La precariedad de la existencia evidencia la fragilidad de lo humano. Los cuerpos son clasificados como “capaces”, en situación de “discapacidad” o “incapaces”. Son cuerpos que se representan como diversos funcionales, sanos o enfermos, niños, jóvenes, adolescentes, adultos, adultos mayores, homosexuales o heterosexuales, cisgénero, transgénero o intersexuales, hombres o mujeres, blancos, asiáticos, amarillos, indígenas, afrodescendientes, negros, originarios, nativos o migrantes, ricos, pobres; nuestros cuerpos son moldeados y obligados a representar mediante signos para que el control del aparato de producción ajuste a la población a los procesos económicos que el patriarcado capitalista requiera.

¿Cómo pensar la “salud mental” y los “derechos humanos”? ¿Qué representa la “locura” en Uruguay? La experiencia en varios países de Europa dirigidos al cierre y eliminación de los hospitales psiquiátricos precedieron y otorgaron los antecedentes para la legislación argentina y aun hoy propician esta discusión en Uruguay.

¿Cómo pensamos la perspectiva de derechos humanos y la democracia social? El debate nos lleva al abordaje de un problema fundamental: las relaciones de poder que se montan entre el marco jurídico, el rol de las corporaciones médicas psiquiatras, el rol del trabajo de “cuidados” y “psi” y todo lo que ponen a jugar en términos de disidencia política aquellos cuerpos que aún están encerrados en las instituciones asilares hasta el día de hoy o transitan dolorosamente ese dispositivo de terror.

En este sentido, es fundamental preguntarse qué democracia deseamos. Necesariamente esto lleva a la importancia de regular y controlar el poder del Estado y del poder corporativo médico psiquiátrico, pues jurídicamente la psiquiatría es habilitada por el Estado, quien resulta responsable último de sus acciones.

En general se oculta el poder regulador, los efectos en los cuerpos y sus consecuencias bajo formas de control que no recaen sobre criterios diagnósticos transdisciplinarios, sino en el poder médico sobre las hospitalizaciones -equivalentes a sentencias de privación de libertad- y prescripción de tratamientos de carácter represivo con medidas de sujeción y electrochoques.

¿Por qué es necesario enfatizar en una nueva relación entre el Estado y las personas “locas”, los denominados “pacientes”, “enfermos” o “trastornados mentales”? Venimos de una historia de 500 años de cosificación de las otredades dominadas, más de 200 años han consolidado -a nivel jurídico y médico- criterios arbitrarios y abusivos de institucionalización de lo diferente desde la ley que en 1838 se impusiera en Francia, bajo el gobierno imperial de Napoleón II, y que luego se extendería a casi todos los estados occidentales imponiendo una política de discriminación jurídica por la que se otorgaba a los médicos, bajo un certificado, la potestad de privar de libertad a quien caía bajo el diagnostico de “enfermo mental”, agregando el estigma de peligrosidad para disponer las medidas de control -disciplinamiento y sujeción al orden asilar-, pues en eso consisten los llamados “tratamientos psiquiátricos”.

Primero se separa, excluye “legalmente” y estigmatiza a las personas “locas”, luego son “entregadas” al poder arbitrario de las instituciones asilares por “obra y gracia” de la “sagrada” “declaración de incapacidad”, que lo que consagra es que alguien pierde sus derechos de ciudadanía por “estar loco-enfermo-trastornado”. Es decir, ese cuerpo pasa a ser una cosa-mascota para un “salvador-amo-curador”. La persona deja de ser quien es, la soberanía sobre su cuerpo y la autonomía subjetiva pasan a depender del criterio de un otro o, en caso de institucionalización, desaparecen totalmente.

Desde entonces, hay establecido un orden jurídico basado en la discriminación y la pérdida de todos los derechos vía tutela judicial de “incapaces”. Este orden jurídico es el que tenemos hasta hoy: el Estado tortura y tiene las garantías prontas para continuar haciéndolo porque el poder corporativo psiquiátrico justifica la “micronarcosis” y “los médicos saben curar el trastorno mental”.

La representación de la locura encontró en Napoleón II el primer “no” a la Declaración de los Derechos del Hombre que había promulgado la Asamblea de la Revolución. Aquí es donde se entreteje un montaje muy fuerte en términos de representación política: “el padre” de la psiquiatría Esquirol -nótese la transparencia patriarcal del poder académico- fue funcionario de su gobierno y, como buen burócrata, aplicó “clasificaciones” para crear “manicomios”, entendiendo la “locura” como “manía”. En 1838 se creó el orden jurídico especial para el “psicópata” y los médicos “aplicaron” esta política: aplicar, controlar, invadir, fritar.

La “locura” formó parte de la condición humana hasta la Revolución francesa: teología, filosofía y medicina no habían apartado antes la “locura” de las posibilidades de la razón, ni se les ocurrió como solución la exclusión social del “loco”, la “loca” y el “monstruo”.

500 años de esclavitud, 200 años después, en nuestro tiempo, es urgente el desmontaje de esta política de sumisión, de reincluir a lo humano lo doliente animal; este es el mayor desafío contemporáneo al que estamos convocades todes.

Los obstáculos se exponen en quienes siguen creyendo la política napoleónica de la “locura”: el poder corporativo médico psiquiátrico y sus negocios. Por eso hoy me convoca decir que la interseccionalidad, la lucha de los transfeminismos, debe enfocar su mayor empeño en decir con voz fuerte y firme a los abogados, trabajadores sociales, psicólogos y enfermeros que, para revisar y regular el poder y la autoridad de los médicos y laboratorios, es necesario dar voz a los derechos humanos, la búsqueda de dignidad vital y la consideración ciudadana a quienes están encerrades perdiendo sus vidas contra su voluntad.

He hecho mención a este origen napoleónico de la fundación de la política asilar porque permite entender los problemas que se presentan a cualquier intervención garantista de defensores de los derechos humanos de las personas internadas contra su voluntad. No sólo se trata de defender las libertades y los derechos de los “pacientes”, sino también su derecho a la palabra frente a las condiciones de trato, su derecho a ser escuchades por las dos autoridades responsables hasta ahora de su encierro: jueces y psiquiatras. No sólo oír, sino aprender a escuchar; no sólo ver, sino aprender a mirar sin marcar.

Un logro importante de abordar este problema es dar voz a la complejidad que implica todo proceso de desinstitucionalización: no es suficiente externar a las personas porque la institucionalización puede persistir en los nuevos alojamientos o en sus domicilios. Cabe destacar que cualquier política pública que asuma este problema debe contar con diálogo permanente con el movimiento social para abordar una propuesta política que, desde su inicio, debe enfocarse en la interdimensionalidad e interseccionalidad de las acciones, dados los efectos y consecuencias que genera cualquier intervención sobre los cuerpos. Esto facilitaría que los dispositivos intermedios puedan regirse por la continuidad de los problemas de la institucionalización vivida. En la actualidad, sabemos que la cronicidad no es resultado exclusivo del “trastorno mental”, sino que la institucionalización prolongada es su causa mayor; esto lo demuestra la experiencia de países que han avanzado más tempranamente en estos procesos de reforma, como Italia.

Por otra parte, el cambio del orden jurídico que menciono es complejo. Mantener la función del principio de tutela implica dejar de lado el goce real de las libertades y los derechos; esto se hace con las personas bajo hospitalización que sólo llegan al juez a través de quienes las representan (curador, defensor, familiar, pareja), con lo que su capacidad jurídica no es reconocida totalmente. Lo mismo ocurre con el requisito de certificación de la “discapacidad” para ejercer los derechos de ciudadanía económicos, sociales y culturales a través de políticas sociales y de cuidados. Los argumentos para restringir el ejercicio de libertades y derechos son siempre los mismos: se descalifica la palabra de la persona “loca”, el diagnóstico psiquiátrico actúa como prejuicio aceptado por jueces y defensores para inhabilitar a la persona como sujeto de pleno derecho.

Ahora bien, ¿qué hacer para crear las condiciones de posibilidad hacia el ejercicio de las libertades y los derechos democráticos? Quizá se trata de no consultar a jueces, no recorrer historias clínicas ni preguntar a los psiquiatras o abogados sobre una situación de “locura”. Este es el momento de que tomen la palabra quienes fuimos externadas y nos sobrevivimos y quienes aún siguen en hospitalizaciones.

Este giro crítico a nivel epistémico cobra relevancia política en el contexto actual, ya que rompe con la tradición de investigaciones psiquiátricas en las que los “saberes especialistas” deciden sobre las necesidades de los “pacientes”; de igual forma, con los tratamientos incuestionables que se prescriben sin el consentimiento del sujeto que debe recibirlo: aplicación de electrochoques y medidas de sujeción que se justifican para “controlar” ciertos “síntomas”. Es fundamental el valor de la palabra de las personas para describir la realidad en que viven y cuál es el nivel y calidad de la información con que cuentan para ejercer sus libertades y derechos de ciudadanía.

Nada resulta más contrario a la interseccionalidad y la perspectiva de derechos humanos que la política de la hospitalización psiquiátrica prolongada actual.

Debemos ser cautas a la hora de crear e instrumentar una nueva ley de “salud mental”, porque la garantía de libertades y derechos que debe establecer cualquier ley tiene que sostenerse en que no exista una contradicción entre la vida real y cotidiana de las personas bajo hospitalización o en programas de externación y los estándares de libertades y derechos establecidos por la legislación nacional e internacional. Las libertades y los derechos deben encarnarse en las personas involucradas en procesos de externación, haciendo que su ejercicio pueda ser autónomo y que tengan la plena capacidad jurídica.

Jurídicamente la “discapacidad” genera derechos a prestaciones sociales que deben ser respondidos por el Estado en múltiples formas, es responsable no sólo de su reconocimiento sino también de su cobertura, procuración y financiamiento. Los hospitales psiquiátricos se han hecho cargo no sólo del control y tratamiento de las personas, sino de la problemática social que siempre forma parte estructural de su salud. La gran mayoría de las personas internadas lo están no solamente por los “síntomas” sino también por la situación de pobreza o abandono y desamparo social. Es decir que bajo los presupuestos de “salud” que se les asigna han debido cubrir necesidades sociales que deberían haber cubierto otras áreas del Estado.

Por tanto, el Estado debe asignar recursos a las áreas de seguridad social para atender las necesidades de estas personas. De lo contrario los dispositivos de externación pueden terminar prolongando las lógicas propias del hospital, ya que para generar programas de inclusión social se requieren presupuestos dirigidos a estos objetivos y cambios culturales acordes a la época.

Sin presupuesto es imposible lograr la autonomía económica del externado, el despliegue de su vida, manutención, vínculos, etcétera. Los procesos de inclusión social de las personas que han sufrido muchos años de institucionalización asilar requieren “planificar el egreso” y crear millones de “puentes”, ya que es frecuente una larga desvinculación de la familia y la sociedad y eso hace que existan violencias de la sociedad frente a considerar la inclusión: loco, monstruo o loca son escondides, estigmatizades, y mientras se les hace “el vacío” la alta cultura actúa el “vacío”.

Tampoco es ético ni posible que el Estado delegue en las “familias” la carga económica de la inclusión social, ya que muchas veces son las responsables de la exclusión y el Estado la ha legitimado a través de sus políticas asilares de hospitalización de la pobreza “incapaz” y es, por lo mismo, responsable de su reparación.

Por lo tanto, el Estado no puede eludir hacerse cargo económicamente de las prestaciones y programas sociales, educativos y culturales que haya que crear para esta reparación. No asumir esta responsabilidad política hace que se prolonguen los efectos perniciosos de la institucionalización; la delegación a los servicios privados de rehabilitación y realojamiento sin respaldo económico resulta ineficaz e imposible. Privatizar nuestros dolores es lo peor que nos podemos hacer como sociedad.

Los procesos de inclusión social y el pleno ejercicio de las libertades y los derechos de ciudadanía requieren recursos económicos, es decir, la persona necesita contar con vivienda y un ingreso económico para ejercer su autonomía dignamente. Estas personas necesitan ser apoyadas para obtener un trabajo acorde a su situación y convivir en el mundo social que les permita intervenir en los intercambios simbólicos de la cultura, se requieren programas específicos que brinden el apoyo necesario a este proceso de liberación.

Todo esto demanda la responsabilidad del Estado y presupuesto. El tiempo que requiere ir logrando un retorno a la inclusión social, es decir, una reducción de la población hospitalizada, lleva a que los costos para el Estado sean menores que los que hoy se destinan al mantenimiento de las colonias y los manicomios, que, por la prolongación de la institucionalización, hacen que los costos sean a la vez crónicos.

Entre la enunciación de las libertades y los derechos y el ejercicio real por los sujetos a quienes están dirigidos, se juega la realidad de nuestras “locuras” en el marco de la ley vigente para lograr los objetivos que se propone. El proyecto de ley que presentó la sociedad civil y su lucha en las calles desde la salida del régimen dictatorial han expuesto un esfuerzo ciudadano para lograr el cambio definitivo de los 200 años de política asilar, de estigma, de encierro, de maltrato.

Nada resulta más contrario a la interseccionalidad y la perspectiva de derechos humanos que la política de la hospitalización psiquiátrica prolongada actual; con la ley de “salud mental” se reconoce una deuda histórica de nuestra sociedad con muchísimas personas encerradas bajo estas condiciones y se compromete una política y acciones para revertir esto y lograr una recuperación de la dignidad de las personas en condiciones de libertad e inclusión social acorde a sus posibilidades.

Pál Pelbart plantea que la subjetividad no está dada de antemano, que es fabricada, construida, mediada. Es decir, es funcional a la lógica patriarcal capitalista: que el sujeto movilice todas sus capacidades en múltiples direcciones para responder a las demandas del capital, como si pudiese llegar a un sitio en el que el deseo finalmente es colmado. Ahí está la trampa del sistema: pensar que hay un lugar de plenitud contrario a la contingencia e inestabilidad que nos define como animales humanos.

Por último, construir el modo de estar juntas, juntes y juntos, mantener abiertas las dudas y las preguntas sobre cómo y para qué queremos vivir sin idealizar o esencializar lo que nos une, plantea el desafío político de pensar que lo común debe comprenderse siempre desde lo abierto o lo imposible: un común que no puede ni debe cerrarse definitivamente bajo ninguna forma plena (Blanchot, 2002).

Hekatherina Delgado es licenciada en Ciencia Política.