Ha pasado mucha agua bajo el puente desde que, a finales de febrero del año pasado, la Federación Rusa invadió, en un intento desesperado por alejar de sus fronteras a la influencia estadounidense, a su vecina Ucrania. Y mucho más que agua, ha pasado mucha sangre.

La guerra en Ucrania se ha recrudecido. Mientras escribo esto se suceden los últimos retazos de una fallida contraofensiva que ha dejado alrededor de 7.000 muertos, que se suman a la aún desconocida cifra que dejará el conflicto. Sus razones, justificaciones o culpas son, a este punto, más que inútiles, y sólo basta, para quienes tienen convicción humanista, esperar pacientemente el desenlace brutal que augura tener la carnicería de Europa del Este.

Esto, que no es más que el conflicto disimulado entre un bloque occidental liderado por Estados Unidos –bajo cuya protección aparente se encuentra Ucrania– y un bloque oriental en construcción liderado por China –que ha apoyado en varias ocasiones a Rusia y que no ha ocultado su cierta cercanía con el gobierno de Putin–, es una guerra que amenaza con volverse abierta y en la que potencias de todo el globo ven jugados sus intereses.

Claro está que quienes pagan con sangre este juego son el pueblo ruso y el ucraniano, seres humanos, pero puestos a que se maten, las armas las están proveyendo alemanes, ingleses, coreanos, españoles, polacos, y un largo etcétera de naciones y empresas. Tienen ellos también las manos manchadas.

Incluso ante este panorama existen, como han existido siempre, quienes abogan por la existencia de moral o ética en las relaciones internacionales, y ven esto, más que como una lucha de poderes o intereses políticos, como una lucha entre el bien y el mal, o entre dos naciones que pudieron haberse reconciliado por la vía diplomática.

Entrar en el mundo de la ucronía siempre lleva a la angustia. La alternativa a la guerra, en este caso, es la ficción, y como aún no tenemos posibilidad de hacer las ficciones realidad, debemos trabajar con esto que nos toca.

¿Existe o puede existir moral en las relaciones internacionales?

Cometemos un error si concebimos que las relaciones internacionales pueden reducirse a un análisis de relaciones humanas. Los estados, que son los principales actores de la sociedad internacional (aunque no los únicos), funcionan y existen dentro de un parámetro de normas bastante reducido.

Max Weber lo definió mejor que nadie en su conferencia titulada “La política como vocación” (1919) al decir: “Estado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama con éxito para sí el monopolio de la violencia física legítima”. Y aunque claro está que la teoría política ha avanzado hacia definiciones más complejas desde entonces, el fundamento se mantiene veraz 100 años después. El Estado es una construcción humana en comunidad que se basa en el uso metódico de la violencia, o en la capacidad de ejercer violencia, porque la violencia es el fundamento del poder, y el poder es el alma del Estado.

No debemos buscar valoraciones morales en la relación entre naciones, sino encontrarlas en las relaciones humanas y transferir importancia hacia ellas, y no hacia los estados.

Así, cuando hablamos de relaciones interestatales, debemos tener claro que quienes se relacionan no son humanos, o líderes, o grupos reducidos de personas, sino entidades cuya finalidad y función es el poder, en tanto que a través del ejercicio de él logran los cometidos que se proponen sus gobernantes. Claro está que los estados pueden ejercer el poder para llegar a la justicia social o acometer fines morales o ideológicos, pero estos están siempre enmarcados y supeditados a una lógica de poder, racional y mecánica.

El objetivo del Estado es ideológico, pero el fundamento de su existencia es político. De esta forma, preguntarse sobre la existencia de una moral en las relaciones internacionales está fuera de lugar. Los estados no contemplan moral o ética común, y sólo entienden un lenguaje que los une, que es el de los intereses. En este ámbito, lo que determina el medio por el cual el Estado defiende esos intereses es un balance de costos y no una valoración moral.

Algo hay que dejar en claro: la guerra es voluntaria. Si existe guerra entre dos naciones, es porque existe también una voluntad por parte de ambas, tanto la nación atacante como la atacada, porque ambas buscan la imposición de su voluntad (sea destruir a la otra o sobrevivir a esa destrucción). El aforismo “nadie quiere la guerra” no es cierto, pues la guerra es una expresión de voluntad de los estados, y su existencia es racional y calculada.

Decía de forma excelente Carl von Clausewitz que “la guerra es un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al contrario” y clausuraba con la frase lapidaria: “La guerra es la continuación de la política por otros medios. Precisamente los medios violentos”.

¿Qué ejemplo más claro de esto que el que vive conmocionado nuestro mundo? La guerra ruso-ucraniana es la continuación de una política exterior entre dos bloques, que, considerando los costos y beneficios, encontró la opción violenta más eficiente que la opción diplomática. La guerra es, en última instancia, una tragedia humana que se avala e impulsa por el Estado, para impedir una tragedia política, en los intereses económicos o ideológicos que se defiendan. De esta forma, sólo se prolonga en tanto ambos estados la consideren la opción más beneficiosa.

¿Por qué aún continúa la guerra? La respuesta es esa. Para Rusia, esta guerra que “podría haberse evitado” fue la opción más viable para defender sus intereses geopolíticos, y, con el cambio de situación, ninguna de las vías diplomáticas aparenta contentar a ambos bandos. Para Ucrania, mantener la guerra es también en cierta forma mantener a su Estado, en tanto que es probable que la paz venga con la disolución parcial o total del país. Mantienen ambos estados posturas absolutamente racionales, y, haciendo esto, también permiten, impulsan y, de hecho, priorizan uno de los actos más atroces y terribles que puede hacer la humanidad, que es matarse a sí misma.

No debemos buscar valoraciones morales en la relación entre naciones, sino encontrarlas en las relaciones humanas y transferir importancia hacia ellas, y no hacia los estados. La configuración de los estados se debe a una necesidad real y, creo yo, imposible de evitar, que responde a la naturaleza de esa clase de construcciones sociales. Pero deben encontrarse razones mayores que los intereses particulares de los estados para tomar la vida de la gente. En este sentido, ¿no se debe más el ser humano a sí mismo que a las naciones? ¿No es más importante la vida de los seres humanos que la victoria de su país?

Santiago Pérez es estudiante de Relaciones Internacionales en la Facultad de Derecho, Universidad de la República.