La noticia

Comienzan los fríos en Uruguay y en varios medios de prensa diariamente aparecen publicados los números telefónicos a los que se puede llamar para reportar personas en situación de calle, seguidos por la cantidad de personas que pasaron la noche en centros de acogida del Estado y la cantidad de llamadas que el call center estatal recibió de la ciudadanía para reportar lugares en los que hay personas en situación de calle.

A su vez, durante estos meses invernales es habitual que autoridades del Ministerio de Desarrollo Social aparezcan en los medios de prensa, con entrevistas en vivo desde los lugares de organización logística de las acciones que se emprenden, para informar a la ciudadanía todas las medidas extraordinarias que se están tomando, a fin de dar respuestas a esta problemática social que afecta ahora sobre todo a la población adulta, dado que entre la población infantil pernoctar en calle ya no es una problemática significativa.

Cada año se presenta bajo un título grandilocuente de “Plan nacional de invierno” una enumeración de detalles sobre todos los recursos que el estado pone a disposición durante este período, que se agregan a los que se disponibilizan el resto del año. Para el resto del año, por su parte, existe un “plan” de carácter estable, compuesto por múltiples acciones, en su mayoría centradas y satelitales a centros de acogida.

El Programa PASC, que surgió en 2005, inicialmente bajo el nombre Programa de Atención a los Sin Techo, dentro del cual se desarrollan estas acciones, tiene casi dos décadas, pero el énfasis publicitario, con ciertos ribetes de show mediático, es un fenómeno relativamente nuevo. Los eventos noticiosos sobre el despliegue del “Plan” se han vuelto comunes en los noticieros centrales. Se ha vuelto habitual retratar los momentos de partida de los “Equipos Calle” hacia el encuentro con personas en situación de calle y hay cierto tinte de heroísmo en ese mensaje, que ilustra una demostración de fuerzas, de vehículos que se alinean y personas uniformadas que suben y parten al rescate.

Hay en principio una preocupación central en estos despliegues comunicacionales, que concentra la atención en la importancia de evitar la muerte de personas que duermen a la intemperie, pero por sobre eso, el centro del mensaje está concentrado en transmitir que todo está bajo control, que el Estado se está ocupando con recursos que crecen. Todo lo cual es ilustrado por la exposición cuantitativa de la ampliación de recursos destinados a la extensión y apertura de nuevos centros.

Las noticias ocupan parte del invierno, temporada en la que cada año las autoridades hacen declaraciones tranquilizadoras y expresan elaboradas acciones de corto plazo, al tiempo que aclaran que todo cobra sentido dentro de las acciones planificadas a mediano y largo plazo.

Ahora bien, es imposible no introducir a toda esta inflación autocomplaciente de estar en la senda correcta la incómoda interrogante de los efectos logrados a lo largo del tiempo. Cabe introducir no sólo la incómoda sino la inverosímil observación de que el fenómeno de situación de calle entre los adultos, lejos de haber mostrado una reducción, se ha vuelto cada vez mayor, lo que parecería no condecirse con el elaborado mensaje estatal de la estrategia infalible de acciones exitosas.

Las cifras

La observación de la situación de calle como una problemática social que crece no es sólo el producto de alguna distorsión subjetiva de las percepciones generalizadas. Desde 2006 hasta el momento se han realizado seis conteos de personas que viven en la calle; salvo uno de ellos, todos se han realizado en Montevideo, que concentra la gran mayoría de las personas en situación de calle.

Por variaciones en las metodologías utilizadas, estos relevamientos no son estrictamente comparables; no obstante, delatan una tendencia desalentadora e irrefutable de crecimiento sistemático. En el primer conteo, que incluía personas hospedadas en los centros de acogida y pernoctando a la intemperie, se logró contabilizar 739 personas. Desde ese momento cada uno de los conteos que lo ha seguido, consecutivamente y sin interrupciones, ha indicado que la población en situación de calle crece año a año. Según el último conteo de 2021, la cantidad de personas en situación de calle (personas hospedadas en los centros de acogida y pernoctando en la intemperie) se había quintuplicado (3.907 personas). Lo más desalentador, según lo que muestran los últimos conteos, es que, lejos de reducirse, en los últimos años ese crecimiento se ha venido acelerando.

Esta tendencia está lejos de traducir el éxito de la política estatal; por el contrario, delata un fracaso que por el momento no se atisba a asumir públicamente. Si en los 18 años que lleva en funcionamiento la política del Estado, cuya visión a largo plazo ha tenido que ver con la “reinserción” de las personas en situación de calle, ha sido acompañada de un proceso continuo de crecimiento de estas situaciones, es imposible evitar cuestionarse la efectividad de tal acción estatal. No parece posible regocijarse con resultados concretos, con el señalamiento de un presupuesto que crece, de evaluaciones cuantitativas que den cuenta del incremento de los esfuerzos públicos para atender la problemática, si concomitantemente no ha parado de crecer aquello que se quiere combatir. Como mínimo debería surgir la duda sobre la asertividad de las acciones desarrolladas. Su insuficiencia, el grado de las dificultades implementadas o los equívocos de planificación o implementación del conjunto de acciones debería ser evaluada.

Le cabe a toda política el exigirle que su concepción sea adecuada al fin para el que se crea. En algún lugar es necesario visualizar la incongruencia. Un cuestionamiento muy simple debería llevarnos a interrogar cómo es posible asumir que se va por buen camino, que se ha encontrado una fórmula de tratamiento a un problema, cuando todo indica lo contrario.

A juzgar por la tendencia durante estas casi dos décadas, deberíamos pronosticar que la cantidad de dispositivos de acogida pueda seguir creciendo, que se diversifiquen aún más, que aparezcan nuevas acciones satelitales y, sin embargo, la problemática continúe agravándose.

Cuando se realizó el informe sobre el “Primer conteo y censo de personas en situación de calle y refugios” de Montevideo, a la par que se exponían los resultados primarios, se explicitaba las motivaciones y el alcance de la política. Allí se destacaba: “El programa PAST persigue como objetivo de largo aliento la reinserción sociocultural y económico-laboral de las personas en situación de calle”. Según ese informe, en lo inmediato se procura aliviar las condiciones de vida de esta población “mientras construyen y transitan rutas de salida efectivas y sustentables”.

Actualmente, dentro de la poca información pública de que se dispone, dos preguntas y sus respectivas respuestas definen al PASC. Una de ellas se pregunta “¿Qué es?” y se responde: “Calle es un programa que proporciona atención y acogida a personas mayores de 18 años que se encuentran en situación de calle. Opera a través de centros colectivos en diferentes modalidades: centros nocturnos y centros 24 horas”. La otra pregunta es “¿Qué ofrece?” y se responde: “Proporcionar acogida, asistencia y apoyos psicosociales a personas adultas en situación de calle”.1

La masificación del fenómeno de situación de calle se ve desde el auto, desde la ventanilla del ómnibus, se vive al caminar por la vereda, al hacerse a un lado o al cruzar la calle.

Tal vez 18 años de derrota consecutiva en una política que, a pesar de no mostrar ningún signo de efectividad respecto de la problemática, insiste en perseverar en su ser, no podía sino abandonar su pretensión central. En la actualidad, ni en aquello en lo que se ha constituido el programa ni en lo que ofrece se deja entrever una finalidad ulterior, una proyección trascendente que ilumine algún horizonte hacia donde se dirige la política. Ya no quedan rastros de la pretensión original de trascender una acción meramente inmediata.

La situación

Cuando el problema se hace más acuciante es hora de poner las barbas en remojo. Eso trasciende la inculpación a una política concreta y requiere preguntarnos sobre las razones por las que nos enfrentamos a un problema de tal magnitud. La pregunta que surge entonces es inevitablemente como comunidad: ¿qué nos está pasando?

Para los y las montevideanas las cifras actuales tienen su correlato cotidiano en la vivencia de transitar las calles. La masificación del fenómeno de situación de calle se ve desde el auto, desde la ventanilla del ómnibus, se vive al caminar por la vereda, al hacerse a un lado o al cruzar la calle; a veces hay personas durmiendo, otras los vestigios de que allí estuvieron, los rastros desechables de alguna persona que por allí quiso dejar la huella de su presencia, cargada de restos que ya no sirven.

Se ha vuelto tan común, tan cotidiano, tan repetitivo, que la tendencia ha sido hacia la molestia, cargada de sensaciones, de que alguien está fuera de lugar o está de más y las noticias salpicadas a lo largo del tiempo en la prensa sobre habitantes de la ciudad pidiendo medidas incluyen o insinúan casi siempre al Ministerio del Interior.

En la medida en que el fenómeno se masifica más lejos estamos de humanizarlo y paradójicamente más cerca estamos de individualizar sus causas. La masificación cosifica, vuelve un bulto al sujeto, dentro de una serie de bultos, de más o menos similar característica. Con esos bultos nos tropezamos en la vía pública y así quedan en nuestra memoria, como bultos fuera de lugar.

En alguna época, no tan distante, de nuestro país, quienes se encontraban en situación de calle, es decir, pernoctando en la intemperie, eran sujetos cuyos casos excepcionales los hacían visibles para los habitantes de la ciudad. Podía pesar sobre ellos la condena social en tanto trayectorias desviadas de las normas que rigen a la moral colectiva; sin embargo, la compasión, o más precisamente la posibilidad de sobreponer al rechazo una visión condoliente, estaba habilitada por la posibilidad de percibir un rostro singular y atribuir una identidad particular.

La abrumadora reiteración de cuerpos desingularizados que habitan el espacio actual ha impuesto otras coordenadas y, en la medida en que esas coordenadas incorporan cuerpos desconocidos, lo que aparece es la desviación y la incomprensión de una situación que no muestra otra cosa que un signo moralmente despreciable. Crece también el espacio del miedo, del rechazo, de la condena.

A lo sumo, son jóvenes pastabaseros, viejos borrachos, vagos, autodestructivos, peligrosos. Alguna mujer, porcentualmente menor, origina una pena, una lástima que es, no obstante, resignada, ante la evidencia de locura, que patenta la irracionalidad apoderada de un destino.

Paradójicamente, la percepción cosificada del fenómeno moviliza explicaciones individualizantes, centradas en atributos personales. La predisposición personal es siempre un recurso explicativo de primera línea, lo que no es sorprendente dado que permite algunas respuestas rápidas y al mismo tiempo exonera de responsabilidades y de los dolores de tener que pensarnos como colectivo.

El problema es que cuando las lecturas realizadas incorporan una interpretación individualizante se hace más difícil entender otros niveles de determinantes que escapan a la esfera del ejercicio de las libertades personales. Las condiciones exteriores o aun anteriores a las personas, que se constituyen en los lugares sociales, culturales y económicos en los que los individuos se desarrollan, están usualmente excluidas de la óptica que pondera los factores personales, singularmente identificables como explicación central de trayectorias.

El otro gran problema es su insuficiencia explicativa en tanto no permite comprender por qué en las últimas décadas nos enfrentamos a un fenómeno que no para de crecer. La creciente cantidad de personas en situación de calle puede ser vista como el síntoma de un proceso de descomposición social o más precisamente un proceso que muestra que los dispositivos de integración social no están logrando contener, parecen estar perforados y simplemente dejan escapar o expulsan personas.

La situación de calle, siendo el despojo material y simbólico de canales de interacción socialmente ponderados y valorados, envuelve el fracaso rotundo de las tres esferas de protección social que la ciencia social se empeña en distinguir en la sociedad contemporánea: Estado, mercado y familia.

Si consideramos la amplitud del fenómeno, el crecimiento constante y el alcance actual, podríamos apuntar al síntoma de erosión que inminentemente debería interpelarnos como comunidad. Un síntoma de erosión que debería cuestionarnos en lo que nuestras relaciones sociales producen y cuestionar también las voluntades políticas que se han empeñado en negar un problema.

Soledad Camejo es licenciada en Trabajo Social, magíster en Políticas Públicas y docente del Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.