¿Se puede, al tiempo que se le da la espalda a uno de los procesos democráticos más esperanzadores de los últimos tiempos en América Latina, como fue el que condujo a Bernardo Arévalo a la presidencia de Guatemala, proclamar que se lleva adelante una política exterior comprometida con “la libertad” en la región? No, no se puede.
Los lineamientos de la política exterior se reflejan en los dichos, las acciones y las tomas de posición, tanto en ámbitos públicos como privados, que el gobierno, y en particular la cancillería, lleva adelante. Declaraciones del presidente, del canciller y de las más altas autoridades de gobierno, actuación y votaciones en organismos internacionales, participación en negociaciones internacionales en temas sustantivos, comunicados sobre asuntos de interés regional y global, presencia de autoridades en instancias internacionales significativas, son algunas de las formas en que se expresan tales lineamientos. Y si son consistentes (entre sí y en el tiempo), mejor. Propios (ciudadanos, partidos políticos, organizaciones nacionales) y extraños (gobiernos extranjeros, jerarquías de instituciones internacionales, corporaciones) toman nota de cada una de ellas. La trayectoria y los acuerdos nacionales en materia de relaciones internacionales y el lugar que aspira a ocupar el país en el concierto regional e internacional se expresan, también, de tales formas.
Lo cierto es que la actuación de la cancillería –es decir, la aplicación de aquellos lineamientos– con relación a lo acontecido en los últimos meses en Guatemala ha sido penosa. Se podría calificar de “indiferente”, pero dado lo que estuvo en juego, corresponde, lamentablemente, caracterizarla como penosa.
¿Y qué es lo que estuvo en juego? No es el objetivo de esta columna relatar la peripecia guatemalteca de las últimas décadas. Basta con tener presente que, de la mano de la llamada “Revolución de 1944”, Guatemala intentó construir, tempranamente para su entorno, un destino democrático y progresista. Aquella experiencia apenas duró una década, y fue ahogada, en el marco de la Guerra Fría, por la acción conjunta de la oligarquía local, las dictaduras instaladas en los países vecinos y el imperialismo estadounidense de la época. Siguieron décadas de oscuridad para el pueblo guatemalteco, incluyendo masacres masivas, especialmente de los pueblos indígenas y, más cerca en el tiempo, una dura realidad jaqueada por la pobreza y la corrupción. Una nueva posibilidad para la democracia en un hermano y sufrido país latinoamericano, eso era lo que estaba en juego. Y así lo entendió gran parte de la comunidad regional e internacional, que se expresó masivamente, y en numerosísimas oportunidades a lo largo de los últimos meses, en apoyo a la democracia en aquel país.
Debería tenerse presente, también, que Juan José Arévalo fue el presidente que inició en 1945 aquella esperanza, y no es casualidad que ahora sea su hijo, el actual presidente Bernardo Arévalo, nacido en Montevideo en 1958, cuando Uruguay era tierra de asilo de perseguidos políticos. Honrar aquella rica parte de nuestra historia también sugería poner atención especial sobre lo que acontecía en aquellos lares.
Con aquellos antecedentes y contexto, ubiquémonos ahora en agosto del año pasado cuando, venciendo sucesivas operaciones político-jurídicas lideradas desde posiciones de gobierno y junto a sectores de la élite local, las que ya habían logrado sacar de la carrera electoral a varias figuras de la oposición, Bernardo Arévalo ganó el balotaje.
El 21 de agosto de 2023 se conoció un frío y escueto comunicado de cancillería en el que se “saludó el proceso electoral”, haciendo abstracción de toda dificultad pasada o compromiso futuro.
Desde entonces y hasta el pasado 14 de enero, el día marcado de la asunción, Bernardo Arévalo y su sector político, Somos Semilla, debieron superar una intensísima andanada de operaciones político-judiciales llevadas adelante por el Ministerio Público y por altos funcionarios del gobierno en funciones, en complicidad con parte de la élite local.
La inquebrantable convicción y el compromiso democrático de Arévalo, la masiva movilización popular, incluyendo a los pueblos indígenas, y, también, un contundente y generalizado respaldo internacional permitieron vencer una carrera de obstáculos que se prolongó por más de cuatro meses.
Lo cierto es que, desde agosto de 2023 hasta el 14 de enero de 2024, las cancillerías de la mayoría de los gobiernos de América Latina, el Departamento de Estado de Estados Unidos, la Unión Europea (UE), así como la Organización de Estados Americanos (OEA) y un amplio conjunto de organizaciones vinculadas a la defensa de los derechos humanos en la región se pronunciaron, un día sí y otro también, exigiendo el respeto a la voluntad popular. Paralelamente, se sucedieron encuentros de Bernardo Arévalo con enviados especiales de gobiernos y organizaciones en Guatemala, y el presidente electo era recibido en el extranjero.
La conducción política del gobierno, relaciones internacionales incluidas, entendió que no tenía nada que decir ni a los ciudadanos ni a la colectividad internacional sobre la suerte de la democracia en Guatemala.
En muchos casos, tales declaraciones y alarmas que, insisto, se emitían casi diariamente estuvieron acompañadas de distinto tipo de sanciones para con exfuncionarios y funcionarios involucrados en los intentos de obstaculizar la normal transición presidencial. De hecho, signo de los tiempos, Estados Unidos, que otrora fuera cómplice activo en algunos de los peores capítulos de la historia guatemalteca, se destacó firmemente en el respaldo en pos de una transición normal. “En los últimos tres años, hemos tomado medidas para imponer restricciones de visado o sanciones a casi 400 personas, incluidos funcionarios públicos, representantes del sector privado y sus familiares, por participar en actividades corruptas o socavar la democracia o el Estado de derecho en Guatemala”, decía Matthew Miller, portavoz del Departamento de Estado, días atrás. Señales de un cambio de época que a algunos en la izquierda les cuesta evaluar. Pero ese es otro tema.
¿Y la cancillería de Uruguay? Silencio en el foro. Más allá de la actividad llevada adelante, junto a sus pares en la OEA, por el embajador Washington Abdala –y de la que cancillería no dio cuenta públicamente–, aquel escueto “saludo al proceso electoral” del 21 de agosto de 2023 apenas si fue seguido, tres meses y medio después, por la firma de Uruguay, como Estado Parte del Mercosur, de un comunicado conjunto emanado de la Cumbre, el 12 de diciembre de 2023, que reclamaba que “se asegure la investidura de las autoridades legítimamente electas”.
Tales fueron las expresiones públicas en la peripecia guatemalteca de ese modelo de “democracia plena” que el gobierno, y gran parte del sistema político, se precia de mentar a nivel internacional. Al parecer, la suerte del proceso democrático en Guatemala no era de interés de nuestro gobierno, o no era de interés que ni la ciudadanía ni la comunidad internacional se enteraran de que tal interés existía. Pero la olímpica prescindencia no quedó allí.
Con la comunidad internacional absolutamente movilizada en respaldo a la asunción de Arévalo, la jornada del 14 de enero convocó a altos representantes de diversos países. Presidentes como Gabriel Boric de Chile, Gustavo Petro de Colombia, Xiomara Castro de Honduras, Santiago Peña de Paraguay, Rodrigo Chaves de Costa Rica, Laurentino Cortizo de Panamá; vicepresidentes como Geraldo Alckmin de Brasil; cancilleres como Alicia Bárcena de México y José Manuel Albares de España; altos representantes –Josep Borrell de la Unión Europea, Samantha Power de Estados Unidos, Luis Almagro de la OEA–; y hasta el rey Felipe VI se dieron cita en Ciudad de Guatemala. La numerosa presencia de representantes extranjeros era tanto un tributo al compromiso exhibido a lo largo de los meses anteriores como, también, pretendía ser una garantía frente a la posibilidad de nuevas maniobras antidemocráticas.
Y por parte de Uruguay, ¿quién asistió? No fue el presidente Lacalle Pou, ni la vicepresidenta Argimón, ni el canciller Paganini. El vicecanciller Nicolás Albertoni, en calidad de ministro interino, fue el designado para la misión.
Como era de prever, la resistencia de los sectores antidemocráticos continuó el propio domingo 14. Y, a media tarde, los representantes extranjeros presentes en Guatemala sacaron una dura declaración exigiendo el respeto de la voluntad popular. La escena de un conjunto de jerarcas extranjeros arremolinados en torno a Luis Almagro, secretario general de la OEA, leyendo la declaración dio cuenta de la tensión que se vivía. Antes, y después, es decir desde que se constataron las maniobras antidemocráticas (por ejemplo, la negativa a acreditar a los diputados de Somos Semilla), se sucedían los mensajes públicos tanto de los representantes allí presentes como de líderes democráticos de todo el mundo, en particular de países de Iberoamérica, de la UE y de Estados Unidos.
¿Y por casa? Silencio, un incomprensible silencio. Más allá de la eventual participación (esperemos que así fuera) del ministro en funciones Albertoni en las gestiones que se desarrollaban en Ciudad de Guatemala, no se conoció, durante la intensa jornada del domingo 14 de enero, mensaje alguno por parte de autoridad de gobierno nacional. Ni siquiera se difundió la declaración de los representantes extranjeros exigiendo “cumplir con el mandato constitucional de entregar el poder como exige la Constitución en el día de hoy”.
Es decir, la conducción política del gobierno, relaciones internacionales incluidas, entendió que no tenía nada que decir ni a los ciudadanos ni a la colectividad internacional sobre la suerte de la democracia en Guatemala. O que no le importaba. Al día siguiente, 15 de enero por la mañana, un comunicado de cancillería y un posteo de Nicolás Albertoni en la red social X daban cuenta de “nuestro total rechazo a los intentos de obstaculizar la transmisión de mando” e informaron de la existencia, sin que nunca hubiera sido publicada, de la declaración conjunta emitida el día previo.
¿Por qué la política exterior del país le dio la espalda de manera tan gruesa y ordinaria al reciente proceso democrático en Guatemala?, ¿por qué tales niveles de “desidia y poco apego” a las mejores tradiciones del país?
¿Fue un capítulo relevante en la historia de nuestra política exterior? No se trató de la toma de posición respecto de decisiones eventualmente polémicas de Estados Unidos o China, ni una votación en la Asamblea General de las Naciones Unidas respecto al conflicto entre Israel y Palestina, ni una decisión trascendente sobre la agenda ambiental discutida en la COP 28. Se trató, nada más y nada menos, de dar la espalda a la peripecia democrática de un pueblo hermano. Una marca que quedará grabada en la historia de nuestra política exterior.
Sí, fue un capítulo relevante de nuestra política exterior. Y el desempeño de la cancillería fue penoso.
Gabriel Papa es economista e integrante de Fuerza Renovadora.