En los últimos tiempos, tanto en la región como en el mundo, se han incrementado las discusiones sobre seguridad pública y las estrategias de políticas públicas para enfrentar este problema. Y si bien ha sido estudiada la multicausalidad del fenómeno delictivo, las discusiones y soluciones se siguen centrando en dimensiones concretas, que apuntan a asociar cierto perfil de sujetos sociales con determinados hechos, buscando dar a la criminalidad y su complejidad como fenómeno social una explicación más simple. En consecuencia, se tiende a agrupar y asociar ciertos sectores específicos de la población a prácticas delictivas –lo que hace que en el imaginario público cualquiera que cumpla con esas marcas identitarias pueda ser rotulado como delincuente–, alimentando a su vez un consenso social de respuesta punitiva y encarcelamiento sobre cierto grupo social que comparte rasgos comunes (estigmatización).

En las últimas décadas, hemos asistido en la región, y particularmente en nuestro país, a un aumento sostenido de personas privadas de libertad por el creciente uso de la prisión como medida de respuesta. Según datos oficiales, Uruguay está en el puesto 12 de 222 países del mundo en materia de encarcelamiento, con una tasa de 428 cada 100.000 habitantes, según el informe del Comisionado Parlamentario Penitenciario de 2022. Si bien la población es mayoritariamente masculina (92%), hay un número creciente de mujeres acompañadas por unos 50 niños junto a sus madres encarceladas, y además unos 1.500 menores extramuros cuyos padres se encuentran en prisión y que, de una u otra forma, transcurren su proceso de desarrollo y crianza alejados de ellos. Estos elementos inciden directa e indirectamente en las trayectorias de vida de niños, niñas y adolescentes, que transcurren en condiciones inadecuadas sus procesos de crianza, con carencias y situaciones de vulnerabilidad, deserción escolar, trabajo infantil, situaciones de sufrimiento en salud física y mental, violencia y vinculación con el delito y la criminalidad.

Un recorrido histórico sobre las políticas públicas y la gestión del delito y el encierro nos muestra que estos siempre han tenido cierta naturaleza androgénica, probablemente a consecuencia del protagonismo numérico masculino que lo caracteriza, pero quizás también como producto de la construcción de una realidad de reglas sociales de poder y subordinación femenina a lo largo de la historia.

Es en este escenario de aumento constante de personas privadas de libertad, que continúan desbordando las capacidades de las unidades penitenciarias de nuestro país, que el número de mujeres en reclusión –en su mayoría por delitos vinculados a drogas– ha aumentado más que en hombres, un fenómeno mundial y del que nuestro país no es ajeno. En los últimos cuatro años, la población carcelaria femenina ha crecido a un ritmo tres veces mayor que la masculina. De julio de 2020 –cuando se promulgó la ley de urgente consideración–, a marzo de 2024, el número de privados de libertad pasó de 12.398 (701 mujeres) a 15.650 (1.240 mujeres). Si bien el incremento total de personas privadas de libertad fue de 26%, el de varones representó 23% y el de mujeres, 77%. Según datos del Comisionado Parlamentario de 2022, el 74% de los delitos de mujeres tratan de micronarcomenudeo, con riesgo bajo de peligrosidad y reincidencia, poniendo en evidencia que este tipo de delito se constituye en ellas como un medio de supervivencia, en un grupo signado por trayectos de vulnerabilidad social, abandono, exclusión, pobreza y rupturas sociofamiliares, con escasas herramientas de integración ciudadana. Los hijos a cargo transitan estas situaciones junto a ellas.

El ejercicio de una buena política pública que enfrente estos escenarios de pobreza y exclusión, que son los que caracterizan las vidas de la mayoría de las personas privadas de libertad egresadas, debe estar dirigido a acciones focalizadas y a empoderar a las jefas de hogar junto a sus familias para generar, mientras son perceptoras de transferencias monetarias, las oportunidades y los incentivos necesarios para que puedan ser capaces de generar sus propios ingresos. Estos mecanismos han comenzado a ser abordados recientemente por el Ministerio de Desarrollo Social (Mides): la instalación de una oficina territorial en la Unidad 4 (ex Comcar) da la pauta del necesario ingreso del Estado a la cárcel, con acciones que permitan evitar los círculos de reincidencia, o como menciona Ciapessoni (2019), “la puerta giratoria de la cárcel y la situación de calle”. La respuesta punitiva de privación de libertad y los cada vez más limitados recursos que tiene el sistema tanto para un tránsito enfocado a la rehabilitación como para la gestión adecuada del egreso, determinan que el 40% de las personas liberadas que salen a vivir en las calles regresan a la cárcel entre seis y nueve meses después, retroalimentando la exclusión social y potenciada por un bajo nivel de formación para conseguir un empleo, problemas de salud mental, consumo problemático de sustancias y escaso apoyo familiar.

Numerosos trabajos académicos llegan a un consenso sobre la importancia de la etapa de cero a tres años en la vida de los niños y cómo, cuando los procesos de crianza se desarrollan en ambientes con afecto, comprensión, cuidado y estimulación, permiten la formación de redes neuronales saludables, que redundarán en mejores posibilidades de crecer de forma saludable y con posibilidades de desarrollar plenamente sus capacidades de pensamiento, verbales, emocionales, y sus aptitudes sociales. Unicef recoge en la frase “1.000 días para toda la vida, un mejor futuro nace en la primera infancia” la importancia de estos aspectos, que tienen una base fisiológica definida: al nacer, 100.000 millones de neuronas se encuentran en nuestro cerebro sin interconexiones específicas (denominadas sinapsis), y comienzan a conectarse en esos primeros 1.000 días, a razón de miles de veces por segundo. Pero hay algo más, y es que esas conexiones son sensible-dependientes, es decir, que se encuentran “expectantes” a las experiencias del entorno, por lo que los agentes ambientales adversos y el estrés crónico pueden condicionar el logro de un potencial neuronal suficiente en el futuro. Mucho se menciona de lo negativo que tiene el estrés, pero debemos hacer de él una diferenciación importante: el denominado “estrés positivo”, que son las respuestas adaptativas fisiológicas a estímulos moderados, controlados y de corta duración, son importantes y necesarios para lograr adaptaciones saludables al entorno. Esto es muy diferente al estrés crónico, es decir, a una exposición fuerte, constante y tóxica, acompañada además de poco cuidado que permita cierta amortiguación protectora. Lo determina la conformación de redes neuronales débiles, que definirán déficits en los aspectos cognitivos futuros y de la capacidad de adaptarse a la adversidad de forma exitosa, siendo esta base biológica de la resiliencia la que está asociada a una mayor conectividad de las áreas corticales de nuestro cerebro.

Resulta crucial implantar una modalidad de transferencia monetaria que contribuya a la reincorporación de las mujeres liberadas.

Y si, además, a este proceso le agregamos factores adversos desde antes del nacimiento, el terreno es aún de mayor dificultad. La epigenética, que estudia los cambios que activan o inactivan genes sin modificar las secuencias del ADN, nos muestra cómo operan durante este período y pone en evidencia cómo los factores adversos del embarazo condicionan, además de la posibilidad de desarrollo de enfermedades crónicas en la etapa adulta, la conformación de una estructura cerebral primaria deficitaria, esa que mencionamos previamente y que tendría aún más dificultades para lograr el desarrollo de redes neuronales saludables1. Por tanto, todos estos factores del entorno, tanto del embarazo como de los mencionados “primeros 1.000 días”, tendrán influencia en la evolución embriológica y de la niñez, además de condicionar aspectos como el desarrollo cognitivo y el aprendizaje, pudiendo determinar a futuro menor rendimiento escolar, aumento de las conductas disruptivas y violentas, y mayores chances de episodios de consumo problemático de difícil rehabilitación.

Consideramos importante la iniciativa del Mides de asistir a personas egresadas del sistema penitenciario (aun cuando los recursos son absolutamente insuficientes), pero se prosigue con una política androcéntrica: por el número mayoritario, se prioriza a los hombres y se continúa dejando de lado las mujeres –principalmente las mujeres con hijos–. Estas iniciativas redundarían en un beneficio para ellas, pero principalmente para los niños que están con ellas privados de libertad. Sabemos que nuestras cárceles están mayormente pobladas por personas jóvenes, pobres, con escaso nivel académico y con pocas habilidades laborales. Si bien las limitadas políticas públicas asumidas e implementadas por el Mides refieren en buena medida –aunque no exclusivamente– a la protección social y a las estrategias de superación de la pobreza y la vulnerabilidad socioeconómica, las acciones deberían incluir, para poder obtener impactos relevantes en el bienestar, integración y reducción de la brecha de desigualdad, el diseño y ejecución de políticas públicas integrales y articuladas con vivienda, educación, salud, seguridad social y aquellas de carácter sociolaboral, pero principalmente focalizadas a una efectiva desvinculación de los círculos delictivos.

Aun así, creemos que hay algo más que se debería considerar, y es que esa política focalizada lo sea además sin perder la visión de género. Las experiencias nos muestran que, en relación con el mundo delictivo, las mujeres, por ser las menos en número, son las que quedan relegadas en las decisiones.

Resulta urgente desplegar estrategias de reintegración social de las mujeres privadas de libertad, a cuyos efectos existen diversos dispositivos y políticas públicas que necesitan ser reforzados con incentivos específicos y articulados transversalmente. Las opciones de inserción laboral y de obtener ingresos económicos son menguadas por las limitaciones derivadas de la connotación de “ex presas”, lo que influye decisivamente en las posibilidades de brindar todos los cuidados necesarios a los niños, niñas y adolescentes a su cargo. Además, muchas de ellas, frente a estas situaciones, utilizan el mecanismo del microtráfico como forma de supervivencia recayendo en las redes delictivas. Atendiendo a esta problemática específica, resulta crucial implantar una modalidad de transferencia monetaria que contribuya a la reincorporación de las mujeres liberadas, de modo que favorezca significativamente una plena rehabilitación desde los propios centros carcelarios. Se entiende que dicha transferencia se constituiría en un estímulo para transitar por programas sociales afincados en diferentes instituciones públicas y, consecuentemente, contribuir a la disminución de los delitos y la reincidencia.

Nuestra idea fundamental reposa en la integralidad de las intervenciones tendientes a generar las condiciones de reinserción (económicas, sociales e institucionales) a la comunidad para las ciudadanas que obtuvieron su libertad, así como para aquellas próximas a obtenerla. Asimismo, una estrategia eficaz debería asentarse en el criterio de progresividad, en el entendido de que las egresadas de los centros de reclusión necesitan transitar por un proceso gradual, de modo que puedan apropiarse de los recursos indispensables para su vida plena y activa en la sociedad y evitar la reincidencia en el delito.

Las mujeres jefas de hogar asumen, en los hechos, un conjunto de responsabilidades relativas al cuidado de los niños, niñas y adolescentes que implican dedicación del tiempo necesario, así como contar con recursos materiales o económicos indispensables. Además, en muchos casos el Estado entra en contacto con las mujeres en el momento de la ocurrencia de las situaciones judiciales, y está ausente durante toda la historia previa y desconoce sus necesidades específicas. En esta dirección, el acompañamiento psicosocial es necesario, tanto como la provisión de recursos monetarios, al menos en las primeras etapas de aquel tránsito. El otorgamiento de un ingreso monetario permitiría que las mujeres tuvieran un resguardo básico para cubrir sus necesidades de alimentación y movilidad, además de la de sus niños, niñas y adolescentes a cargo, en tanto transitan por un proceso de reinserción social.

Entre los principales componentes de un plan de reinserción social se podrían destacar: a) programas de rehabilitación en el consumo de sustancias psicoactivas (Junta Nacional de Drogas, Mides, Instituto Nacional de la Juventud –INJU–); b) programas de capacitación y reinserción laboral (Mides, Ministerio de Educación y Cultura, Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional, Instituto Nacional del Cooperativismo); c) sostenimiento psicosocial, de salud y cuidado familiar (Mides, Ministerio de Salud Pública, Dirección Nacional de Apoyo al Liberado). Independientemente del tipo de delitos cometidos, la convicción de la intención y disposición de las mujeres (liberadas o en el último tramo del cumplimiento de la pena), a su reintegración a la sociedad, es el sustento moral de la rehabilitación. En otras palabras, se parte del principio de la buena fe y genuina voluntad de aquellas ciudadanas que por diferentes razones y circunstancias hubieren cometido delitos y manifestado su deseo de restablecer relaciones de convivencia saludable con la comunidad. Sin lugar a dudas, el Estado debe asumir su responsabilidad política como garante del bienestar, aportando opciones urgentes e imprescindibles.

Christian Mirza es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República (Udelar). José Luis Priore es magíster en Políticas Públicas de Infancia por la Udelar, docente e investigador.


  1. Impacto de la epigenética y déficit nutricional materno sobre el desarrollo neurocognitivo infantil y su inclusión social. Actividad del Colegio Médico del Uruguay. 25 de octubre de 2023.