Pensar el presente se ha vuelto una tarea demasiado cuesta arriba. Los elementos que suelen dar fundamento y previsibilidad mutan a una velocidad inusitada y se vuelven inasibles y esquivos.
El nuevo orden global no es más que una nueva etapa del capitalismo que ha ido abandonando los rasgos industriales que marcaron su esplendor, cediendo su lugar a la financiarización, no sólo de la economía sino de la vida entera. Esta nueva versión del capitalismo ha reforzado las desigualdades matrizadas por los clivajes clásicos y ha trastocado las relaciones, los vínculos y las afectividades, produciendo subjetividades de nuevo tipo.
El capital financiero, estrella de ese nuevo orden global, ya no busca solamente reproducir las tasas de ganancias en el campo económico, sino que sus ganancias las espera también del terreno cultural, a través de la construcción de un sentido común que le sea propicio.
Las transformaciones en el modelo de acumulación del capital explotan en la cara del sistema de representación política, en la participación del demos, en la capacidad de los sistemas de partidos de metabolizar el malestar y el descontento de quienes nunca se sienten parte.
La pérdida de la centralidad del trabajo productivo para la acumulación capitalista deja a miles de trabajadores y trabajadoras a la deriva, sin una cartografía que les permita ubicar a sus oponentes, sin rumbo y sin arena de disputa. En el mundo laboral, la descomposición de los núcleos productivos a gran escala y situados colaboran con los procesos de desafección de los movimientos sindicales. Las nuevas formas de organización del trabajo desamparan a su mano de obra en pos de la autonomía y el autocuidado. Mientras tanto, enormes contingentes de desamparados darían sus vidas por sentir, por lo menos, ese desasosiego.
El capital odia a todo el mundo, dice Maurizio Lazzarato. Nos odia porque ya no le alcanza el plusvalor de la producción, ahora viene por nuestras vidas enteras y nos hace fantasear que ese activo financiero es de nuestra propiedad. Así es como creemos que “somos nuestros propios jefes”, “manejamos nuestro destino”, “no nos manda ni explota nadie”, “somos nuestra empresa”, “no le debemos nada a nadie porque todo es producto de mi exclusiva capacidad y sacrificio”.
La histórica lucha por los derechos individuales, los movimientos por la identidad y el reconocimiento de las diferencias fueron bandera sagrada para los liberales en los tiempos de la modernidad; hoy ese capital normativo y cultural se viste con otros ropajes. Los procesos de individuación –aun con todos los derechos que restan por conquistarse– mutaron en un individualismo lacerante y excluyente.
La pérdida de la dimensión de la alteridad también tiene su expresión en la construcción de los liderazgos políticos partidarios, incluso en las organizaciones sociales. Hace ya tiempo que la variable instrumental de la ganancia avanza en colonizar la vida política: la expresión más flagrante es que todos los tiempos son tiempos impregnados de lógica electoral. Pero la crisis de los espacios de socialización tradicionales excede con mucho lo político. El mundo virtual que atizó la pandemia ha transformado la organización de los vínculos y las formas de definirlos. Las transformaciones en la subjetividad nos vuelven paradójicamente “sintientes sin sentido”. Claramente, esto va más allá de lo que le pase o sienta cada quien en su propia individualidad, esto es una definición de rasgo común de época que es correspondido por un sentido común, también de época.
La pérdida de la dimensión de la alteridad también tiene su expresión en la construcción de los liderazgos políticos partidarios, incluso en las organizaciones sociales.
El activo financiero que es la vida es expropiado por la dinámica del sistema. Mientras exprimimos el día, quedando 24/7 a disposición, “la máquina” extrae de nuestra dádiva toda la energía para seguir reproduciéndose. Los cuerpos están a disposición, estrangulados entre las narrativas emancipadoras y los modelos estereotipados del mercado y del rendimiento. No hay respiro. No hay espacio para la demora, mucho menos para la contemplación, como advierte Byung-Chul Han. Los cuerpos se volvieron a medievalizar y son propiedad de los pocos que acumulan sin parar.
En este caldo de cultivo las visiones más reaccionarias y violentas del otro se condensan en los partidos de derecha. La nuevas derechas aterrizaron en terrenos heterogéneos, pero sus planes, dispositivos y movimientos tácticos son casi idénticos en gran parte del planeta. Por contraste, esa armonía está lejos de lograrla la parte del mundo que resiste, que se opone a los embates de la maquinaria infernal, más bien al contrario, el capitalismo ha reforzado incluso las líneas de fuga y los “mecanismos de soportabilidad”, como los denomina Adrián Scribano. El refugio hacia lo propio no es una opción zen, sino la morada de la autoculpabilidad, la frustración y una engañosa fantasía de que “todas las personas hacemos lo que queremos”. En un mundo en que la ganancia es la organizadora de la vida y de los afectos, la cantidad de personas que siempre pierde es cada vez mayor.
¿Para qué deberíamos hacer el minucioso relato de tanta desgracia y tanta falta de horizonte? En principio porque, como dice Nancy Fraser, es imposible pensar en construir una “contrahegemonía” si no entendemos el terreno que pisamos.
No es tan difícil ver cómo este diagnóstico en apariencia lejano se materializa en realidades concretas y cercanas. Tuvimos, no hace mucho tiempo, el gobierno destemplado de Donald Trump al frente de una de las mayores potencias mundiales. Tuvimos aún más cerca la ignominia de Bolsonaro, y ahora, todavía más cerca, casi en el living de casa, tenemos a Javier Milei.
El gobierno de Milei sigue al dedillo toda la receta ultraconservadora, violenta, irracional, espasmódica e impredecible, propia de los fervientes representantes del “capitalismo caníbal”, al decir de Fraser. Nada les alcanza: ni hambrear, ni excluir, ni desamparar; son portadores de una amoralidad de la que suelen jactarse. Son bizarramente maltratadores y están convencidos de que son los mejores intérpretes de la época. Y posiblemente lo sean.
¿Qué podemos hacer entonces los millones de personas que contamos con el privilegio de reservar algunas energías para resistir y construir y que estamos convencidos de que esta máquina no hará más que devorarnos a los más, expoliarnos hasta dejarnos inertes e inermes? Aunque haya a quienes no les guste, por ser una palabra cargada de religiosidad, la tarea se parece bastante a construir esperanza. Como dijo Paulo Freire, esperanza no de espera, sino del verbo “esperanzar”.
Necesitamos religarnos, reorganizar los lazos, reconocernos, construir sentido a partir del otro, del próximo y del ajeno. Necesitamos dar lugar a las pérdidas y a la negatividad como antídoto a tanta positividad inoculada. Necesitamos ocupar los espacios de lo colectivo; necesitamos incomodarnos. Necesitamos desburocratizar las formas afectivas, imaginarnos otra posibilidad que no sea solamente administrar mejor las formas neoliberales de vida y convivencia. Necesitamos reconocer los privilegios de los ricos, los hombres, los blancos y los heterosexuales para levantar por los aires las moradas de la explotación y el sometimiento. Necesitamos defender con uñas y dientes a los muertos y a las muertas para que no reescriban sobre sus cadáveres una versión negacionista de la historia. El límite no es ni han sido nunca los cuerpos; el límite son las almas.
Angélica Vitale Parra es socióloga.