Como cada año electoral, las noticias políticas de candidatos y partidos pululan, los portales e informativos comparten titulares rimbombantes que, a veces, son chicanas entre candidatos, a veces son un clickbait y otras veces, cada vez menos, aportan al debate político. Si bien es cierto que las redes sociales han contribuido al acceso a la información, en muchos casos el intercambio virtual entre políticos es de dudosa calidad.

Ahora bien, con la sinceridad a cuestas, los años electorales rara vez aportan algo interesante en términos de debate político, más allá de la adrenalina de las noches de elecciones y algún intercambio picante entre los candidatos durante los debates que, posteriormente, se convertirán en meme. Por supuesto que son años en los que ponemos a prueba nuestra altura republicana y democrática, aceitamos procedimientos y nos vanagloriamos de nuestra institucionalidad. Para quienes les gusta “la política”, son años intensos, lindos de atravesar. Para quienes no, es un año más. Un año que puede provocarles fastidio, aburrimiento y, por qué no decirlo, bronca. Porque la política, más allá de activar racionalidades y evidenciar estrategias, provoca, moviliza y refleja emociones que es imprescindible empezar a tomar en cuenta. En serio.

Más allá de la importancia normativa (y sustantiva) de la democracia y de sus procedimientos, es bueno preguntarse cada tanto en qué momento estamos como sociedad y cómo podemos, desde las elecciones de este año, pensar en el Uruguay que viene, no ya en términos de indicadores y de política pública, que sin dudas son relevantes, sino como país. ¿Qué Uruguay tendremos-queremos en diez años? O mejor, ¿qué idea de Uruguay 2034 está en pugna en las elecciones de 2024? Las elecciones nacionales de 2024 pueden ser vistas como un parteaguas. Un mojón para las elecciones del futuro y sus respectivos menús de partidos y candidatos. Lo que no enfrentemos hoy, lo que no discutamos hoy por miedo a perder votantes o por ser antipáticos con parte de un supuesto electorado cautivo, puede que en diez años sea algo ineludible. Uruguay enfrenta desafíos muy grandes en al menos dos aspectos que elegí antojadizamente: el debilitamiento de las capacidades estatales y la calidad del debate político.

Si bien el lector podría decir que el primero es más importante porque puede afectarle en su día a día, créame, si no discutimos más sobre la política y lo que entendemos por político, en 2034 solo habremos de unirnos por miedo a algo. Además, justamente, es en el segundo de los aspectos donde podremos dar debates que valgan la pena y que permitan incorporar a sectores de la población que cada vez más están alejados de la política y que la empiezan a ver como el origen de todos sus males.

Si no asumimos hoy que Uruguay dejó de ser el país modelo y tiene graves problemas de desigualdad, violencia, corrupción y narcotráfico, no podremos habilitar un espacio para debatir políticamente sobre el futuro.

Sobre el primero de los aspectos –el proceso de debilitamiento de las capacidades estatales– se puede decir poco más de lo que diariamente aparece en las noticias. No obstante, el aumento de la violencia y las denuncias de discrecionalidad en el uso de fondos públicos, las denuncias de espionaje a legisladores nacionales, el desmantelamiento de estructuras públicas destinadas a la protección social y transparencia pública, el cuestionamiento a la justicia y a los medios de información y comunicación, y los procedimientos de venta de recursos como los del puerto de Montevideo, inexorablemente nos llevan a un descreimiento generalizado en la capacidad y potencia de la política como herramienta para la transformación, en el buen sentido, de la vida de la población. Si todos los días la política y los políticos nos muestran lo peor y nos dejan librados a nuestras suertes, poco margen queda.

Aquí el problema es que no basta con denunciar y “trancar” cada uno de los hechos de dudosa procedencia a los que nos enfrentamos. Por supuesto que es necesario, pero no puede ser lo único. Ante estas circunstancias es imprescindible que pensemos cuál es la estrategia que está detrás de semejantes acciones que rozan la obscenidad. Por ejemplo, ¿qué buscan los políticos cuando interfieren en la justicia? ¿Qué buscan los representantes políticos cuando desprestigian su función? Que no esperemos nada de las instituciones que ellos representan. Que lentamente vayamos perdiéndole el respeto y la vocación de participar. En última instancia, lo que buscan es socavar la creencia de los ciudadanos y cuestionar las bases del contrato social. Que a nadie le sorprenda nunca nada. Correr los límites de lo democrática y republicanamente posible.

El problema no es que esto explote en estas elecciones, en las de 2024. El problema son las próximas elecciones. Cuando muchos jóvenes van a ingresar a votar en instituciones de un país que les ha ofrecido poco, más allá de algún escándalo sin resolución. Si no asumimos hoy que Uruguay dejó de ser el país modelo y tiene graves problemas de desigualdad, violencia, corrupción y narcotráfico, no podremos habilitar un espacio para debatir políticamente sobre el futuro. Relativizar, y en alguna medida normalizar la paulatina destrucción de las capacidades estatales, tiene responsables claros y tiene víctimas que, a primera vista, son menos claras. Justamente esas víctimas son los ciudadanos a los que hay que pedirles un voto. Hablarles sólo cuando se necesita su sufragio es un hecho tan necesario como peligroso.

Sobre la segunda de las dimensiones hay mucho más que decir. Hace aproximadamente diez años que en Uruguay no discutimos sobre qué país queremos –no vale decir que hemos hecho diálogos sociales, consejos consultivos y la mar en coche–. No hablamos de esto porque ni siquiera los partidos políticos que podrían ser los agentes que uno esperaría que lideraran esta discusión en un país que ha sido caracterizado como partidocrático saben qué quieren. Atados a no hacer olas para no perder votos, en busca de votantes de “centro”, la izquierda, por ejemplo, ha abandonado su tarea pedagógica y ha convertido a la derecha neoliberal en un muñeco de paja donde depositar todos los problemas e impotencias propias.

Claro que es necesario discutirle a la derecha que, por cierto, sí tiene un proyecto político y económico nacional, regional y global, pero hay que hacerlo pensando más allá de este año electoral. Hay que discutirle a la derecha pensado en 2034, ofreciendo algo más que volver a lo que teníamos, porque muchos de los que votarán en diez años no tuvieron nada. Si no hay un proyecto político de futuro que logre hablarle a alguien más que a los segmentos de públicos que ofrecen las redes sociales, estamos en problemas. Hablarles a los propios siempre es bueno, porque rara vez nos equivocamos y nos vamos contentos de haber dicho lo que había que decir. El desafío es hablarles a muchos otros que ni siquiera sabemos cómo piensan, porque la política es eso que les hace la vida más compleja, porque no les resuelve los problemas. Salir al encuentro de esos supone asumir la costosa tarea de construir ciudadanía política y alentar el debate político.

¿Pero de qué hablar? Quizás lo primero sea ampliar el abanico de la escucha. Obviamente que hay que escuchar a las bases electorales, pero hay que trascenderlas. Es necesario saber por dónde va su realidad (¿cuáles son los miedos?, ¿cuáles son las aspiraciones?). Honestamente. No estamos en momentos de imponer agendas ni apurar síntesis. Si no logramos tener un mínimo de simpatía por aquellos que no nos quieren ni ver, en 2034 estaremos hablando, probablemente, en otros términos. Estaremos uniéndonos por el espanto. Habremos claudicado en la tarea de defender la política y el debate político con honestidad intelectual y humildad.

Camila Zeballos es licenciada en Ciencia Política.