Hace poco escuché en un programa de radio una charla entre politólogos respondiendo la pregunta sobre qué enseñanzas había dejado la dictadura al pueblo uruguayo. Creo que sus consideraciones calzan bien con el sentido común: la lección ha sido la de valorar, como nunca hasta ahora, los beneficios de la democracia. Expondré muy brevemente aquí una perspectiva bien diferente cuya intención sea, tal vez en el fondo, similar a la de los entrevistados de afirmar la democracia, pero -a contrario sensu- aportando una perspectiva de futuro sobre el término (sobre expectativas democráticas), que obliga a diferir sustancialmente con la escuchada, esencialmente anclada en el pasado (sobre la negación de la democracia en 1973).
En primer lugar, lo que dejaron las dictaduras en nuestro continente es una lección global sobre quiénes ejercen el verdadero poder sobre los pueblos. Y por cierto que no son los gobernantes de turno de los estados, sino los intereses económicos imperiales destinados -sobre todo en el hemisferio sur- a usurpar materias primas, trabajo barato y naturaleza primaria para ser depredada y mercantilizada. Vía imperio americano, escuela de Panamá para ejércitos mercenarios, instrucción en reclusión, torturas y desaparición de personas, se aniquilaron -aquí y en tantos otros países- los proyectos de emancipación que, justamente, cuestionaban esos poderes.
Al término de la dictadura, en Uruguay, tenemos derechas “inocentes” que, con la inmensa ayuda de los grandes medios de comunicación, han sabido ocultar su pasado cómplice de haber aportado el lado “cívico” (y nada despreciable) del régimen, primero, desde el Parlamento, con la aprobación de “medidas prontas de seguridad”, el “estado de guerra interno” y tantas otras disposiciones antidemocráticas, y luego, desde los poderes locales y el Consejo de Estado, asumiendo funciones represivas y administrativas (todo ello protagonizado por blancos y colorados).
Al término de la dictadura tenemos, también, un progresismo cada vez más alejado de la reivindicación de aquellas luchas, sobre todo llevadas adelante por los movimientos obrero y estudiantil, pero estrechamente vinculadas al frenteamplismo naciente en 1971 (pienso en sectores como el Partido Comunista, el Partido Socialista, el Movimiento 26 de Marzo y otros). Al término de la dictadura tenemos, sin embargo, un promisorio avance en la agenda de derechos en aspectos relativos al ambientalismo, la raza o el género, cuestiones en las que antes las izquierdas no solían enfatizar (aunque sí formaran parte de sus preocupaciones, por ejemplo, la necesidad de una superación de “la hipocresía moral burguesa”).
Primera lección: tanta sangre derramada para que el gran capital, crecientemente financiarizado, siga haciendo de nuestro mundo natural, de trabajo o ideológico su principal objeto de dominio cuyo único fin es la obtención de más valor. Continúa su antigua labor, tan impunemente como antes, pero aportando nuevas evidencias de su enorme y desmedido alcance totalitario (nada democrático) provocando depredación ambiental, calentamiento global y epidemias (también administrando vacunas), aumentando la desigualdad, iniciando la identificación individualizada algorítmica sobre las personas, y ejerciendo una influencia decisiva en la gobernanza internacional (finanzas y deuda, patentes, bases militares, etcétera). ¿Dónde está la democracia?
Segunda lección: el poder -el que importa, el mismo de siempre, económico en primer lugar y luego político, básicamente externo a nuestras fronteras pero con unos pocos beneficiarios locales- logró un disciplinamiento tal de la izquierda que casi no puede nombrarlo. (Es curioso, desde el punto de vista de un análisis de los discursos, cómo la expresión los malla oro ha venido sustituyendo la palabra tabú: oligarquía).
Lo que dejaron las dictaduras en nuestro continente es una lección global sobre quiénes ejercen el verdadero poder sobre los pueblos. Y por cierto que no son los gobernantes de turno de los estados.
Por otro lado, y atendiendo la “agenda de derechos”, la reconocida filósofa norteamericana Nancy Fraser argumenta que un progresismo que aísla estas luchas del anticapitalismo a fin de cuentas le aporta al sistema una pátina de más fácil digestión.1 Aun cuando pensemos que eso pueda ser exagerado y que se ha ido procesando un cambio cultural bastante profundo e irreversible (sobre todo a partir del sujeto político feminista), parece razonable pensar que existe aquí una especie de sublimación de fuerzas reprimidas anticapitalistas que han encontrado un camino de más fácil emergencia que aquellos tan duramente bloqueados.
Tercera lección: quienes hoy alaban la democracia tal como ella existe no son tan demócratas, por más que invoquen hasta el cansancio el término, ya que niegan la posibilidad de más democracia. El régimen que vivimos no es una democracia plena, aunque sea mucho mejor que el que sufrimos durante la dictadura (por ejemplo, me habilita a escribir estas líneas). Pero no se hace honor a la democracia adjudicándole un carácter estático, dado de una vez y para siempre (siendo así, la humanidad se hubiera conformado con la democracia esclavista de Atenas). ¿Cómo ignorar que las decisiones verdaderamente importantes se toman en otros lugares y no en los ámbitos de los estados ni a través de un debate democrático?: el trabajo, los excedentes de (nuestro) trabajo, las comunicaciones, la propiedad material e intelectual, la administración de los recursos naturales… Parecería que hemos llegado a la imbecilidad aristotélica2 pero por una vía imposible de ser imaginada por el estagirita: los asuntos más importantes de la polis son aquellos que la política no puede tratar.
Finalmente (y esta sería una última y tardía enseñanza que nos ha dejado la posdictadura): el carácter hegemónico del capital y la incidencia real que tiene en la conformación de los asuntos políticos de cada estado sólo habilitaría una contrahegemonía también global, es decir, la necesidad de una nueva Internacional socialista anticapitalista. Un camino largo para recorrer, sin dudas, pero no por eso más difícil que el emprendido por los primeros (y verdaderos) socialistas.
Ustedes podrán decir que estas conclusiones son propias de alguien que está fuera de la realidad. Algo absolutamente cierto desde un análisis de sistemas: sólo desde los bordes y desde cierta exclusión es posible analizar un sistema, ya sea numérico, alfabético, discursivo o capitalista.
José Stagnaro es maestro de Primaria, magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.