parlamento como un fin sino como un instrumento, en primer lugar porque es necesaria una asimetría entre el sujeto y su herramienta: la potencia de esta siempre debe ser menor que la de aquel. Un instrumento más en un largo y sinuoso camino en el que podremos votar a unos o a otros (ya lejos de banderas, mitos y vacíos eslóganes) –e incluso dejar de votar–, según tales acciones, no necesariamente más importantes que otras cotidianas, nos permitan avanzar venciendo desigualdad y favoreciendo encuentros vitales solidarios... tan necesarios como el agua.

José Stagnaro es maestro de Primaria, magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.