Hay personas que necesitan pruebas de la existencia de Dios. Y es que los infieles tienen eso, son incapaces de ver los signos que el creador pone ante sus ojos. Dios nos ama y se preocupa por nosotros, los orientales. Nosotros, que habitamos una penillanura suavemente ondulada, habitantes de un paisito que cabe en un barrio de San Pablo.
Quizá no merecemos su amor, pero Él nos ama y por eso creó a Argentina. Para que cuando estemos tristes y nos sintamos pequeños, podamos mirar hacia el otro lado del río y así elevar nuestra autoestima. Sintiendo pena por nuestros hermanos, nos autopercibimos solidarios. Nuestra humildad nos hace superiores.
Entonces, empezamos a recuperarnos, nos ponemos de pie e inflamamos de orgullo nuestro pecho. Vienen a nuestra mente gratos saberes aprendidos en la escuela, como aquella descripción de nosotros que hacía El libro del Centenario: “Puebla el Uruguay la raza blanca, en su totalidad de origen europeo [...] siendo el único país del continente que no cuenta en toda la extensión de su territorio tribus de indios, ni en estado salvaje, ni en estado de domesticidad”.1 Y en clímax de amor por nuestra patria, alzamos la voz para que quien no quiera oír, que oiga: ¡los orientales somos suizos!
Luego sucede que exhalamos el aire, el pecho se desinfla, y vamos al súper. Caminamos por veredas esquivando personas que duermen, orinan y defecan en la calle. Vemos cómo todos los días nuestras hijas pierden horas de clase en el liceo. Hablamos con una trabajadora analfabeta que nos cuenta las carencias de atención que sufre su nieta enferma. Vemos las estadísticas de homicidios. Esperamos en la sala de un hospital público o coordinamos una consulta en el día con un especialista en MP. Un día nos perdemos en Carrasco y terminamos pasando de casualidad por La Tahona... Y entonces nos decimos: “Estamos en América Latina”.
Como todo mito que se precie, el de la Suiza de América tiene origen desconocido y significado cambiante. Puede que aluda a la neutralidad en las guerras, o a la condición de refugio financiero de capitales argentinos. Pero más allá de lo que tiene de difuso, todos sabemos que tiene que ver –sobre todo– con que la República Oriental es eso, una república habitada por ciudadanos libres e iguales, no una caricatura bananera.
De eso, justamente, se lamentaba Manuel Herrera y Obes en 1847. Ese hijo dilecto de dos grandes familias patricias se quejaba de que en nuestro país basta “el color blanco de la cara, o el haber nacido en la tierra, para que todos se crean con iguales derechos a las consideraciones del gobierno y de la sociedad”.2 Como el racismo se daba por descontado, lo que molestaba a don Manuel era que los blancos pobres se creyeran iguales a él. Su testimonio nos revela que algo de verdad había en aquello de que aquí “naide es más que naides” –como dice el The New York Times.3 Y es que el mito, como todo mito, algo de verdad tiene.
Efectivamente, por lo que sabemos, nuestra sociedad ha sido siempre menos desigual que las demás del continente, y eso seguro tiene algo que ver con la centralidad que la idea de república ocupa en nuestra identidad nacional (tema de la columna anterior).4 De alguna forma, nuestra experiencia histórica está cruzada por esa condición de sentirnos sapos de otro pozo. Somos suizos en América Latina y sudacas en Europa. Pero si analizamos esa dualidad a lo largo del tiempo, vemos que hemos sido cada vez menos suizos y cada vez más latinoamericanos.
No hay república posible si la habitan ciudadanos desiguales. De hecho, la misma noción de ciudadanos desiguales carece de sentido, porque si son desiguales, no pueden ser libres ni ciudadanos. Los obstáculos que impiden la construcción de una república pueden derivarse de despotismos diversos. La libertad se ve amenazada tanto por un gobierno autoritario como por una pareja que ejerce violencia o por un empleador opresor. Todas son formas de abuso que se aprovechan de la debilidad del más débil, y para todas la respuesta es la misma: combatir los privilegios y la desigualdad de poder.
Desde una perspectiva de largo plazo, los orientales hemos en general avanzado, aunque más en unas esferas que en otras. Pero en algunas hemos retrocedido. Vivimos en una de las democracias más fuertes del mundo, y la posibilidad de un gobierno despótico parece lejana. La violencia intrafamiliar ya no es un asunto privado, pero sus víctimas se siguen acumulando. El poder del patrón se ve limitado tanto por leyes como –más importante– por la acción de los trabajadores organizados, pero sólo donde y cuando los trabajadores pueden organizarse.
Sin embargo, hay áreas donde lo que se observa es un retroceso evidente, ya sea en términos absolutos o relativos. Dimensiones como la educación, la violencia homicida o la distribución del ingreso, en que los cambios han ido en el sentido de incrementar los obstáculos a la libertad y profundizar las asimetrías de poder. Procesos que, además de impactar negativamente en vidas individuales, erosionan y degradan la república.
Como todo mito que se precie, el de la Suiza de América tiene origen desconocido y significado cambiante. Puede que aluda a la neutralidad en las guerras, o a la condición de refugio financiero de capitales argentinos.
Un poco porque se trata de mi área de especialidad y otro poco porque la considero especialmente ilustrativa y relevante, voy a adentrarme en la historia de la desigualdad económica (ver gráfico) y voy a mostrar cómo, partiendo de una situación de clara diferenciación respecto de otros países del continente, Uruguay sufrió un proceso de “latinoamericanización” que nos deja, en el presente, en una situación que no se condice con el mito de la república igualitaria.
El gráfico que acompaña esta nota muestra la distribución del ingreso en Uruguay, Chile e Italia entre 1870 y 2017. Varias lecturas pueden hacerse de la información que allí se presenta. Yo deseo resaltar dos. En primer lugar, y más allá de las enormes dificultades que tiene la realización de estadísticas históricas de desigualdad –y las prevenciones que debemos tener a la hora de comparar estimaciones para diferentes países–, el gráfico da sustento a la queja de Manuel Herrera y Obes. Aunque él no conociera el índice de Gini –que ni siquiera se había inventado– sí podía percibir que la clase a la que pertenecía era menos poderosa aquí que en otras partes del continente.
Mientras los patricios como don Manuel –y sus descendientes– tenían que soportar la altanería de esos orientales que, desde la revolución al menos, se creían con el mismo derecho que ellos a dirigir los destinos de la república; Eduardo Matte Pérez, quien también fuera canciller de su país –Chile–, podía regodearse en el poder de su clase: “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo. Lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio”.5 Y aun hoy sus descendientes están entre los dueños de Chile, propietarios del grupo Matte –y en menor medida también de Uruguay, ya que el grupo Matte tiene es inversiones forestales en nuestro país: son propietarios, en sociedad, de la planta de celulosa Montes del Plata–. Porque no importaba cómo Chile se llamara, es evidente que República no era. Como tampoco lo era Italia –que, de hecho, era una monarquía–, cuya sociedad, si bien no tan desigual como la chilena, lo era más que la oriental.
Pero el gráfico también muestra cómo nuestro carácter relativamente igualitario se perdió durante la segunda mitad del siglo XX. Mientras Italia, ahora una república, se hacía más rica e igualitaria, Uruguay, una vez agotado el crecimiento impulsado por la industrialización a mediados de los años 50, entró en un largo estancamiento. Rápidamente, al estancamiento y la inflación se agregó la violencia política, y poco después el terrorismo de Estado. Todo ello al tiempo que, y no por casualidad, se producía un marcado aumento de la desigualdad.
Uruguayos, ciudadanos, ¿dónde fuimos a parar?
Muchos emigraron. Terminaron en los barrios más remotos de Colombes o Ámsterdam. Los que aquí se quedaron, y los que aquí nacimos pasamos a vivir en una sociedad cada vez más parecida a Chile o Perú y menos a Suiza o Italia. Que Argentina transitara un proceso similar difícilmente sirva de consuelo.
El orgullo desmedido que habita la Suiza de América, ese que hacemos pasar por humildad, se sustenta no en nuestras glorias ni en nuestros méritos, sino en que nuestros vecinos están peor. Más que suizos, somos como el tuerto que reina en el país de los ciegos. Y, andando el tiempo, nuestro ojo bueno ha ido viendo cada vez menos.
Javier Rodríguez Weber es doctor en Historia Económica por la Universidad de la República. Esta es la segunda de una serie de columnas periódicas sobre por qué, para construir una república, se requiere bienestar e igualdad, para tener bienestar e igualdad se requiere crecimiento económico, y para que haya crecimiento económico, se requiere construir una república.
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El libro del Centenario se editó con carácter oficial por decreto del Consejo Nacional de Administración de fecha 18 de abril de 1923. Como se indica en sus primeras páginas, sus originales fueron sometidos a revisión del Ministerio de Instrucción Pública antes de ser publicados. ↩
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Herrera y Obes, M. (1966). Estudios sobre la situación. En J. Pivel Devoto (Ed.), El caudillismo y la revolución americana. Polémica (pp. 3-65). Montevideo: Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social; p. 25. ↩
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Uruguay’s Quiet Democratic Miracle, en: https://www.nytimes.com/2016/02/10/opinion/uruguays-quiet-democratic-miracle.html ↩
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https://ladiaria.com.uy/opinion/articulo/2024/9/la-virtud-civica-y-sus-enemigos/ ↩
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Dichos publicados en el diario El Pueblo en 1892. ↩