El asesinato premeditado de dos policías de la Guardia Civil en el puerto de Barbate (Cádiz, España), que iban a bordo de una Zodiac embestida por una “narcolancha” (unas diez veces más pesada), muestra una realidad poco conocida de la “guerra de las drogas” en un país miembro de la OTAN que cuenta con una enorme cantidad de recursos para enfrentar el contrabando de drogas… y no lo consigue.

Más allá de la indignación por los asesinatos y la solidaridad con las familias de los muertos, con los heridos y con sus compañeros de trabajo, la realidad “oculta” es que hay docenas de lanchas de estas, que muchas veces actúan en grupos organizados para obstaculizar las operaciones policiales y permitir que pase la lancha que lleva la carga verdadera. Y que como actividad “complementaria” de vez en cuando también se dedican al “tráfico de personas” desde Marruecos u otros países africanos, como se ha podido constatar hace unos meses cuando algunas lanchas arrojaron a los migrantes cerca de la costa (algunos de los cuales se ahogaron) para poder fugar antes de que los interceptara la Policía. Una mafia alimentada por las enormes ganancias que el narcotráfico genera, ganancias que cuanto más se le reprime, más aumentan, en una escalada de retroalimentación absurda.

Durante 13 años, Estados Unidos implementó la “ley seca” (1920-1933), que ilegalizó el alcohol (una droga de las duras, como la clasifican los especialistas), hasta que finalmente tuvo que reconocer el fracaso de una prohibición que fomentaba a las mafias debido a la enorme ganancia que significaba su comercialización. En 1971, bajo el gobierno de Nixon, otra vez Estados Unidos impulsó una guerra, esta vez contra otras drogas (marihuana, cocaína, LSD). Una “guerra” política que buscaba enfrentar la política pacifista y antimilitarista que impulsaban los hippies, uno de cuyos signos identitarios era el consumo de marihuana (y también LSD).

53 años después, impulsada (¿impuesta?) y exportada a medio mundo por Estados Unidos, seguimos practicando una política errada y fracasada, que sigue fortaleciendo a las mafias del narcotráfico y su comercialización, llenando de jóvenes las cárceles y generando una enorme cantidad de víctimas mortales, heridos y personas afectadas y dañadas por todo el mundo. Tanto entre los consumidores y entre la población, como entre las fuerzas estatales que combaten los delitos de ese tipo.

Uruguay fue pionero en la producción de drogas legales, cuando en 1931 fundó Ancap (cuando aún estaba vigente la ley seca en Estados Unidos), entre cuyos cometidos tenía la producción de alcoholes de buena calidad (caña, grappa, whisky) como forma de enfrentar la comercialización de los alcoholes falsificados que muchas veces producían víctimas mortales. Una empresa nacional creada por un acuerdo entre batllistas y blancos independientes, y cuestionada duramente por Luis Alberto de Herrera, que la calificaba despectivamente como el “pacto del chinchulín”.

Seguimos practicando una política errada y fracasada, que sigue fortaleciendo las mafias del narcotráfico y su comercialización, llenando de jóvenes las cárceles y generando una enorme cantidad de víctimas mortales.

Uruguay volvió a ser pionero en 2013 con la legalización de la marihuana, sacando del submundo de las mafias una parte importante de su población, que a partir de allí pudo acceder legalmente a la compra de marihuana sin exponerse a la absurda ilegalidad que exponía a cualquier consumidor hasta ese momento. ¿Cuántos uruguayos de los que hoy consumen marihuana legalmente estarían presos en las cárceles si no hubiéramos cambiado la ley?

Uruguay puede y debería volver a ser vanguardia en buscar una solución a esta guerra sanguinaria y absurda, que ha producido más daño que el que se supone quiere evitar (como pasa muchas veces con las propuestas mesiánicas).

Es difícil que en un año electoral, con un gobierno que ha hecho centro de su campaña política la lucha contra las drogas y la delincuencia (fracasando con “total éxito”, aunque se niegue a reconocerlo), se puedan dar las condiciones para generar una gran diálogo nacional e internacional sobre el consumo de drogas y sus daños.

Ojalá este gobierno tuviera la capacidad autocrítica de plantear un diálogo de ese tipo (como el que se hizo en 2006 sobre Defensa Nacional), porque la búsqueda de una política de Estado también puede mostrar una concepción de búsqueda de acuerdos en contraposición a la de alimentación de la “brecha”, y en realidad también puede generar apoyos electorales. Pero si no fuera así, una de las primeras tareas del próximo gobierno (sea quien sea el ganador) debería ser implementar un ámbito de Estado en el cual ese intercambio fuera posible. Con la participación de especialistas, médicos, psiquiatras y psicólogos, economistas, policías, fiscales, jueces, autoridades carcelarias, ONG, gremios empresariales y de trabajadores, clubes y empresas cannábicas, militares, sociólogos, consumidores, víctimas, representantes de los sistemas educativos del país… todos los actores que de una forma u otra están o puedan estar implicados en el tema.

Y como parte de ese intercambio también invitar a personas y organismos extranjeros con experiencias diversas en el mundo y en la región. Desde cocaleros bolivianos, autoridades colombianas y mexicanas, la DEA (Administración para el Control de Drogas) de Estados Unidos y autoridades de California y otros estados en los que la marihuana es legal, Naciones Unidas y sus diversas unidades, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS), las experiencias de Países Bajos y sus políticas de “disminución del daño”, los expresidentes que han llamado a un cambio de paradigma en el tema drogas (Sanguinetti entre ellos), incluso a los salvadoreños con su experiencia bukelista. También a los chinos con su realidad tan marcada por las famosas guerras del opio en el siglo XIX, en las que los británicos, en vez de prohibir, impusieron la comercialización del opio en nombre de la “libertad de comercio”.

Uruguay tiene condiciones y antecedentes válidos para generar un diálogo nacional e internacional de este tipo, con el objetivo claro de valorar las experiencias y sus fundamentos que a lo largo del mundo se desarrollan, evaluar y diseñar alternativas que puedan ser más efectivas y menos dañinas en el consumo de drogas (sobre todo aquellas más dañinas, como la pasta base o el fentanilo), enfrentar el fortalecimiento perverso del poder económico de los narcotraficantes, la pérdida de vidas que el esquema actual produce, disminuir el encarcelamiento de jóvenes que terminan cursando “escuelas del crimen” en las cárceles y alimentando círculos cada vez más violentos.

El diálogo, el estudio profundo del tema y sus alternativas, la elaboración de propuestas alternativas, debería ser un factor de unión nacional, en vez de un mecanismo de alimentación de rencillas y acusaciones cruzadas sobre las culpas y los fracasos de los que casi todos somos parte en mayor o menor medida.

Gustavo Scaron fue presidente de la Comisión Especial de Defensa Nacional del Frente Amplio.