La soledad es una emoción y un sentimiento. Es una emoción que repercute en nuestros sentidos y se hace carne en nuestro cuerpo. Puede ser una emoción corta o prolongada sobre la que podemos reflexionar y producir una narrativa, y entonces se torna sentimiento. A partir de la pandemia de covid aprendimos que se puede estar aislado con un montón de gente cerca o sentirnos acompañados sin nadie alrededor. En cualquier caso, las precisiones conceptuales no son por mero apego a la palabra, que también, sino porque la forma de nombrar y describir tiene consecuencias concretas y, por supuesto, también políticas.

Los procesos de individuación propios de la modernidad, ligados a la autonomía y a la adquisición de derechos de las personas, han llenado de complejidad algunas vivencias en apariencia unívocas. Por su parte, los movimientos sociales y políticos han demostrado los efectos reales que tiene el hecho de nombrar. A principios del siglo XX, era ciertamente impensable que una mujer verbalizara públicamente frases como estas: “Cuánto daría por un minuto de soledad”, “Prefiero estar sola que mal acompañada”, “No soporto que perturben mi soledad”, “La libertad de estar sola no la cambio por nada en el mundo”. La condición de posibilidad para la soledad elegida o aspirada apareció mucho después; fue entonces cuando ese sentimiento se pudo enarbolar como conquista. Para algunas personas, muy especialmente para las mujeres, esa conquista fue sustantiva ya que supuso combatir mandatos, culpas y la tendencia al autocastigo.

Las generaciones más viejas lidian con la soledad en su versión predigital, en medio del vértigo que arremolina a los más jóvenes. “Mis hijos están muy ocupados, yo aprendí a convivir con la soledad” o “Lo peor de la vejez es la soledad” son frases que circulan en muchas conversaciones entre personas mayores. Esta versión de la soledad está lejos de ser una conquista o una elección. Sin embargo, también está preñada de mandatos, culpas y autocastigos.

Como cualquier otra dimensión del lazo social, la soledad fue mutando en la historia vincular de la humanidad, nombrando cosas distintas. Así pasamos del terreno de lo indecible a la paradojal asociación entre soledad y libertad. Los dispositivos electrónicos y la virtualidad son grandes aliados de esta creciente idea de que estar solos es estar cómodamente acompañados. Podríamos recurrir a decenas de escenas familiares para ilustrarlo: “A veces estamos todos juntos en el living pero cada uno está con su pantalla, en sus propias cosas”, “Podemos estar horas así sin hablar, cómo puedo decirles a mis hijos que no se abstraigan si los adultos somos los primeros en evadirnos, no conversar entre nosotros o preguntarnos cómo estuvo el día”. Refugiados de sí mismos y de los demás, ensimismados en las preocupaciones personales y los consumos hipersegmentados, pasan largas horas del día (también de la noche). La soledad elegida repercute en la convivencia grupal exigiendo un trabajo dedicado y consciente para llenar de sentido la vida en común. Vivir con otros supone un acto sacrificial que no siempre se está dispuesto a ofrecer. La vida compartida supone incomodidad, negociación, fricción; aunque también produce una energía vital incomparable.

Sin embargo, la creciente opción por el aislamiento que hoy descubrimos con espanto como síntoma de época ya se fue engendrando a lo largo del siglo pasado. Hay historias, manifiestos e intenciones para que lo que vivimos hoy como un destino ineluctable encarnara en las personas y en las comunidades hace muchas décadas.

La creciente opción por el aislamiento que hoy descubrimos con espanto como síntoma de época ya se fue engendrando a lo largo del siglo pasado.

En 2015 el cineasta sueco-italiano Erik Gandini dirigió el documental La teoría sueca del amor, fotografiando de forma brutal una sociedad “liberada de las estructuras familiares anticuadas que controlaban las formas de vivir juntos”. La película cuenta que la teoría sueca del amor supone que todas las relaciones humanas auténticas tienen que basarse en la independencia fundamental entre las personas.

Suecia, como el conjunto de los países nórdicos que históricamente se mostraron como el modelo aspiracional del desarrollo de las personas que logran sus objetivos apuntalados por un Estado de bienestar robusto, contó incluso con un Manifiesto elaborado por el Partido Socialdemócrata encabezado por el reconocido primer ministro Olof Palme, en el que se expresaban los principios de la familia del futuro y las bases para la construcción de lazos sociales de nuevo tipo. El documental tiene un momento cúlmine en las escenas en las que se ve a mujeres sin deseo de tener pareja pero sí de ser madres recibiendo un kit con instrucciones para la autoinseminación en su propia casa. No hay necesidad de un otro, ni siquiera de un otro que sin ser protagonista, acompañe. La autorrealización y la autosuficiencia son las aspiraciones biográficas más importantes, donde el propio “yo” es el proyecto más importante del mundo. La falta de trama sigue produciendo dispositivos de rescate. “Hombro amigo virtual”, “teléfono de la esperanza”, “canal de escucha activa” son algunos de los proyectos de corte altruista que han surgido en las últimas décadas para intentar suplir a amigos, familiares y compinches.

En Japón, reino de las palabras de lo abstracto, se acuñó el vocablo hikikimori para referirse al fenómeno de “aislamiento social agudo”. También se usa para nombrar a grupos, fundamentalmente de jóvenes que se apartan de la vida social, incluso de la vida en común con su propio núcleo familiar, que tienen contacto con otros a través de dispositivos electrónicos; que a su vez tienen especial compulsión por la ingesta de comida instantánea, suelen convivir con desechos en espacios reducidos y tienden a perder habilidades sociales en una suerte de discapacidad vincular autogenerada.

La soledad —la conquistada, la elegida y la irremediable— va a contrapelo de la “vieja” necesidad del otro y llena de obstáculos simbólicos y materiales la construcción de cualquier nosotros. El individualismo y las políticas de los estados en la era del capitalismo financierizado ponen todo en la escala del yo, de un yo con un valor de uso ilimitado.

La naturaleza de las personas como seres sociales está en jaque. Los hilos de la trama se han afinado al extremo y quienes resisten lo hacen gracias al esfuerzo consciente de algunos o a la necesidad extrema de otros. El terreno fértil del entre, que no es propiedad de unos ni de otros, debe ser resembrado. Ese entre sólo cobrará sentido en tanto se convierta en deseo y aspiración de muchos. Esa seguirá siendo una tarea humana fundamental si no queremos que aquello que hasta ahora llamamos comunidad se convierta en un campo yermo, un paraje estéril de desoladora soledumbre.1

Angélica Vitale Parra es socióloga.


  1. Soledumbre es un término del castellano antiguo, actualmente en desuso, que se refería a un espacio desierto, yermo.