El combate al tráfico de drogas es un desafío complejo. Ello queda evidenciado en la larga historia que exhibe esta tarea a nivel mundial. América Latina ha sido y es un escenario de gran significación desde los años 70 del siglo XX hasta el presente. Las dimensiones militar y policial han sido el componente dominante, pero este enfoque no ha dado los frutos esperados.
La visión que prevalece se refleja en los diversos tratados internacionales vigentes, así como en las reformas introducidas en los códigos penales de la gran mayoría de las naciones. La doctrina imperante promueve la persecución y la represión de las organizaciones criminales que controlan los diversos eslabones de una cadena que tiene múltiples derivaciones.
El cultivo de sustancias psicoactivas
En los países latinoamericanos que son productores de sustancias psicotrópicas de origen orgánico es donde inicialmente se llevó a cabo una activa política de persecución y desaliento a los cultivos de coca, marihuana y amapola. Hay un rasgo común en todos los países donde se llevan a cabo estos cultivos: los campesinos que participan en tales procesos se encuentran sumergidos en condiciones de extrema pobreza. La paradoja es que la comercialización de la droga, especialmente en los países de mayor grado de desarrollo, representa uno de los negocios más lucrativos a escala global. Obviamente los campesinos que cultivan los cocales, así como las plantaciones de marihuana y de amapola, sólo perciben un porcentaje ínfimo del valor que estos productos adquieren una vez procesados y en condiciones de ser comercializados.
En la medida que en los países centrales, donde está concentrada la mayor demanda mundial de sustancias psicoactivas, no se realiza un control activo de sus propios mercados de consumo, resulta muy evidente que la estrategia global de combatir al narcotráfico privilegia de manera sobresaliente el desaliento de la disponibilidad de mercadería. Y esto se efectúa aplicando una fuerte presión sobre los países productores donde la droga es sembrada, procesada y posteriormente exportada a través de circuitos ilegales. Esta presión, en una fase posterior, también se realiza sobre los países de tránsito, los que al participar en la logística quedan expuestos al accionar de las organizaciones criminales.
La contradicción indicada revela la brecha entre los países pobres y los países ricos, que, en esencia, en el campo del combate al narcotráfico, es una brecha de poder. La guerra sucia que supone el combate a la producción y tránsito se libra en el territorio de los países pobres. En efecto, el circuito del narcotráfico es uno solo y de carácter global. Pero la persecución militarizada y la estrategia represiva se concentran en el ámbito en el que se genera la oferta de mercadería y, en forma secundaria, en los países de tránsito involucrados en la logística del traslado.
El circuito del narcotráfico es uno solo y de carácter global. Pero la persecución militarizada y la estrategia represiva se concentran en el ámbito en el que se genera la oferta de mercadería.
Este fenómeno pone en evidencia la existencia de una marcada asimetría. Afecta especialmente el perfil de la mal llamada guerra contra las drogas, que ha sido una contienda que ya lleva más de 60 años y que, lejos de disminuir, cada vez adquiere aristas más complejas que dañan severamente la institucionalidad republicana de la gran mayoría de los países latinoamericanos.
La droga, en su condición de fuente de adicciones, es un grave problema, pero se encuadra esencialmente en el ámbito de la salud pública. El narcotráfico es un fenómeno diferente a las adicciones y este sí representa un jaque a la seguridad del Estado. Ello se hace evidente en las formas violentas de su accionar tanto a escala global como, especialmente, en los ámbitos domésticos de los países que coloniza, a través del narcomenudeo. Y este sí es el gran desafío que golpea a nuestras sociedades.
El procesamiento de la materia prima y la distribución de la mercadería
Para los campesinos pobres, la producción de sustancias psicotrópicas es una estrategia de sobrevivencia mucho más rentable que la producción de los cultivos tradicionales. Mediante su comercialización, los campesinos pueden vivir con mayor desahogo, pero ello no les permite salir de la pobreza. Se necesitan casi 400 kilogramos de hoja de coca para obtener 2,5 kilogramos de pasta base de cocaína. Con esta pasta base se puede producir un kilogramo de cocaína pura en la versión de polvo blanco. En promedio, un campesino puede producir hasta seis cosechas anuales, y ello le permite lograr una producción total que está alrededor de los 750 kilogramos de hoja de coca, que se convierten en cinco kilogramos de pasta base. Así, el campesino logra un ingreso anual neto cercano a los 5.000 dólares.
La producción de los campesinos es adquirida por organizaciones con capacidad de procesarla y de trasladarla hacia los destinos donde adquiere mayor valor. El control de los grupos productores representa el primer eslabón en la disputa por parte de las organizaciones criminales y, por lo tanto, es la primera fuente de violencia y terror. En países donde estos procesos se verifican intensamente, la violencia que se ejerce contra las poblaciones campesinas es una de las principales causas de las migraciones internas y también explica un porcentaje no menor de desplazamientos fuera de los territorios nacionales, donde Estados Unidos es el destino que ejerce mayor poder de atracción.
El método más tradicional mediante el cual una organización se impone sobre los productores primarios es a través de la venta de “protección”. Proteger significa subordinar y controlar. En la lógica mafiosa se resume en el apotegma “plata o plomo”.
Las organizaciones criminales, además de ser perseguidas por la autoridad constituida, libran una batalla mucho más intensa y feroz que tiene como principal protagonista a otras organizaciones criminales. La lucha es por el control de territorios de producción, por digitar los mejores canales de exportación y distribución, y la modalidad a través de la que se exterioriza esta lucha es mediante el uso de la violencia.
Narcomenudeo y violencia
En la búsqueda de las rutas alternativas, las organizaciones criminales extienden tentáculos hacia otros países y traban relación y acuerdos con organizaciones delictivas locales. Estas bandas locales son remuneradas por sus servicios de soporte con la provisión de mercadería para ser comercializada en los mercados domésticos. El narcomenudeo no es una actividad en manos de las grandes organizaciones internacionales, sino que su control responde esencialmente a bandas criminales de origen local.
La lógica de la asociación de una organización poderosa con bandas locales es profundamente asimétrica. El poder está concentrado en la organización con capacidad de operar a nivel internacional, mientras que las bandas locales sirven de estructuras de soporte encargadas de desarrollar redes de comercialización de alcance doméstico. Estas redes tienden a desarrollarse a partir de la existencia de bolsones de pobreza y marginalidad locales, utilizando organizaciones con fuerte presencia de jóvenes y proyectándose hacia diversos sectores de las comunidades en las que operan, ya sea en calidad de consumidores, es decir, adictos, o bien creando redes de comercializadores informales que recurren a esta vía como mecanismo de complementación de sus ingresos.
Al igual que lo que acontece con las grandes organizaciones, las bandas locales también se disputan los mercados, esencialmente los territorios donde ejercen su influencia. Y nuevamente el patrón dominante para la resolución de los conflictos es el uso de métodos violentos. No en vano la tasa de homicidios entre jóvenes se incrementó de manera muy notable en la mayoría de los países de América Latina y el fenómeno está fuertemente correlacionado con el control de territorios y mercados de venta de estupefacientes. Esta relación en Uruguay resulta bastante evidente.
Drogas y violencia
Hay que diferenciar entre dos aspectos que normalmente son asimilados como un único fenómeno: drogadicción y violencia.
La expansión de la drogadicción tiene una multiplicidad de determinantes. La crisis de las familias, el individualismo creciente, los cambios en los procesos comunicacionales interpersonales y grupales, la falta de contención familiar y de los diversos grupos de pertenencia explican estos procesos. Y en paralelo, el desarrollo de una subcultura con estereotipos y arquetipos que instala paradigmas alternativos a los convencionales, que son aceptados como opciones deseables y puertas de acceso a realidades más amables que la que ofrece la cotidianidad.
Pero la drogadicción no es sinónimo de violencia, aunque algunos adictos tienen una alta propensión al ejercicio de la violencia. Ello sucede especialmente cuando padecen síndrome de abstinencia y deben financiar a cualquier precio el acceso a sus dosis. Entonces aparece un tipo de delito que cada vez se masifica más, que consiste en el arrebato de diversos objetos, especialmente celulares, el robo callejero de bolsos y carteras, llegando incluso a llevarse a cabo mediante modalidades muy violentas por jóvenes que comúnmente son definidos por quienes los padecen como individuos que actúan “sacados”.
La expansión del delito, especialmente en el caso de jóvenes que no son traficantes pero sí drogodependientes, hace que crezca el número de población en las cárceles y de ese modo comienza un circuito de marginación y fracaso que representa uno de los más grandes desafíos a los que deben hacerle frente nuestras sociedades.
La importancia de definir una política contra la violencia
El combate a las drogas es una tarea en la que el Estado tiene un papel muy importante, pero es una función que debe operar de manera complementaria a las barreras de contención como lo son la familia, las comunidades locales y diversas organizaciones de carácter civil y religioso, con capacidad de actuar en el proceso de la detección precoz, en la contención de las personas y en la construcción de barreras culturales que sean alternativas al modelo cada vez más expandido que legitima a quienes optan por estas alternativas cada vez menos disruptivas, puesto que representan comportamientos que alcanzan a sectores amplios de la población.
Es muy complejo para un país tener éxito en su combate a las adicciones, toda vez que el fenómeno tiene escala planetaria. Ello no quiere decir que no sea una batalla fundamental y permanente, a ser librada en el campo de la salud pública y, de manera complementaria, en el de la sociedad y la cultura, apuntalando, en la medida que sea posible, las estructuras familiares, los lazos de afecto y promoviendo una cultura alternativa al escapismo que propone el mundo de las drogas.
Otro frente diferente es la lucha contra la violencia que encuentra en el narcotráfico, tanto en su escala global como en el narcomenudeo, un marco concreto desde donde instalar prácticas violentas que dañan seriamente la calidad de vida de nuestras comunidades en su día a día. La violencia asociada al narcomenudeo y la inducción a las adicciones como mecanismo de generar un lucro por parte de organizaciones criminales sí representa uno de los más importantes desafíos del presente.
La tentación casi lógica para hacer frente a este problema pasa por perfeccionar la capacidad disuasiva y represiva a través del desarrollo de aptitudes especiales en los cuerpos policiales y militares, y mediante reformas en el marco normativo, especialmente en lo atinente al Código Penal, tanto a través del dictado de normas específicas como en modificaciones relacionadas con aspectos procesales.
Bajar los índices de violencia constituye un desafío que, sin lugar a dudas, debe responder al conocimiento muy concreto y específico de las características de las diversas realidades locales. Esta reflexión se hace porque hay esfuerzos por universalizar experiencias de alcance particular.
En efecto, hay enfoques que son promovidos activamente como estrategias para combatir la violencia, que la conciben como un fenómeno viral, es decir, como algo que se expande por la vía del contagio. Entonces se aplica una perspectiva fundada en una lógica que tiene un supuesto fundamento sanitario, y el tema consiste en encontrar los vectores a través de los cuales el fenómeno se propaga. Y para ello se promueve la figura de mediadores comunitarios y barriales con formación específica para interceder en la resolución de los conflictos. El modelo de Cure Violence que fue desarrollado en Chicago y parecería que obtuvo resultados interesantes en distintos lugares, como por ejemplo en Cali, en Colombia, ha sido recientemente incorporado por el gobierno uruguayo.
Es muy importante conocer los desarrollos que se hacen en este terreno, pero más allá de las experiencias desarrolladas en otros contextos, hay elementos que resultan fundamentales. Uno de ellos es potenciar la capacidad de diagnosticar y de formular acciones específicas por parte de las comunidades y de los municipios en su condición de actores estratégicos dentro de sus respectivos ámbitos. En tal sentido, el fortalecimiento ordenado de la capacidad de diagnóstico de los problemas locales relacionados con la violencia, así como la posibilidad de traducir alternativas de solución en perfiles de proyecto, representa un factor de importancia fundamental. Pues a diferencia de modelos que surgen desde fuera de las comunidades como soluciones universales, esta alternativa se basa en reconocerles a las organizaciones locales y los municipios la capacidad de proponer un plan de acción fundado fuertemente en las particularidades de sus propias realidades.
Otra dimensión fundamental para desalentar la propagación de la violencia es la necesidad de desarrollar una política activa de tratamiento de la población joven privada de libertad. No se puede soslayar el hecho de que las cárceles son un ámbito fundamental en el que se marca profundamente la existencia presente y futura de los internos.
Las cárceles en el formato actual son fuente de violencia y no cumplen con el propósito de reeducación y reinserción de la población privada de libertad. Uruguay tiene un récord de población tras las rejas y es hora de definir una estrategia activa y consistente para rehabilitar especialmente a jóvenes con posibilidades ciertas de ser reintegrados al mundo del estudio y del trabajo. Eso demanda políticas que no se deben improvisar, sino que deben diseñarse con sumo cuidado y en consulta con las comunidades. Una tarea no menor en tal sentido es la profesionalización del personal penitenciario con formación específica para cumplir una tarea de rehabilitación. Ello supone también repensar integralmente el sistema y sus vínculos con el mundo de la educación y del trabajo.
Esa es una forma posible y concreta de bajar la violencia a través de políticas que exigen tiempo y perseverancia, pues el inmediatismo sólo conducirá a éxitos fictos y a seguir repitiendo viejas prácticas con resultados pésimos, tales como una tasa de reincidencia cercana al 70%, que pone de manifiesto la más terrible dilapidación de recursos monetarios, pero, fundamentalmente, su potencial de destrozar vidas.
Gabriel Vidart es sociólogo. Entre otros cargos a nivel nacional e internacional, fue director adjunto del Proyecto Combate a la Pobreza en América Latina y el Caribe del PNUD (1984-1986), fundador y secretario ejecutivo del Plan CAIF, Uruguay (1988-1990), y director ejecutivo del Centro Único Coordinador para la gestión de la red de clínicas y sanatorios de la provincia de Buenos Aires (2003-2012).