Hay muchas formas de silencio, porque el silencio nunca es algo puro sino una relación, una interrupción aplicada a todas las formas posibles de lo sonoro. Inmersos en el extenso rango de lo que podemos oír, nuestras necesidades y urgencias resultan tanto o más importantes que un hecho material o su interrupción a la hora de hacer una necesaria selección. Por ejemplo, hay falsos silencios del mundo natural, maravillas desestimadas por quienes escapan un día fuera de la ciudad. Hay silencios metafísicos cuando miramos el cielo una noche y sabemos —lo sentimos— que lo que corresponde mejor a nuestra escala humana es no registrar cada inmerecida onda sonora producida en ese instante.

Hubo silencios masivos, durante la dictadura, que se amasaron con el miedo de escuchar y hubo luego otros silencios correspondientes porque dejaban en evidencia la cobardía sentida.

El silencio es el acto por el cual se separa el ruido de lo que importa escuchar y por tanto, acto capaz de inaugurar una nueva escucha o retomar una ya olvidada. Como en la música, donde ningún orden de notas se sostiene si ellas no se silenciaran en algún momento, el sentido del mundo deviene inexorablemente de una extraña mezcla de lo que materialmente ocurre y deja de ocurrir, y lo que somos capaces de sentir y de interrumpir. A veces, algo que en un momento pudiera ser un sonido evidente, en otro podría necesitarse mucha valentía para oírlo.

20 de mayo. Una multitud marcha en silencio... pero llena la calle de roces, zapatos, murmullos y bocinas a lo lejos. Sin embargo, sabemos bien que nada de eso omite ese gran silencio que remite a nuestros muertos y desaparecidos durante la dictadura. A la interrupción de sus vidas. Llevamos décadas de ese silencio entre nosotros, en nuestras casas, en nuestras mesas, en nuestras camas, en nuestras reuniones, en nuestras militancias. Pero al marchar lo negamos, dando lugar a un diálogo histórico interrumpido con nosotros, hoy.

Pero nosotros ¿acaso cada 20 de mayo guardamos silencio porque no tenemos nada que agregar? ¿Cómo no sería una brutal interrupción a sus palabras, por ejemplo, decirles que con mucha más desigualdad, violencia y muerte evitable sobre el planeta, renunciamos a construir un camino de justicia universal? ¿Cómo explicarles que la dictadura primero, y el neoliberalismo después, nos han dejado mudos? ¿Cómo hacerles entender que hemos amamantado a nuestros hijos con la leche del miedo a repetir el horror? ¿Cómo argumentar que este ya es otro mundo porque usamos otros aparatos? ¿Cómo explicar que sus palabras cayeron en desuso cuando las que vinieron a sustituirlas en nada ayudan a los más pobres?

A fin de cuentas, queremos escucharlos pero también queremos hablarles, consolarles, llorarlos como compañeras y compañeros, no como partícipes de una absurda quijotada. Ellos no son ellos solamente, sino una parte de nosotros que vive en el pasado.

Ellos no están más y nosotros, apenas sobrevivientes, marchamos en un cortejo fúnebre cediéndoles la palabra. La memoria tiene la fuerza correspondiente a la suma de voluntades que la provocan.

Cada 20 de mayo, como en cada auténtico recuerdo de una fecha importante, hay también otro silencio, otra interrupción. Silenciamos el mero devenir de los acontecimientos, la novedad y el eterno presente para instalar un retorno y una repetición: cada 20 de mayo es otro y es el mismo. Los muertos que quisieron matar aún siguen vivos. El pasado vuelve siempre tan inmenso como la colección de sonidos del mundo, como imposible tarea historiográfica, porque todo depende de lo que escuchamos y lo que silenciamos.

Ellos no están más y nosotros, apenas sobrevivientes, marchamos en un cortejo fúnebre cediéndoles la palabra. La memoria tiene la fuerza correspondiente a la suma de voluntades que la provocan. Como somos multitud ellos se pronuncian fuerte, hablándonos de lo que querían, de por qué luchaban. Nos cuentan también por qué hubo —a pesar de todos los tormentos imaginables— quienes guardaron silencio. Y tal vez sea ese particular silencio el más profundo, raro antes pero aún más raro hoy, bajo el imperio de la medianería, el cálculo de lo posible y el miedo a transgredir que profesamos. Dar la vida hoy resultaría algo anacrónico, sin sentido si no fuera por cosas como esta marcha: si un pueblo inmenso está dispuesto a celebrar y a no olvidar, hay pruebas irrefutables de la vigencia de su entrega.

Y es mientras ellos hablan (y porque ellos pueden por fin hablar) que volvemos a escuchar palabras como capitalismo, revolución, oligarquías, propiedad, clases sociales, explotación, mientras todas las demás palabras de la actual política se transforman en algo muy parecido al ruido.

En realidad lo que nos ocurre es que nos sabemos (o nos creemos) incapaces de ser arrastrados hasta la muerte por una gran verdad, pero por otro lado, intuimos —con ellos— que no abrazar verdades que nos trascienden individualmente, no produce una vida mejor sino algo muy parecido al peor de los silencios.

Gracias compañeras y compañeros. Les diremos, otra vez, presente.