No es algo nuevo, y no por eso menos preocupante, la nula disposición de los institutos armados uruguayos para admitir o tolerar ser observados por otras miradas que no sean las propias, destinadas, invariablemente, a ser consideradas como la continuidad inalterable de las gestas libertadoras de nuestra independencia en el pasado.
Ni aun en el caso de que se trate de una mirada desde sus propias filas, cuando esta pone en evidencia irregularidades o corrupción de sus integrantes, como parecen ser las denunciadas por el teniente Nelson Duarte. En ese caso, según una nota periodística, Duarte no sólo es objeto de represalias, sino que se resuelve que lo que denuncia sea investigado por quien podría resultar responsable de ellas.1
La coincidencia de esta situación con otras ocurridas en el pasado no parece ser simple casualidad: tienen en común siempre el propósito de impedir esclarecer las responsabilidades de las Fuerzas Armadas, ya sea durante su actuación ilegal en el período del autoritarismo militar como en democracia.
Las recientes expresiones del comandante en jefe del Ejército en cuanto a que buscarán mecanismos para responder a los cuestionamientos políticos y, en sintonía con ellas, la denuncia penal del Ministerio de Defensa Nacional contra el ciudadano Luis Puig parecen indicar que las Fuerzas Armadas son la única institución del Estado, los únicos funcionarios estatales que están libres de esa sana y democrática suerte de control social que se ejerce en el marco de una libertad de expresión que debería desplegarse sin temor ni interferencias indebidas. Por eso, amenazan desde el poder del Estado con llevar ante los tribunales a quien tenga la ocurrencia, siquiera, de poner en duda ese carácter de considerarse un símbolo de la patria, un emblema que representa y simboliza a la nación, su identidad y sus valores sagrados.
Recordemos algunos antecedentes. A la salida de la dictadura, cuando las probadas gravísimas violaciones a los derechos humanos cometidas por el accionar sistemático de los aparatos armados (militares y policías) iban a ser indagadas por el poder civil, esa mirada “ajena” era fuertemente cuestionada por dos razones: su resultado final los llevaría a la cárcel, y desmentiría el relato y la justificación de la actuación de la dictadura que, entre otras cosas, sirvió para la formación y educación de las generaciones que se integraban a las filas de quienes, a partir del golpe de Estado de hace 50 años, se habían arrogado dirigir despóticamente los destinos del país.2
Con el claro propósito, entonces, de que las indagatorias de la Justicia civil no los condujeran a la cárcel y minaran la legitimación de su actuación pasada, y con la complacencia del gobierno del Partido Colorado, reclamaron, mediante recursos de competencia, que la Justicia civil le entregara a la Justicia militar el tratamiento de las denuncias, de manera que fueran ellas mismas las que se autoinvestigaran. En esa intención, en aquel momento, no les fue bien, por el rechazo de la Suprema Corte de Justicia que determinó que sería la Justicia civil la que se ocuparía de las denuncias de violaciones a los derechos humanos.
No alcanzada esa aspiración de claros propósitos encubridores, empezaron a amenazar y presionar para que existiera una “solución política” que los liberara de la constitucional obligación de que se ejecutara la pretensión punitiva del Estado. Eso, finalmente, lo alcanzaron mediante la aprobación de la ley de caducidad el 22 de diciembre de 1986.
Para los objetivos de las Fuerzas Armadas, que bregaban para que la actuación de un poder civil no atentara contra los acuerdos implícitos o explícitos del pacto del Club Naval, la aprobación y posterior ratificación ciudadana de la ley de caducidad fue, sin duda, un triunfo para el que no se ahorró ningún recurso ni por parte de los militares ni de una parte del sistema político. Incluyó hasta el recurso de la censura, acordada por Julio María Sanguinetti y los canales de televisión, del spot de Sara Méndez, que fue denunciado por uno de sus protagonistas en el libro de José Luis Guntin La vida te da sorpresas, publicado por la editorial Fin de Siglo en abril de 2010.
No es algo nuevo, y no por eso menos preocupante, la nula disposición de los institutos armados uruguayos para admitir o tolerar ser observados por otras miradas que no sean las propias.
Pero, aun así, aquella ley de impunidad dejaba planteado un problema político a resolver: qué tipo de resultados (verdad) ofrecería el mentado artículo 4° que, en última instancia, no fuera funcional para una futura actuación de la Justicia; y para que esa “verdad” tampoco contribuyera a una mayor comprensión ciudadana relativa a la envergadura de los crímenes del terrorismo de Estado.
Sanguinetti resolvió ese dilema entregando a los fiscales militares unas artificiosas investigaciones en cumplimiento del artículo 4°, que garantizaban un esperado resultado: resolver la no responsabilidad de las Fuerzas Armadas.
Aquel falaz y tramposo resultado, y los que siguieron, con matices, hasta que las investigaciones fueron llevadas a cabo por la Fiscalía Especializada en Crímenes de Lesa Humanidad a cargo del doctor Ricardo Perciballe –y, en menor medida, al menos hasta los procesamientos, a partir de 2006–, fueron la consecuencia del mantenimiento de esa lógica perversa: que las Fuerzas Armadas se autoinvestigaran. Entre ellas, la “verdad posible” de la Comisión para la Paz; el pretendido cumplimiento del recurso de amparo de Tota Quinteros; los informes solicitados a las Fuerzas Armadas por la administración del Frente Amplio.
Aceptemos que la cultura en la que se siguieron formando y justificando las Fuerzas Armadas, ya en la vida democrática existente en el país, no fue exactamente la que emanaba del antes mencionado libro dirigido al pueblo oriental en 1977, sino que era otra versión. De esa otra versión, en la que el Ejército difunde su historia, da cuenta el diario La República, en el año 2000. Allí se vuelve a negar las torturas, las ejecuciones, las desapariciones, el tráfico de niños desde Argentina, los vuelos de la muerte, y se reivindica la ética de la actuación de las Fuerzas Conjuntas y el accionar del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas, organismo represivo cuya actuación, años después, la Justicia demostraría que nucleó lo peor de los torturadores: aquellos que manejan el grueso de la información sobre los desaparecidos y se niegan a aportarla para ubicar sus restos enterrados clandestinamente en los cuarteles.
De ahí que sea importante para la vida democrática que la cultura militar esté construida y basada en un sistema de significados conformado por representaciones simbólicas, prácticas, discursos, que estén relacionados a los procesos sociales de la vida en democracia. Y por eso merecen desde la sociedad civil organizada, de los ciudadanos y del sistema político en particular, que se las mire y se las audite, ya que su contenido, su reproducción y su puesta en circulación en la sociedad y, particularmente, en sus institutos de formación pueden afectar profundamente la calidad de la vida en democracia.
Nuestra preocupación ciudadana por la temprana edad y la manera en que se forman y educan los integrantes de los institutos armados en los liceos militares seguramente movilizará los departamentos jurídicos del Ministerio de Defensa, incentivados por el “rechazo visceral” que el herrerismo ha manifestado a que otros que no sean los parlamentarios participen en la discusión sobre las Fuerzas Armadas.
Según el expresidente Luis Alberto Lacalle Herrera,3 son los parlamentarios “los únicos que pueden hablar con legitimidad en nombre de la sociedad civil”. Para ese pensamiento, que no considera “conveniente ni conducente que las organizaciones no gubernamentales tengan ninguna opinión que expresar”, las amenazas son un elemento funcional.
Raúl Olivera es coordinador ejecutivo del Observatorio Luz Ibarburu.
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Columna de opinión de Leonardo Haberkon en El Observador del 6/1/2024. ↩
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Según la publicación “La subversión. Las Fuerzas Armadas al Pueblo Oriental” de la Junta de Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas (1977), estas pretendían “mostrar desnuda toda la verdad, para la real apreciación de los hechos”, a través de “la sacrificada labor cumplida por las Fuerzas Armadas, Ejército, Fuerza Aérea y Armada, juntamente con los servicios de Policía, en una lucha sin tregua para erradicar la subversión del suelo de la República”. ↩
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Intervención del expresidente Lacalle Herrera en el seminario “La seguridad y la defensa en el siglo XXI, organizado por la Cámara de Representantes y el Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa de la National Defense University de la ciudad de Washington. Agosto de 2001. ↩