La primera vez que escuché el término corrido tumbado fue en el pabellón 2B del módulo 4 del penal de Ancón en Lima. Los últimos años he estado visitando a compatriotas privados de libertad y en esa ocasión hablaba con un joven que cumplía condena por más mala suerte que gravedad de su delito y al que le gusta escribir versos de rap; otros jóvenes veían en la televisión del espacio común del pabellón videos de reguetón. Le pregunté al español si no se inspiraba en ese tipo de música y me contestó que no, que no le atraía; sin embargo, unos días antes un grupo de mexicanos estaba viendo videos de corridos tumbados y “eso sí que mola”.

A partir de ese momento busqué en plataformas “corridos tumbados” y Peso Pluma apareció en primer lugar, y la reiteración de sus temas hacía notable que él es el número uno de este movimiento que también se conoce como corridos bélicos. Los nombres hablan por sí mismos.

Las últimas semanas, con motivo de la noticia de que el artista mexicano cerrará el próximo 1º de marzo el Festival de la Canción de Viña del Mar, los medios se han llenado de artículos cruzados a partir de una primera columna del sociólogo chileno Alberto Mayol en Bio Bio exigiendo a la organización del festival la retirada de cartel de Peso Pluma, y la respuesta de la filósofa mexicana Dhalia de la Cerda en El País replicada en el mismo medio por Mayol.

Más allá de aspectos estilísticos –cuestión de gustos–, los tres textos recogen ideas válidas que merecen ser atendidas: por parte de Mayol, la denuncia de unas letras que elevan la violencia como camino del éxito en una cultura afín a nuestra sociedad (niega con ello el carácter de contracultura que reivindica Dhalia de la Cerda) en la que hay “un poco de cultura empresarial ultraliberal (anarcocapitalismo), otra parte de machismo duro, otra parte de valoración de las armas y la violencia, mucho de cultura de consumo, mucha ideología fantasiosa sobre el ascenso social y cultos al dinero”. Por su parte (resumiendo mucho), la mexicana contesta poniendo el peso de sus argumentos en el hecho de que se racializa la crítica: “Pareciera que no nos molestan las apologías del delito, sino que se hagan apologías de los delitos que cometen mayormente, por razones estructurales, las personas empobrecidas”, e invita a considerar los corridos como himnos al progreso económico que alivian a los que viven en la precarización y la marginación.

Doce líneas no alcanzan para resumir los argumentos de uno y otra ni las respuestas que sus reflexiones públicas han generado en estos días, muchas de ellas desde posicionamientos intermedios que abordan de manera más mesurada el fondo del asunto, la forma como estas corrientes musicales hacen apología del consumo, de la erotización de los menores y de la violencia y cómo son necesarios programas especializados y debates para discutir problemas urgentes como la narcocultura. Cuando todos tienen razón es que todos tienen un problema. El debate arranca en un país (devastado ahora por las llamas justo en el área en la que se celebrará el festival de Viña del Mar, que ya ha cancelado su gala de apertura por los incendios) que ha sufrido el incremento de una violencia delincuencial sin precedentes en el norte del país y su capital, Santiago, procedente de Venezuela a través de una megabanda criminal originaria en el estado de Aragua, del que toma nombre: el Tren de Aragua.

El nombre de la banda venezolana sirve para empezar a ahondar en el problema de la violencia en el continente latinoamericano y su proyección en el mundo. El Tren de Aragua nace en el penal de Tocorón y desde su interior ha ido expandiéndose, convirtiéndose en una transnacional del crimen con actividad en Colombia, Perú, Ecuador, Chile, Costa Rica, Argentina y presencia en Estados Unidos. El libro de la periodista de investigación venezolana Ronna Rísquez El tren de Aragua. La banda que revolucionó el crimen organizado en América Latina describe cómo la banda desarrolla más de 20 tipos de actividad criminal que incluyen el sicariato, el narcotráfico, la microcomercialización, la trata de personas, la prostitución, la minería ilegal, la extorsión… La estrategia de la banda para conseguir sus objetivos pasa por la exhibición de una violencia extrema a través de grabar en video torturas, asesinatos, descuartizamientos, evisceraciones y calcinaciones de cuerpos para compartirlas por Whatsapp con los contactos de las propias víctimas como una forma de marketing para atemorizar a sus próximos objetivos y posicionarse frente a la competencia. Es una actualización de las tácticas de crueldad iniciadas por Pablo Escobar en Colombia, seguidas en las guerras de cárteles mexicanos e internacionalizadas ahora gracias al poder de las redes sociales.

Ronna Rísquez aclara, después de describir la reciente historia, progresión y características del accionar del Tren de Aragua, que “la prioridad de esa organización criminal son los negocios que generan rentas y el control de territorios. Es mucho dinero el que está en juego y no conviene hacer más ruido del que ya se hace”. Este es, sin duda, el objetivo común de todas las organizaciones criminales que operan en el ámbito internacional, y su poder y presencia no deberían permanecer ajenos a las agendas en política exterior e interior de los países desarrollados que, como consumidores, son también partícipes en la mesa de juego (y lo son con altísimos costes como las epidemias actuales de adicciones y muertes por consumo de heroína o fentanilo en Estados Unidos) o países de la región como Ecuador, donde los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nuevas Generaciones libran una guerra abierta, en calles y cárceles, a través de bandas locales cada vez más poderosas, como los Choneros o los Lobos, para hacerse con el control de la costa ecuatoriana y, muy en especial, del puerto de Guayaquil, para ser utilizada como lanzadera de cocaína hacia el mundo.

La lógica empresarial con la que operan todos estos grupos multiplica la amenaza que supone el poder que adquieren a través de sus múltiples actividades, y es que esa lógica incluye los acuerdos entre bandas de diferentes países. Un ejemplo, los alcanzados entre El Tren de Aragua y el Primer Comando de la Capital (PCC), uno de los dos principales grupos brasileños, también nacido en el interior de una prisión en San Pablo en los años 90. Otro, la presencia en Ecuador no sólo de los mencionados cárteles de Sinaloa y Jalisco, sino también de la mafia albanesa, como ha quedado de manifiesto tras el reciente operativo realizado entre la Policía ecuatoriana y la española, con más de 30 detenidos.

La expansión de los negocios criminales debería alertar mucho más de lo que lo hace. No creo que Peso Pluma tenga 58 millones de oyentes semanales por el sentido de sus letras haciendo épica de la guerra que se libra entre cárteles o el mérito de “coronar” entregando un cargamento. Cuando escucho en España cualquiera de sus temas no creo que nadie lo vincule al drama que hay detrás de su música, del que Dhalia o Alberto nos hablan en sus columnas desde posiciones tan aparentemente enfrentadas y que creo que fácilmente podrían llegar a ser convergentes. Sólo hay que incluir en nuestra lista de lecturas medios como Narcodiario o Insightcrime para darnos cuenta de cómo crece el tráfico de droga, cómo cada año se baten récords de incautaciones al tiempo que se habla de nuevas rutas, nuevos mercados, nuevas bandas criminales que actúan como multinacionales y cómo se infiltran en gobiernos a todos los niveles, tanto para operar como para lavar sus activos e imagen.

Las preguntas que deberíamos hacernos no deberían ser si Peso Pluma es apología del narco o voz de una generación, si la Municipalidad de Viña del Mar o la televisión pública chilena debería de contratar o no a un artista que triunfa en el mundo y está en plena ola ascendente. Si sobre algo deberíamos cuestionarnos es por qué el mundo requiere cada vez más drogas, por qué el contrato social, al que alude Mayol en su primer texto, así como los valores éticos o morales, quedan desplazados por la normalización del desastre.

Si sobre algo deberíamos cuestionarnos es por qué el mundo requiere cada vez más drogas, por qué el contrato social, así como los valores éticos o morales, quedan desplazados por la normalización del desastre.

La filósofa española Marina Garcés sabe de contrato social, uno de los ejes de la Ilustración. En su libro Nueva ilustración radical afirma: “Actualmente, la biopolítica está mostrando su rostro necropolítico: en la gestión de la vida, la producción de muerte ya no se ve como un déficit o excepción sino como normalidad. Terrorismo, poblaciones desplazadas, refugiados, feminicidios, ejecuciones masivas, suicidios, hambrunas ambientales…”.

Peso Pluma acumula oyentes semanales porque su música es original, integra elementos del corrido tradicional con las últimas corrientes de rap o trap, su voz particular y su estilo han logrado romper fronteras y gustan. Sus letras parecerían elevar al perdedor a la posición de triunfador gracias a su decisión y trabajo, pero, lejos de la épica de Robin Hood, lo que hay es una masa de jóvenes que no son más que carne de cañón, salidos de bolsas de pobreza y víctimas del abandono de los estados y la corrupción de autoridades y funcionarios que trabajan para empresarios del crimen que aplican las lógicas ultraliberales de crecimiento y beneficio continuo a costa de lo que sea.

La corrupción es uno de los elementos que permiten la presencia cada vez más extendida de las bandas criminales en la sociedad, que ya no sólo trafican con drogas, sino que cobran cupo a los comerciantes ambulantes en los mercados callejeros de las capitales latinoamericanas o se han convertido en verdaderas agencias de viaje para migrantes ilegales, entre todo un catálogo de actividades, a saber cuál más dañina. “Cuando el propio Estado perpetra actividades ilícitas, el país perdió su resiliencia frente al crimen organizado”, afirma Ronna Rísquez refiriéndose a Venezuela, una frase que podría referirse en mayor o menor medida a tantos otros estados en la región. La red internacional de expertos Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional insiste una y otra vez en sus informes en la necesidad de reforzar la resiliencia institucional y ciudadana.

Está demostrado que las democracias estables son más resistentes a la permeabilización social del crimen organizado, por eso hay que cuidar de ellas yendo mucho más allá de la prohibición de la presencia de un artista, por más que sea con dinero público. Ya conocemos lo que significa lo contrario, una renuncia voluntaria de la población a derechos fundamentales como en el caso de las recientes elecciones en El Salvador o el riesgo de la llegada de partidos ultras a posiciones de gobierno, como pasa en Europa.

Estamos dejando que la desesperanza sea la norma y las leyes para manejarse se supediten a la lógica de plata o plomo; aunque Peso Pluma ni piense en ello. No se trata, por lo tanto, de discutir si impedirle cantar o no, poner puertas al campo, sino de averiguar cómo hacer para que él mismo, en primer lugar, y sus millones de oyentes en paralelo dejen de ver sus temas como himnos a los que salen de la pobreza porque lo hacen por un camino de violencia que lleva implícita la esclavitud, el asesinato y la tortura, además del empobrecimiento y la pérdida de derechos básicos de sus familias y vecinos.

Juanjo Fernández es periodista español radicado en Perú.