Hace veintipico de años leí 1984, de George Orwell, una de las novelas que más me han marcado en mi vida adulta. Un pasaje que recuerdo especialmente es un diálogo entre Winston Smith (el personaje principal) y Syme. En la novela tanto Smith como Syme son funcionarios y miembros del partido gobernante de un Estado totalitario. Uno de los objetivos explícitos de dicho estado es mantener a la población lo más ignorante posible, ya que de esa manera se considera que el estado será más fuerte, tal como expresa su consigna: “La ignorancia es fuerza”. Con ese objetivo se crea el idioma neolengua y está entre las tareas de Syme trabajar en el continuo rediseño de este idioma. Según explica Syme en su diálogo con Smith, su trabajo consiste en que la neolengua sea simplificada al máximo. Se trata de generar un idioma con un vocabulario extremadamente reducido. Así, por ejemplo, una palabra como “malo” es eliminada del idioma y reemplazada por “nobueno” mientras que “excelente” es reemplazada por “muymuybueno”. La premisa detrás de esta tarea es que con un vocabulario limitado se reducen las probabilidades de que las personas puedan realizar razonamientos complejos y eso ayudará a mantenerlas ignorantes.
Este pasaje de 1984 expresa una idea que tal vez para otras personas haya sido una obviedad, pero no lo había sido para mí. Recién en ese momento me cayó la ficha de que el idioma que conozco no sólo me servía para expresar los razonamientos que procesaba mi mente, sino que también utilizaba dicho idioma para realizar esos razonamientos. Mi mente no funcionaba en una especie de vacío del lenguaje y luego recurría a un idioma para transmitir al mundo exterior lo que ahí se había generado. Esta es probablemente una conclusión a la que les resulte más fácil llegar a quienes dominan más de un idioma. En esos casos las personas suelen darse cuenta con claridad de que a veces están pensando en un idioma y a veces en otro. Pero ese no era mi caso hace veintipico de años y fue George Orwell el que me permitió entender que el lenguaje que manejaba era una herramienta crucial simplemente para poder pensar. Ahora, esa ficha que me cayó tenía también otro lado. Si el lenguaje que manejaba era una herramienta que me ayudaba a pensar, entonces, dependiendo de qué características tuviera esa herramienta, iba a ser más probable que hiciera algunos razonamientos y no otros.
No es nueva la idea de que las herramientas que utiliza nuestra mente condicionan los razonamientos que podemos realizar. Hace más de 400 años Francis Bacon escribía: “Ni la mano sola ni el entendimiento abandonado a sí mismo tienen gran potencia; para realizar la obra se requieren instrumentos y auxilios que tan necesarios son al entendimiento como a la mano. Y de la misma manera que los instrumentos físicos promueven y regulan el movimiento de la mano, los instrumentos de la mente sugieren o protegen el entendimiento”. Y este sería también el caso del lenguaje, en la medida en que es una herramienta que utilizamos para pensar. De hecho, qué tanto nuestro lenguaje ayuda a darles forma a nuestras percepciones y nuestro comportamiento es un tema largamente estudiado por quienes se especializan en disciplinas como la lingüística o la psicología (que no es mi caso).
Hasta aquí, este tipo de reflexiones me han llevado en los últimos años a apoyar el uso del lenguaje inclusivo. En la medida en que el castellano incorpora reglas gramaticales que subordinan la relevancia de la presencia femenina a la presencia masculina, me inclinaba a pensar que la utilización de esas reglas, desde que aprendemos el idioma en nuestra más tierna infancia, podría tener consecuencias sobre la probabilidad de que alguien sienta o piense que las mujeres deben cumplir un rol subordinado en la organización de nuestra sociedad. El uso o no del lenguaje inclusivo podría tener consecuencias a largo plazo en nuestras posibilidades de construir una sociedad más igualitaria en términos de género.
Sin embargo, recientemente llegó a mis manos un trabajo que sugiere que el impacto del uso del lenguaje inclusivo podría ser mucho más inmediato de lo que había pensado hasta ahora. Se trata de la investigación de Cohen et al.1 En este estudio se utilizan los datos de más de 150.000 personas que realizaron las pruebas de admisión para poder realizar estudios universitarios en Israel entre 2002 y 2012. Aprovechan que a partir de 2009 se introducen cambios en la redacción de algunas de las preguntas de modo que fueran neutras en términos de género. Previamente algunas preguntas estaban redactadas de modo que se asumía que quien las leía era un varón. Este cambio en la redacción de las preguntas permite evaluar si este tuvo algún impacto en el desempeño de quienes rindieron las pruebas. Sus resultados indican que el cambio en la redacción generó un aumento en los porcentajes de respuestas correctas de las mujeres en el caso de las preguntas con ejercicios cuantitativos. El porcentaje de respuestas correctas pasó de 59,5% a 63,2%. No se encontró ningún efecto para las mujeres en las preguntas sobre otras áreas. Tampoco encuentran ningún efecto para los varones en cualquier tipo de pregunta.
Si el hecho de que usemos o no el lenguaje inclusivo afecta el desempeño de las estudiantes en las pruebas utilizadas en el sistema educativo, lo mismo podría estar pasando en otras etapas del proceso de enseñanza.
El mejor desempeño promedio de los varones en las pruebas de matemáticas (el llamado math gender gap) es un fenómeno que tiene múltiples explicaciones. Algunos trabajos como el de Nollenberger et al2 señalan la importancia que pueden tener los factores culturales para explicarlo. Otros trabajos destacan el papel que pueden jugar la autopercepción en las niñas desde muy temprana edad. Este es el caso de Bian et al,3 que encuentran que a partir de los seis años las niñas comienzan a creer, con menor probabilidad que los niños, que miembros de su mismo género son “realmente inteligentes”. Como resultado de esto, las niñas ya desde los seis años comienzan a tener una mayor inclinación a evadir las actividades que consideran adecuadas para personas “realmente inteligentes”. En el caso del mencionado trabajo de Cohen et al, encuentran que una cuarta parte del math gap resultó estar explicado por la manera en que estaban redactadas las preguntas. Una posible explicación a este resultado, según señalan, podría provenir del rol jugado por lo que llaman la “amenaza del estereotipo”: una vez que un estereotipo es evocado (simplemente haciendo mención al género) las personas tienen más probabilidades de comportarse según ese estereotipo. En la medida en que, según los estereotipos, las mujeres son peores en matemáticas, simplemente destacar el género puede llevar a un peor desempeño en este tipo de pruebas (debido al aumento de la ansiedad o dificultando la concentración).
Una consecuencia bastante directa de estos resultados es que muestran nueva evidencia para seguir pensando sobre el impacto que puede tener el uso o no del lenguaje inclusivo en el desempeño de niñes, adolescentes y jóvenes en nuestro sistema educativo. Desde la educación inicial a la universidad.
Seguramente se podría especular con otras posibles explicaciones, diferentes a la amenaza del estereotipo, para estos resultados. Sin embargo, más allá de eso, los resultados por sí mismos ya son muy llamativos. Si el hecho de que usemos o no el lenguaje inclusivo afecta el desempeño de las estudiantes en las pruebas utilizadas en el sistema educativo, lo mismo podría estar pasando en otras etapas del proceso de enseñanza. El desempeño estudiantil también podría verse afectado durante la explicación o discusión en clase.
En el caso de Argentina, varias universidades han resuelto reconocer el uso del lenguaje inclusivo en cualquiera de sus modalidades como recurso válido en las producciones orales o escritas realizadas por docentes o estudiantes de grado y posgrado. El año pasado la Universidad de La Plata emitió títulos de “Profesore” y “Abogade” a personas no binarias. En la Universidad de la República la discusión sobre el tema ha estado presente pero no se ha llegado a resolver nada parecido. En el caso de la Administración Nacional de Educación Pública, el lenguaje inclusivo es prácticamente una “mala palabra”.
Andrés Dean es economista e investigador en el Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, Universidad de la República. Una versión anterior de esta columna fue publicada en el blog Razones y Personas.
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Cohen, A, Karelitz, T, Kricheli-Katz, T, Pumpian, S, y Regev, T (2023). “Gender-neutral language and gender disparities”, NBER Working Paper 31400, junio de 2023. ↩
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Nollenberger, N, Rodríguez-Planas, M, y Sevilla, A (2016). “The Math Gender Gap: The Role of Culture”, American Economic Review, 106 (5): 257-61. ↩
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Bian, L, Leslie, SJ, y Cimpian, A (2017). “Gender stereotypes about intellectual ability emerge early and influence children’s interests”. Science, 355 (6323). ↩