A pesar de que hasta este momento estuvo ausente en la campaña de las elecciones internas, las propuestas sobre la forma en que las políticas públicas gestionarán las consecuencias generadas en el llamado “pasado reciente” finalmente se hizo presente en uno de sus efectos colaterales: el revisionismo.

Irrumpió en dos hechos, uno previsible y otro desconcertante, que ocurren en la región: el retroceso radical que en el campo de los derechos humanos provoca la política devastadora del actual gobierno argentino; y la prohibición del gobierno de Lula da Silva de los actos oficiales en los que se iba a conmemorar el golpe de Estado que en 1964 derrocó al presidente João Goulart.

Mientras tanto, aquí se instaló a partir de un proyecto de ley en el que una legisladora del Frente Amplio pretende “sancionar el negacionismo del terrorismo de Estado”. Es una iniciativa con la que no estamos de acuerdo y sobre la que, en varios ámbitos de esa fuerza política, hemos planteado las razones de principios de ese desacuerdo.

En la consideración de este asunto no dejamos de tener presente que nos encontramos frente a un efecto colateral de las múltiples ilegalidades del Estado dictatorial, es decir, de las conductas claramente merecedoras de la sanción penal que fueron perpetradas por funcionarios estatales, y con la cobertura institucional de los órganos a los que pertenecían, para eliminar la disidencia política. Dicho de otra manera, nos referimos a las que aplicaban diversos dispositivos represivos de tipo autoritario contra quienes opinaban distinto.

Desde hace muchos años hemos bregado para que eso fuera establecido y reconocido por el Estado a través del sistema judicial en las diversas sentencias en las que se procesó o condenó a más de un centenar de violadores de los derechos humanos.

No es aceptable, en el marco de una política de defensa de los derechos humanos, instalar un dispositivo represivo y autoritario contra quienes opinan distinto.

En esos años aprendimos muchas cosas. Entre ellas, que el “Estado” es un concepto, una construcción teórica, y que son los gobiernos, los agentes estatales, los que pueden perpetrar actos calificados como delitos contra los ciudadanos. También aprendimos que, nos guste o no, no existe en nuestro ordenamiento jurídico un “tipo penal” que se denomine “terrorismo de Estado” y que, en ese marco, debemos acotar el concepto de “Estado” a la denominación que reciben las instituciones políticas del país. Es decir, el conjunto de organizaciones de gobierno.

Aprendimos también que en el escenario en que desarrollamos la lucha en defensa de los derechos humanos, a veces aun a nuestro pesar, debemos evaluar la especial característica de la acción terrorista estatal de la dictadura, que comúnmente denominamos “terrorismo de Estado”. Ese dispositivo represivo, en primera instancia, tiene como objetivo la destrucción de lo que catalogan como el “enemigo interno”, asesinándolo, desapareciéndolo, torturándolo y privándolo de su libertad. Y, al mismo tiempo, desarrollar una acción imprecisa y generalizada sobre otros destinatarios innominados: la población en general. El efecto generalizado de ese dispositivo represivo es el que lo hace doblemente eficaz. De esos dos elementos represivos, el primero tiene “tipos penales” en el derecho penal que les son aplicables a sus autores. Dicho de otra manera, tienen cobertura nacional e internacional a través de la legislación interna y la establecida en los tratados, las convenciones, en tanto delitos de lesa humanidad. Sin embargo, el terrorismo de Estado no ha sido considerado particularmente como tal, como una conducta reprochable penalmente.

Por lo expuesto, al margen de otras consideraciones, tanto políticas como jurídicas, consideramos altamente cuestionable para la izquierda propiciar mediante la penalización la libertad de expresión. No es aceptable, en el marco de una política de defensa de los derechos humanos, instalar un dispositivo represivo y autoritario contra quienes opinan distinto.

Una reflexión final, que no es el resultado de la lucha por la justicia, sino que la debe orientar: las conductas que en una sociedad son catalogadas como “delito” suelen ser casi siempre, en mayor o menor medida, el resultado de una valoración ética de la conducta humana. De ahí que sea cardinal la consideración de los criterios éticos que orienten nuestras determinaciones. Quienes padecimos las consecuencias del poder del autoritarismo estatal debemos evaluar siempre lo altamente peligroso que puede ser para la libertad ciudadana otorgarle más poder punitivo al Estado.

Raúl Olivera es coordinador ejecutivo del Observatorio Luz Ibarburu.