Una singular confianza en sí misma se desprendía de las palabras, de la mirada, de la gestualidad, de la expresividad toda de Cristina Morán. El relato de su trayectoria profesional muestra que esa actitud desenvuelta y emprendedora constituyó desde la primera hora su carta de presentación. Era, por otra parte, el modo en que ella misma se percibía: “Yo soy una espontánea, ¿viste los que se largan al ruedo a torear, sin capote ni nada? A esos se les dice espontáneos…”. La entrevisté el año que cumplía los 80, para una investigación sobre mujeres comunicadoras.1 Valga esta nota, basada por entero en sus declaraciones, como modesto homenaje a esa singular mujer que hemos despedido.

Los años ’40 del siglo pasado fueron escenario del boom de los radioteatros y de la fonoplatea; la radio, vedette indiscutida de la comunicación masiva, alcanzaba el cenit de su popularidad. A fines de la década, cierta radioemisora muy conocida había llamado a concurso de aspirantes a locutoras; debía tratarse de “una nueva voz”, sin experiencia previa en la radiodifusión. Lo que para cualquier joven de esa época equivalía a una osadía mayúscula, representó para Cristina un desafío que asumió sin dudar ni un instante. Tenía 17 años. Nos cuenta: “Cuando vi el aviso en el diario: ‘se necesita señorita de buena presencia, buena voz y simpatía’, yo dije ¡esta soy yo!...”. Lo habló con su madre, quien reaccionó con un “¡Ay, cuando se entere tu padre…!” Pero había que evitar, precisamente, que éste se enterara antes de tiempo, y ellas lo sabían. “Mamá, tú encargate de papá, que yo me encargo de este tema”. Eso hizo su madre: se ocupó de dosificar con cuidado la información transmitida a su esposo. Se trataba de un cuidadoso equilibrio: había que contornear hábilmente cualquier “no” como respuesta, evitando al mismo tiempo que el “jefe de familia” se resintiera en su dignidad de tal. Era necesario persuadirlo poco a poco. La madre consintió de inmediato, y acordaron mantener al padre por fuera del asunto durante el tiempo que durara el concurso. “Las madres siempre convencen a los padres, pienso que eso no ha cambiado”, comenta Cristina con una gran sonrisa.

Esa complicidad adquiere una particular significación si evocamos un mundo laboral todavía fuertemente masculinizado, donde se insinúan apenas las condiciones para que la incorporación de ellas deje de ser excepcional y adquiera el estatuto de legítimo derecho. En este contexto, la madre anima a su hija a tenerse confianza, a valerse por sus propios medios, a salir de su casa, a conquistar el mundo. A diferencia de las generaciones precedentes, Cristina y muchas de sus coetáneas comenzaban a sentir que las mujeres podían y debían trascender las puertas del hogar. Esto, a despecho de una educación -tanto familiar como formal- que inculcaba una clara división del trabajo entre los sexos: en tanto los hombres ocupaban por entero el espacio público, las mujeres tenían por destino el matrimonio, los hijos y las tareas domésticas. En un texto escolar editado pocos años más tarde de este episodio, podía leerse: “Reflexiona que tu misión es ser ‘reina del hogar’. Sé hacendosa y aprende el difícil arte de ama de casa. Para ello necesitas tener conocimientos teóricos y prácticos de cocina higiénica, planchado, costura y corte, higiene y medicina doméstica, economía y ahorro, crianza y educación de los niños”.2 La madre debió depositar en su hija expectativas de una vida diferente de la suya y de las mujeres de su generación. Una vida que, sin perder pie en el ámbito familiar, también la catapultara lejos de él, dispensándola de constricciones que sus abuelas habían vivido como “propias del sexo”, y que al presente comenzaban a ser cuestionadas como tales. En pocos años, el mundo circundante venía cambiando a pasos de gigante. Los noticieros del cine mostraban a mujeres estadounidenses ocupando el lugar dejado por esposos e hijos durante la guerra mundial de 1939-45. Ellas eran secretarias, dactilógrafas y locutoras, pero también empleadas administrativas, obreras industriales y aun profesionales, ¡ahora votaban, hablaban en público, fumaban, conducían automóviles…! Las mujeres iniciaban un camino sin retorno: ya no volverían a la “reclusión dorada” del hogar (siempre reclusión, y no siempre dorada). Estos cambios ocurridos en las grandes naciones del Hemisferio Norte se expanderían tarde o temprano por el resto del planeta. Esto ya venía ocurriendo en este rincón del mundo, aunque con la parsimonia propia de la apacible aldea montevideana de posguerra.

El concurso al que se presentó Cristina, como una más entre 120 postulantes, fue ganado por aquella adolescente de vitalidad arrolladora luego de sorteadas con éxito sucesivas pruebas eliminatorias. El nuevo programa radial, de quince minutos, iba de lunes a viernes y se llamaba “El cine y sus estrellas”.

El primer canal de televisión uruguayo fue “Saeta TV” (Canal 10), a impulso de Raúl Fontaina. La primera señal audiovisual salía al aire a las 18:30 del 7 de diciembre de 1956. Se emitió con una cámara de 90 quilogramos, un equipo de 100 W de potencia y una antena de 45 metros instalada sobre un viejo tanque de agua.3 El austero local armonizaba con la modestia de los equipos empleados: un galpón de bloques, madera y chapas. No existía producción cinematográfica nacional, por lo que nadie tenía experiencia en imagen y comunicación audiovisual: todo el personal contratado provenía de la radiofonía. Fontaina había hecho saber a Cristina -por entonces de 26 años - que la quería en el elenco pionero de aquel emprendimiento: “Don Raúl había determinado que yo tenía todo para la televisión. Yo era gordita, y se usaban las gorditas en esa época… hasta Marilyn Monroe tenía pancita, era otro tipo de belleza, de estética…”.

Nueve años atrás había ingresado a la locución radial, muy joven y segura de sí, simpática y resuelta; en todo ese tiempo se había hecho un lugar propio, desde donde supo conquistar la confianza profesional de sus responsables. En aquel micromundo masculinizado donde las decisiones eran tomadas por hombres que proveían y evaluaban todos los modelos, Cristina construía en la marcha, en el propio terreno de la radiocomunicación, un perfil profesional que no tenía precedente alguno: “yo fui una aprendiz de comunicadora”, nos dice. “‘¿Qué tengo que hacer?’, le pregunté a don Raúl Fontaina. ‘Sé tú, sé la gordi Cristina’ (así me decía), me contestó; ‘ríete cuando tengas ganas, y si tienes ganas de llorar, llora’. ¡Y durante casi sesenta años, no he sido más que eso, soy yo! Porque no me dio trabajo ninguno, fui yo siempre, no inventé un personaje…”.

En los primeros años de la TV abierta en que el “video tape” (pregrabación en cinta magnetofónica) no había hecho aún su aparición, todo era actuación en vivo. Cristina debutó en un programa que ocupaba un horario central: “Las noches brillantes de Angenscheidt”, que iba los domingos a las 21 horas. Su desempeño fluía con la mayor naturalidad: “Al segundo o tercer programa, me di cuenta de que podía hablar con mis palabras, con mis conceptos, sin abandonar la esencia de la cosa, que era lo que quería el cliente”.

En su relación con los colegas, todos varones, Cristina construyó una relación afable basada en la camaradería y el respeto mutuo. Pero esto no es fácil ni está dado por sí mismo. Ella era una joven encantadora; invitarla a salir, buscar seducirla, constituía para muchos de sus colegas una tentación que no podían o no querían resistir. El prestigio social de los varones de esa época se correlacionaba con la cantidad de conquistas sexuales que podían exhibir ante sus pares. En contrapartida, la reputación de las jóvenes reposaba precisamente sobre su firmeza y habilidad para resistir un acoso masculino que las halagaba pero que no debía mancillar su virtud. Esta tensión alienta una doble moral que tolera y aún promueve la sexualidad prematrimonial para los hombres, al tiempo que la proscribe para las mujeres. Un varón que se precie de tal, llegará al matrimonio con un cúmulo de conquistas sexuales episódicas en su haber; en cambio, se espera que ella haya sabido preservar su dignidad virginal de mujer “pura” y por tanto casadera.4 “Los hombres de todas las épocas son iguales, se te tiran encima, se tiran el lance a ver qué pasa”, reflexionaba Cristina.

La brecha abierta por Cristina no cesaría de ampliarse a lo largo del último cuarto del siglo XX para sucesivas generaciones de mujeres profesionales de la comunicación.

En nada de tiempo, había conquistado la confianza y simpatía de las autoridades del canal y ocupaba un lugar muy destacado en la flamante “pantalla chica”; no solo era atractiva, sino que desplegaba destrezas de comunicadora de TV en un terreno donde todo era innovación, exploración, aventura. En tales circunstancias, es fácil de imaginar una exposición muy alta a la competencia y a la envidia de colegas varones que veían agigantarse la osada figura de aquella joven mujer. Era necesario neutralizarlos sin que se sintieran humillados, había que desmontar eventuales guerras personales que sólo podían ser dolorosas y desgastantes. Y todo eso debía hacerse sin renuncias personales, sin menoscabo de sus conquistas profesionales.

“Donde hay poder hay resistencia”, fundamenta largamente Michel Foucault.5 De modo más intuitivo que reflexivo, la vital presentadora de “Las noches brillantes de Angenscheidt” ponía en actos esta resistencia a la hegemonía masculina, desplegando estrategias de relacionamiento a un tiempo delicadas y firmes: “No les di la oportunidad de desplazarme o de que se sintieran molestos con esta mujer que iba calando… ¡que los iba dejando al costado! ... Tenés que hacerte amiga del adversario, y yo me hice amiga de los hombres… Confiaban en mí, porque yo trataba con ellos de no perder mi forma femenina, muy femenina, pero ir buscando la vuelta para adaptarme a ellos”.

Tiempo atrás, en la radio, un operador de sonido marcadamente malhumorado no cesaba de ponerle palos en las ruedas. La joven Cristina tomó el toro por los cuernos; hoy recuerda haberle dicho, palabras más palabras menos: “Respetame, dejame mis derechos, y vos seguí en lo tuyo ¡que yo no te voy a quitar nada!”. Desde entonces las cosas cambiaron sustancialmente. Nunca llegaron a ser buenos amigos, pero de allí en más mantuvieron relaciones correctas y de mutuo respeto, que en definitiva era lo que Cristina pretendía.

La entrevistada da cuenta de tales circunstancias con desenvoltura y sin falsos pudores, tal vez porque percibe que, en retrospectiva, le tocó estar en el momento y lugar adecuados para que las cosas sucedieran: “Alguien tiene que abrir camino: bueno, a mí me tocó hacerlo, y lo hice encantada”. Agrega luego: “Y me gusta cuando las mujeres me dicen ‘gracias a vos estamos’. No fue gracias a mí, sino gracias a la situación que se fue dando, y al poder meterte… Yo no le hacía asco a nada, ¿viste? Adonde había que ir, yo iba”. Algunos episodios ilustran muy bien esta actitud arrostrada.

En los turbulentos años que precedieron al golpe de Estado de junio de 1973, el Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros) había montado un escondrijo clandestino que denominó “Cárcel del Pueblo”, ubicado en la calle Paullier 1190. El grupo guerrillero secuestró y mantuvo recluidos allí a personajes públicos tales como el embajador británico de la época, el presidente de UTE Ulysses Pereyra Reverbel, el ministro de Ganadería Carlos Frick Davies. En mayo de 1972 fue descubierta por los militares. El director del canal llamó a Cristina en la madrugada para cubrir tan importante evento. Su hija de seis años estaba engripada, pero Cristina no dudó un solo segundo: “la envolví en una frazada, me fui para el canal y la instalé en Prensa con los compañeros que quedaban ahí”. El matrimonio con su padre había durado menos de dos años, por lo que ella estaba a cargo exclusivo de la niña. En la ocasión, no contaba siquiera con la ayuda de su madre, fallecida meses atrás. Era, obviamente, la única mujer en el grupo de periodistas que se agolpaban en el lugar, forcejeando por la primicia en la cobertura de aquella impactante noticia. “El que entrara primero a la Cárcel del Pueblo era el que iba a tener la novedad”, relata Cristina. Y la televisión tenía que estar primero: esa era su convicción; “ahí tuve que luchar en serio contra los colegas de otros medios, porque todos querían pasar primero”. Tuvo un fuerte altercado con un periodista radial, a quien le enrostró: “¿Sabés una cosa? No me vas a llevar por delante porque soy mujer: te llevo por delante a vos y te tiro por ese pozo”. Consiguió entrar con su camarógrafo y cubrir el evento tal como se había propuesto hacer.

El 9 de febrero de 1973, en los prolegómenos del golpe de Estado que tendría lugar tres meses más tarde, la Armada ocupaba la Ciudad Vieja interrumpiendo el tránsito con barricadas; el Puerto, la Aduana, el Correo, los Juzgados, los Ministerios de Ganadería y de Defensa, quedaban aislados del resto de la ciudad. “Yo fui a encararme con ellos, y no me dejaron pasar”, cuenta Cristina. No tenía más remedio que acatar; sin embargo, no se resignó a perder la oportunidad de registrar aquel momento cargado de tensión política. Fue con su camarógrafo hasta un edificio próximo a la Aduana y tocaron timbre solicitando acceder a uno de los apartamentos superiores: “lo que quería era la imagen de la Ciudad Vieja vacía, no había nada, no había nadie, no había actividad!”. Debieron aplacar los miedos muy comprensibles de la señora que les abrió su puerta; se escondieron entre las cortinas de una ventana para así camuflar la lente, que a la distancia podía parecer un arma, e hicieron desde allí la toma que querían.

El director del canal tenía por norma redactar él mismo las preguntas a ser formuladas en las compulsas callejeras que debían realizar los noteros, y así lo hacía también con Cristina. Pero un buen día, ella le hizo saber a su jefe que podía prescindir del “papelito” de rigor, que se las podía arreglar por sus propios medios. Años más tarde, alentaría con estas palabras a una de las mujeres de la segunda generación de comunicadoras destacadas: “Nena, tirá eso, ¡basta de papelitos!”

¿Cómo fue recibida su maternidad, cuando ya llevaba cinco o seis años en la TV? “Quedé embarazada, y estaba radiante por supuesto, y seguí trabajando todo el tiempo; pero en esa época, las mujeres cubríamos nuestra panza con mucho pudor, había vestidos especiales para embarazada”, relata Cristina. Sentía contar con todo el apoyo de la dirección del canal así como de sus colegas todos. “Los compañeros querían que fuera varón, pero se embromaron porque fue nena, que era lo que yo quería”.

Las peculiaridades de su trabajo hacían que estuviera casi continuamente entrando y saliendo, desplazándose por la ciudad. Esto representó cierta ventaja en lo tocante a sus responsabilidades de maternidad; veía más asiduamente a su hija, entre vuelta y vuelta podía permitirse rápidas incursiones a su casa: “Yo estaba cerca de ella de todos modos: tenía mi auto, y en casa siempre la esperé para la hora del almuerzo, ella creció con el olor a comida de mamá”. Reconoce que fue difícil, pero se había propuesto que la pequeña debía tener a su mamá todos los días: “haciéndole de comer, controlando los deberes, controlando los estudios, a ver con quién estaba, con quién no estaba…”.

Le pregunté si en algún momento se había sentido discriminada por razones de género, por su condición de mujer. Su respuesta -muy rápida y sin pausa dubitativa alguna- nos colocó de nuevo ante una persona muy lúcida, muy consciente del lugar que había ocupado: “Era muy necesaria como para ser discriminada”, y agrega de inmediato: “Me hice necesaria”. La joven comunicadora sabía que debía construir su propio espacio y que para ello era necesario poner en obra toda su voluntad e inteligencia: desplegando iniciativas que elaboraba en la marcha, haciendo valer atributos como la voz y el aspecto físico notoriamente apreciados en aquel medio, exhibiendo un permanente buen ánimo.

Dotada de una energía incansable, Cristina supo amalgamar tenacidad con optimismo, simpatía con determinación, adaptabilidad con firmeza de carácter. La brecha por ella abierta no cesaría de ampliarse a lo largo del último cuarto del siglo XX para sucesivas generaciones de mujeres profesionales de la comunicación.

François Graña es doctor en Ciencias Sociales.


  1. “Las pioneras. Avatares de las primeras comunicadoras en la pantalla chica uruguaya”. F. Graña, 2014. Disponible en: https://fic.edu.uy/sites/default/files/old/Gra%C3%B1a%20Final.pdf. 

  2. Figueira, J. H. (1955): Trabajo. Nuevo método de lectura expresiva y de literatura (Libro Cuarto), Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal, Montevideo pág. 245. 

  3. Defeo, O.: (1994). Los locos de la azotea. Cal y Canto, Montevideo. 

  4. Giddens, A. (1995): La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Cátedra S.A., Madrid. 

  5. Foucault, M. (1977): Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber. Siglo XXI, Madrid, p.57.