Los pedidos de informes que pueden hacer los legisladores a los ministerios y a otras entidades estatales son uno de los insumos que tiene el Poder Legislativo, y en especial los legisladores, para poder ejercer un control informado sobre la gestión del gobierno.
Los poderes de impulso de la acción de gobierno y los poderes de control sobre este –los primeros normalmente correspondientes al Poder Ejecutivo y los segundos, al Legislativo– cobran diferente dimensión según las características del sistema de gobierno instalado en un país.
El sistema uruguayo, que tiene su fuente en la Constitución de 1967 y debe comprenderse en conjunto con el sistema electoral que insertó la reforma constitucional de 1997, tiende a una operatividad presidencialista, sólo atenuada por la incorporación, cuasi nominal, de algunos institutos propios del parlamentarismo.
El presidencialismo atenuado a la uruguaya, atendiendo a su diseño constitucional, al sistema de partidos y al régimen electoral, busca alinear al Ejecutivo con una mayoría parlamentaria, que puede ser propia del partido político del presidente de la República electo o coaligada con otros partidos. Además, el Poder Ejecutivo es blindado por un diseño de los controles parlamentarios que lo protegen de los eventuales embates de los partidos con representación minoritaria en el Legislativo.
El sistema de gobierno uruguayo prioriza la estabilidad del Poder Ejecutivo, dándole razonable gobernabilidad. Puede decirse que esa es una virtud del sistema.
Como contrapartida, su defecto es la excesiva atenuación de los controles parlamentarios y el efecto centrífugo que el sistema tiene respecto de las minorías, lo que las ha llevado a hacer parte de su juego político en el ámbito judicial.
Así las cosas, en un sistema de gobierno con una fuerte impronta presidencialista –o ejecutivista–, irrumpe la necesidad de procurar la eficacia operativa de los pocos mecanismos de control que tiene el Poder Legislativo, y, en especial, las minorías dentro de él, sobre la gestión de gobierno.
Como señalaba al inicio, una de las herramientas de control que en nuestro sistema pueden ejercer todos los legisladores es el pedido de informes. La Constitución de la República consagra este derecho en su artículo 118.
No cabe duda de que el pedido de informes es un derecho subjetivo de los legisladores, que integra el estatuto del legislador junto con el derecho al voto en los asuntos de la competencia de cada Cámara, con las inmunidades, incompatibilidades y prohibiciones y con algunas otras regulaciones específicas.
Como derecho que es, y siguiendo una lógica jurídica elemental, su consagración en la Constitución –cuya supranormatividad debería resultar hoy fuera de discusión– genera como contrapartida en aquellos organismos requeridos un deber de dar respuesta.
Así parece que lo aceptaron mayormente los actores políticos que integraron los cargos de gobierno, sobre todo, desde la reglamentación legislativa del derecho en 2003 por la Ley 17.673. En este sentido, durante los siguientes tres períodos de gobierno comprendidos entre 2005 y 2020, se verificó un aceptable nivel de cumplimiento del deber de respuesta frente a los requerimientos de los legisladores, que promedió el 68,70%.
Sin embargo, en lo que va del actual período de gobierno iniciado el 1º de marzo de 2020, procesados los datos hasta el 31 de marzo de 2023, se verifica que se ha producido una merma de las respuestas en plazo de los pedidos de informes, que cayeron al 62,1%.
Particularmente, se verifica un saldo negativo en las respuestas a los senadores, pues las no respuestas superan, por primera vez, a las respuestas: 59,96 % de pedidos no respondidos contra 40,04 % de pedidos respondidos en plazo.
(*) Se advierte que estos datos pueden haber tenido alguna variación menor en el tiempo transcurrido, dada la estructura de plazos escalonados que prevé la Ley 17.673.
Adicionalmente, que la omisión de la respuesta a la mayoría de los pedidos de informes legislativos sea respecto a los provenientes de los senadores encierra una dimensión política que ningún análisis debería soslayar.
Si bien la Cámara de Representantes tiene una integración más amplia que le da, en sentido cuantitativo, una mayor base de representatividad respecto de la de Senadores –son 99 diputados contra 30 senadores más el vicepresidente de la República–, no es menos cierto que, dadas las características de nuestro sistema electoral, en la Cámara de Senadores están generalmente las figuras políticas de mayor relevancia de los diferentes lemas partidarios. Esto se verifica con particular intensidad en el caso de los partidos políticos que no integran el gobierno: los partidos de la oposición; pues, mientras que muchos cabezas de lista de los partidos que forman el gobierno pasan naturalmente a desempeñarse como ministros o en otros cargos de gobierno, los líderes de las listas de los partidos opositores permanecen en la Cámara de Senadores.
La sensible disminución en la respuesta a los pedidos de informes emitidos por los senadores expone una merma que socava uno de los insumos que tiene el Poder Legislativo para el control sobre el Ejecutivo.
Esto, sumado a que es en la Cámara de Senadores donde se tratan determinados temas de relevancia para la República, hace que, desde el punto de vista político, el peso de la Cámara de Senadores sea, de algún modo, cualitativamente mayor que el de la Cámara de Representantes, sin que ello vaya en desmedro de esta última, y es, quizás, en la Cámara de Senadores donde están los legisladores opositores que el gobierno percibe como sus mayores rivales políticos.
La sensible disminución en la respuesta a los pedidos de informes emitidos por los senadores –sospechamos que en su mayoría del partido opositor– expone una merma que socava uno de los insumos que tiene el Poder Legislativo para el control sobre el Ejecutivo y sus extensiones gubernativas y, sobre todo, que tiene la minoría dentro del Parlamento.
Esta circunstancia condujo a la mayoría de la bancada de senadores de la oposición a judicializar los pedidos de informes, para así forzar a los organismos requeridos a dar la información que eludían entregar.
El camino natural hubiese sido que, ante la falta de respuesta de los pedidos de informes extendidos, en función del artículo 118 de la Constitución, el legislador o el grupo de legisladores afectados procediera a presentar una acción de amparo ante el Poder Judicial contra cada organismo omiso, procurando la tutela judicial de su derecho constitucional.
Sin embargo, la mayoría de los legisladores ha preferido recurrir al procedimiento que prevé la Ley 18.381, conocida como Ley de Acceso a la Información Pública, que permite expresamente pedir por la vía judicial la información negada administrativamente y así forzar al órgano requerido a entregarla. La ley protege el derecho de acceso a la información pública que acrece a todos los habitantes de la República, sin distinción, derecho que, a diferencia del específico de los legisladores, no tiene asiento en una norma constitucional específica, aunque ha sido construido deductivamente por la legislación a partir del carácter democrático-republicano de la forma de gobierno sobre el que se asienta el Estado uruguayo, como indica la Constitución.
Este estado de las cosas, además de exponer un problema de opacidad en la gestión pública, nos obliga, a quienes estudiamos el derecho constitucional con preocupación sistémica, a reflexionar sobre lo que parece ser la dilución, como norma jurídica, de una disposición constitucional –el artículo 118– o, lo que es lo mismo, a su paulatina pérdida de normatividad.
Si entendemos que el derecho consiste no sólo en la pretensión de ordenar la conducta social, sino en su ordenación efectiva y si, en función de tal, la existencia de un sistema jurídico se explica porque las personas cumplen sus normas, ora por mera obediencia o aquiescencia ante el temor a recibir una sanción, ora por aceptación de sus reglas que son vistas por el sujeto como pautas de conducta justificadas, la normatividad de esta herramienta constitucional de control legislativa sobre la gestión del gobierno está en crisis.
Primero, porque quienes deben cumplir la norma –es decir, las autoridades de los organismos requeridos– no temen sanción alguna, lo que es lógico dado que el incumplimiento no acarrea ninguna sanción, al menos, ninguna jurídicamente prevista, ni parece provocar la reprobación política de la ciudadanía.
Segundo, porque los legisladores titulares del derecho constitucional no han procurado su tutela judicial, sino que lo han hecho a un lado y prefirieron ejercer el derecho al acceso a la información pública en tanto habitantes de la República –un derecho más restringido en cuanto a su contenido y al que se puede oponer el carácter secreto, reservado o confidencial de la información pedida– y recorrer el tracto previsto por la ley homónima, que es más seguro en cuanto al éxito final en la medida en que así ha sido aceptado por la jurisprudencia y la comunidad jurídica en general.
Tercero, porque, en buena medida, muchas de las autoridades de los órganos requeridos parecen no haber aceptado plenamente el deber de responder que los conmina en la referida disposición constitucional y –lo más cuestionable– parece que no la han aceptado como una pauta de conducta justificada en la posibilidad de permitir al Poder Legislativo –que en el diseño de todo Estado constitucional democrático es el locus del control político– el control de la gestión de gobierno.
Esta, junto a algunas otras cuestiones de actualidad, nos muestra que Uruguay, que es un país históricamente autosatisfecho con sus instituciones, debe dejar ese estatus de confort si quiere evolucionar y mejorar determinados aspectos de su arquitectura funcional que no debería postergar, para que esa orgullosa autocomplacencia pueda continuar con justificada racionalidad.
Luis Fleitas de León es doctor en Derecho y Ciencias Sociales y máster en Derecho Constitucional. Es docente de Derecho Constitucional en la Universidad de la República.