El año pasado nuestro país presentó el documento “Hoja de ruta del Hidrógeno verde en Uruguay”, que detalla la estrategia que deberíamos seguir al 2040 para el desarrollo de esta nueva tecnología. Este documento nos propone, con el auspicio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la oportunidad de explotar ciertas ventajas geopolíticas para posicionarnos como productores y exportadores de este gas que se podría convertir en el combustible limpio del futuro, permitiendo la descarbonización de las cadenas productivas y del transporte. Por “descarbonización” se entiende la independencia del uso de combustibles fósiles, lo que redundaría en menores emisiones de gases de efecto invernadero, y por tanto en la reducción de los efectos del cambio climático.
Básicamente la propuesta consiste en obtener el hidrógeno a partir de hidrólisis, rompiendo la molécula de agua mediante electricidad. Uruguay dispone de abundante agua de calidad y la capacidad para que la electricidad necesaria se genere en base a energías renovables, como la eólica y la solar. Esto es un requisito para que el hidrógeno obtenido tenga sello “verde”. Lo interesante es que el residuo generado por la utilización del hidrógeno como fuente de energía sería sólo vapor de agua.
Este tema tiene el visto bueno de toda la clase política sin distinción de ideologías, por lo que ya se puede considerar un hecho que Uruguay comience a transitar el camino de esta industria. Para empezar a bajar a tierra todo esto, ya existen tres propuestas privadas para la instalación de las primeras plantas para producción de hidrógeno verde en nuestro país. Una en la localidad de Tambores, entre Paysandú y Tacuarembó; otra asociada a la planta de UPM2, entre Tacuarembó y Durazno; y la anunciada más recientemente, que se ubicaría en algún lugar de Paysandú. Todas con sus respectivas promesas de desarrollo local, millones de dólares en inversión extranjera directa y miles de puestos de trabajo asociados.
Disipemos el humo
Entonces estamos hablando de que Uruguay se puede convertir en uno de los pioneros en la generación de un recurso que probablemente se convierta en el combustible del futuro, desplazando al petróleo y salvando al planeta del peligro del cambio climático. Además, haciendo crecer nuestra economía, bajando el desempleo y beneficiando a toda la población mediante un derrame económico hacia políticas sociales y mejora de servicios públicos. ¿Cómo estar en contra de esto?
Las primeras voces disidentes aparecieron por parte de organizaciones sociales vinculadas a los territorios directamente afectados por estos emprendimientos. Particularmente están preocupadas por el uso del agua que esta industria requiere. De hecho, la disponibilidad de agua es lo que hace a nuestro país interesante para la generación de hidrógeno, ya que en general se encuentra en un estado de pureza que no requiere tratamientos previos, abaratando costos de producción. Vale aclarar que esta inquietud es previa a la crisis hídrica que afecta actualmente a la zona metropolitana, demostrando que es erróneo dar por hecho que el agua potable es un recurso infinito.
La respuesta que dan las autoridades a este planteo es la comparación con el consumo de otras industrias ya instaladas como las arroceras, la ganadería o los frigoríficos, que requieren más agua de la que usarían las plantas de hidrógeno. Para empezar, amerita que quienes promueven esta iniciativa se esforzaran por brindar respuestas menos facilistas, y que realmente aporten a generar una opinión fundada. ¿Son comparables los consumos de agua entre emprendimientos que utilizan fuentes de abastecimiento distintas entre sí, o a distintas escalas de territorio? En el caso de que se utilice agua subterránea, ¿existe información sobre tasas de recuperación de los acuíferos como para afirmar que la extracción prevista no pone en riesgo su uso para otros fines? ¿Se puede asegurar que se respetará un “caudal ecológico” que no afecte los ecosistemas cercanos?
Sin embargo, el agua es sólo uno de los aspectos que deberían considerarse con mayor detenimiento. Si bien es el que nos prende las alarmas tanto por la coyuntura actual como por la importancia de este recurso para la salud humana y los ecosistemas, existen otros factores que no han aparecido aún en el discurso y que deberían ser problematizados. Con la intención de aportar a un debate crítico, quisiera matizar el optimismo con el que se presenta el desarrollo del hidrógeno verde. Tal vez presentando más incertidumbres que certezas y dejando argumentos en el tintero, pero seguro que es necesario disponer de mayor información, discusión ciudadana y probablemente más tiempo antes de embarcarnos ciegamente en este nuevo proyecto país.
El verde son los padres
Para empezar, algunas aclaraciones previas. Ya existe una industria de generación de hidrógeno como fuente energética, donde la electricidad necesaria para su producción se obtiene a partir de energías no renovables como la nuclear o la quema de combustibles fósiles. La novedad del hidrógeno verde consiste en que la electricidad, como ya se comentó más arriba, debe obtenerse en base a fuentes renovables que no generen emisiones de gases de efecto invernadero. El tema es que la producción verde es más cara que las alternativas en base a fuentes no renovables. Esto implica que para ser viable, en el marco de la lógica de mercado en la que estamos inmersos, requiere de incentivos. El tipo de incentivo que ciertas naciones del sur global ofrecemos a las empresas ya los conocemos: exoneraciones impositivas, zonas francas, legislación a medida y uso gratuito de bienes comunes, entre otros. Los organismos multilaterales también pueden otorgar facilidades para acceder a préstamos y créditos a los emprendimientos que crean pertinentes (recordemos el auspicio del BID). Y cerrando el circuito, se puede tomar decisiones políticas que garanticen la colocación del producto aunque sea más caro. Por ejemplo, exigiendo a la industria que una proporción de su producción se base en energías verdes, que sería el camino que están recorriendo algunos países de Europa.
Ahora bien, como se dice en la hoja de ruta, aún no existe demanda real para este producto. En los hechos, la viabilidad económica de esta industria depende de los incentivos recién comentados. Sin embargo, no es descabellado suponer que estos van a existir en la medida que aparezcan inversores emprendedores. Un poco más complicado es que tampoco existe en la actualidad la tecnología para generar, acopiar o transportar el hidrógeno a la escala de exportación propuesta como meta al 2040. Aclaremos también que pensar en vehículos de cualquier índole que utilicen hidrógeno como combustible y tiren vapor de agua por sus caños de escape por ahora es ciencia ficción. Parece obvio, pero no queda tan claro escuchando algunas declaraciones.
Pero, entonces, ¿a qué se van a dedicar las industrias que se proyecta instalar?¿dónde está la ganancia?¿en qué vamos a estar gastando exactamente el agua dulce de nuestro territorio?
Al menos por ahora, estos emprendimientos consistirán en generar hidrógeno verde que será utilizado para la producción de derivados, que automáticamente pasan a tener sello verde, ya que no utilizarían combustibles fósiles en su cadena productiva. En principio estos derivados serán combustibles sintéticos (no basados en petróleo), pero también se nombra la posibilidad de producir fertilizantes verdes, o incluso hierro o acero verde en emprendimientos futuros. Y acá es donde empiezan a importar los detalles.
Los combustibles sintéticos que se producirán consisten en hidrocarburos que en vez de derivar del petróleo, se “fabrican” en base a dióxido de carbono (CO2) que se captura de la atmósfera. Entonces, por un lado quitamos gas de efecto invernadero utilizándolo como insumo, y a la vez la energía necesaria para el proceso no genera emisiones nuevas, ya que se obtiene en base a hidrógeno. Sin embargo, esos combustibles sintéticos van a ser quemados para producir energía, y al hacerlo se genera nuevamente CO2 como residuo, que vuelve a la atmósfera una vez más. Así que de hecho todo este proceso es, en el mejor de los casos, carbón neutro. Es decir, no agrego nuevas emisiones a la atmósfera que aporten al cambio climático, pero tampoco revierto el problema que tengo actualmente. Esto no es menor, visto que la justificación a todo esto es la mitigación del cambio climático, que ya implica riesgos para la humanidad.
Con la intención de aportar a un debate crítico, quisiera matizar el optimismo con el que se presenta el desarrollo del hidrógeno verde. Tal vez presentando más incertidumbres que certezas y dejando argumentos en el tintero.
Pero se complejiza más la cosa. La neutralidad de carbono es relativa, o al menos no es tan automática. Hay que considerar la huella de carbono de todo esto. Instalar una planta de hidrógeno, como cualquier otro emprendimiento, implica una logística e infraestructura totalmente dependiente del petróleo. Por ejemplo, se requiere extraer los minerales para fabricar los distintos componentes (cada pieza, cada cable, cada ladrillo, cada herramienta, etcétera) que serán transportados desde y hacia distintas partes del mundo para luego ser procesados industrialmente, con consumo de energía generalmente fósil. Después las distintas piezas deben volver a transportarse hasta los sitios donde se instalarán, lo que requerirá maquinaria que también tiene su propia huella de carbono de fabricación y funcionamiento. Esto, que en sí mismo es una simplificación, implica la liberación de toneladas y toneladas de gases de invernadero.
Más complicado de medir, pero incuestionable a nivel teórico, es que los sitios afectados por la instalación de los emprendimientos implican la modificación de un ecosistema que tiene en sí mismo la capacidad de fijar grandes cantidades de carbono en los suelos, es decir, sacar CO2 del aire. Por tanto, podríamos incluir en el cálculo de la huella un “lucro cesante” de carbono que podría eliminarse naturalmente de la atmósfera mediante el manejo o preservación de montes y pastizales en vez de transformarlos en un complejo industrial. Como ya vimos, la cadena del hidrógeno verde es carbón neutra, por lo que si consideramos su huella de carbono y el carbono que no fijamos naturalmente por sustitución de ecosistemas, nos va dejando un saldo positivo respecto a la cantidad neta de emisiones. En criollo, desarrollar esta industria implica generar más emisiones que no hacerlo.
Con este razonamiento nada riguroso, que al menos requeriría de cálculos, modelos y estimaciones para dimensionar el impacto potencial de esta nueva industria, sólo pretendo mostrar que la capacidad de esta tecnología en sí misma para salvar el planeta no es tan clara como se presenta.
Una verdad incómoda
¿Significa todo esto que debemos descartar un futuro impulsado en base a hidrógeno? ¿Debemos no innovar y seguir dándole al petróleo? No. El potencial de esta industria como fuente energética limpia (o menos sucia) es real. Menos emisiones es mejor que más emisiones. Pero el determinante para decidir qué papel queremos jugar en todo esto es cómo se conjuga el desarrollo tecnológico con el mundo real. Es fantasioso pensar en abandonar la dependencia con el petróleo de la noche a la mañana. Es un hecho que deberá existir una transición que llevará un tiempo. Lamentablemente también es fantasioso pensar que sin acciones y acuerdos globales esa transición se va a dar en los tiempos que requiere el abordaje de la crisis climática. Más si dependemos de la buena voluntad de las empresas y el mercado. Para que el hidrógeno verde sea una solución real debe implicar un compromiso tangible de sustitución. Si por cada “kilovatio verde” dejo de utilizar un kilovatio en base a petróleo, estoy generando un cambio para bien. Si estoy en un período de transición en el que estoy utilizando energía verde, pero sin reducir el uso de energías fósiles, de hecho estoy sumando emisiones totales y empeorando el panorama. El hidrógeno verde pasa a ser sólo un nuevo commodity. Otro producto con valor de mercado, pero con la peligrosa particularidad de ponerle un sello verde a cualquier otro tipo de producción asociada.
Si tengo que decidir regalar el agua dulce a cambio de la fuente de energía que nos va a salvar de la crisis ambiental, estaría dispuesto a decir que sí. Aún aceptando explícitamente que estoy exportando al primer mundo energía limpia asumiendo localmente un impacto ambiental negativo. A fin de cuentas, la atmósfera es una sola y el cambio climático no reconoce fronteras. Sin embargo, en el contexto actual sólo será una nueva forma de apropiación de recursos naturales, privatizadora de la ganancia y socializadora de impactos negativos. Siendo así, no debemos permitir la instalación de nuevos proyectos extractivistas como éste y nos corresponde oponernos como sociedad civil. O como mínimo exigir la mayor participación posible en la discusión y decisión, respetando los tiempos que se requieran para tomar una posición informada y con datos, por encima de los tiempos empresariales.
La civilización tal cual la conocemos sólo se sostiene por un consumo energético descomunal, dependiente del petróleo y el carbón. Esa energía se utiliza para fabricar casas, llevar la gente al trabajo y hacer funcionar hospitales. Pero también mueve ejércitos (grandes consumidores de combustible a nivel mundial) y permite que barcos gigantescos atraviesen los océanos cargados con toneladas de llaveros de pokemón y la gata Kitty. Impulsa los camiones que llevan la carne que exportamos a Brasil, que se cruzan con otros camiones con carne que importamos de Brasil para abastecer el mercado interno. Utilizamos combustible para generar toneladas de alimento que se terminan descartando por no cumplir estándares estéticos o para especular con su precio. Y también usamos energía para mantener el pasto de campos de golf en el desierto. Estos absurdos se dan porque las leyes del mercado, la propiedad privada y la libertad de empresa son indiscutibles.
Mucho más razonable que seguir aportando energía y emisiones a un sistema que está al borde del colapso socioambiental sería apostar por una reducción de consumo de lo que ya existe. A nivel individual, pero sobre todo en base a decisiones que deben ser políticas. Existen formas de producción de alimento que capturan CO2 y son menos dependientes del petróleo que el agronegocio. Se puede apostar a una economía más regionalizada, que no requiera del transporte a largas distancias. Se puede realizar planes de restauración ambiental para promover la fijación natural de gases de invernadero y recuperar ecosistemas degradados. Una vez que comprendemos y dimensionamos lo que está en juego, deberíamos ser capaces de acordar ramas de actividad y productos que sean prescindibles en favor del bienestar común y un uso más equitativo de los recursos disponibles.
Escribo esto y parece de un idealismo casi infantil. Pero con voluntad política y social es mucho más concreto, viable y realista que apostar el futuro a una tecnología que aún no existe, que se autorregulará mediante las leyes del mercado, de la mano de las grandes corporaciones multinacionales y para el bien de toda la humanidad.
Daniel Hernández es biólogo y magíster en Ecología.