En la escuela también aprendí sobre mi género. Tal vez haya sido por herencia o porque algún dato de mi cédula al momento de la inscripción les haya trasladado en aquel entonces la responsabilidad de llamarme mujer. Tal vez haya sido el famoso M o F o mi nombre y luego la disciplina de obedecer esa ficción de forma excluyentemente binaria, con un deseo y valor dirigidos unívocamente a satisfacer a un varón cis. Claro, en la escuela también aprendí a ser heterosexual. Siempre me preguntaron si tenía novio, nunca si tenía novia o novie, o si eran más de una persona las que me gustaban o si no me gustaba nadie en absoluto. En mis cuadernos viajeros nunca se dirigían a mi padre, siempre a mi madre. Nunca cuando pasaron la lista me preguntaron con qué pronombre podían dirigirse a mí.

Todas las lecturas siempre se narraban en genérico masculino, pocas veces leí a mujeres y nunca a personas no binarias. En mi clase las personas invitadas nunca fueron trans, tortas, trolos, intersex o pansexuales. En las obras de teatro siempre fui princesa o madre, el pericón lo bailé siempre con un varón, siempre cis. Salteo la clase de biología y de educación física y la división binaria y cisexista de los baños, donde era evidente lo que nos iba a asegurar la supervivencia una vez logrado el acceso. En la escuela nunca me preguntaron nada respecto a cómo esto me hacía sentir, tampoco en el liceo, tampoco en la universidad, nunca evaluaron sus consecuencias, nunca discutimos sobre su carácter político.

En Uruguay la tradición vareliana viral se basa en una distinción fundante por la cual el conocimiento académico está escindido de lo político y a la escuela se le adjudica responsabilidad exclusivamente sobre lo primero, entendiendo que lo segundo corresponde al ámbito privado.

Lo que considero también un problema radica en la ingenuidad con la que esas pedagogías binarias, patriarcales, heterosexuales y cisgénero son abrazadas por “heterosexistas bienintencionados cuyo único crimen es estar desinformados sobre el asunto” (Rita Segato en Rocha, 2015. p. 51).

La Ley General de Educación aprobada en 2008 establece a esta como un derecho fundamental, reconociendo su goce y ejercicio como un bien público y social de todas las personas. Su artículo 8 establece además al Estado como el que debe garantizar “los derechos de aquellos colectivos minoritarios o en especial situación de vulnerabilidad, con el fin de asegurar la igualdad de oportunidades en el pleno ejercicio del derecho a la educación y su efectiva inclusión social”. Sin embargo, el último censo nacional de personas trans realizado por el Ministerio de Desarrollo Social en 2016 nos muestra que más de la mitad (55%) de las personas trans tuvo que dejar el sistema educativo antes de los 18 años, siendo los 14 años el promedio de edad de exclusión. El mismo estudio muestra que tres de cada cuatro personas trans (75%) dijeron haber sido discriminadas por sus compañeros y compañeras de escuela y 72% en el liceo. El censo también identificó un alto nivel de discriminación proveniente de las y los profesores: 20% en promedio.

Una encuesta nacional de clima escolar específica para estudiantes LGBT+ en Uruguay, coordinada por Ovejas Negras y la Red de Educación de Gays, Lesbianas y Heterosexuales (GLSEN) (2016), mostró que ocho de cada diez (80,9%) estudiantes LGBT+ reportaron sentirse insegure en el centro educativo. Casi la mitad (49,0%) dijo haber sido acosade verbalmente por su orientación sexual y más de la mitad (63,8%) por su expresión de género. Seis de cada diez (61,3%) afirmaron evitar espacios en el centro educativo por sentirse incómode, siendo los más frecuentes la clase de educación física, los baños y el patio. El 30,4% del total había faltado entre uno y seis días en el último mes por sentirse insegure o incómode. Más de la mitad (54,1%) escuchó siempre o casi siempre comentarios homofóbicos y el 42,6% afirmó que nunca o casi nunca interviene en estas situaciones el personal escolar u otros estudiantes (45,9%).

Rechazo la idea de ser guardiana de la universalidad como condición para sistematizar el aprendizaje. Quiero imaginar una práctica educativa que valore la diferencia y sea capaz de enriquecerse a partir de ella.

Está claro que los vínculos en los espacios educativos tienen muchas asimetrías de poder fundantes. Una se articula sobre el adultocentrismo como organizador de las relaciones de aprendizaje: las personas adultas son las que saben y la juventud es reducida a su condición de objeto de pedagogía y control. ¿Quién habla en el aula? ¿Cómo? ¿Quiénes escuchan? ¿Por qué?

Pero la docencia puede ser otra cosa. Rechazo la idea de ser guardiana de la universalidad como condición para sistematizar el aprendizaje. Quiero imaginar una práctica educativa que valore la diferencia y sea capaz de enriquecerse a partir de ella. Que deje de ver a les estudiantes como un territorio de conquista para perpetuar el privilegio del ego. Una educación feminista, popular, cuir1 y crítica que trabaje con la incertidumbre y también con las certezas, que reconozca el valor de otras voces, que trabaje para la construcción de otros vínculos, que facilite la búsqueda por cambiar aquello que no favorezca el ejercicio de los derechos de las personas. Una educación capaz de generar oportunidades para que las personas puedan autopercibirse activas en la construcción de un lugar más justo y no solamente como quienes reciben aspectos dados o ven los problemas como naturales.

Y entiendo que esto no es inexorablemente utópico, romántico o inalcanzable, sino que el compromiso con la crítica y el conocimiento que nos permita diseñar alternativas frente a lo que no nos parece justo habla de pensar en la educación como proyecto político y en la indignación como sentimiento necesario para la denuncia y también para la creación de alternativas que dialoguen en un territorio de disputa, sorpresa y exploración.

Hay un principio que reconozco como organizador y es la vulnerabilidad compartida, nuestra codependencia. Creo que desde ahí es posible imaginar la otredad como lugar válido. Acompañar en la incomodidad e ir a buscar desde ahí, colectiva y afectivamente, las herramientas que sean necesarias para abordar los desafíos.

Maite Lacava es magíster en estudios LGBTIQ+ y diplomada en género y políticas públicas.

Referencias

  • Bello Ramírez, A (2018). “Hacia una transpedagogía: reflexiones educativas para incomodar, sanar y construir comunidad”. Debate Feminista, 55, 104-128. Carrera.
  • Fernández, M (2013). “Educando queer: el educador/a social como agente de subversión de género en la escuela”. Revista Iberoamericana de Educación.
  • Elizalde, S (2009). “Normalizar ante todo. Ideologías prácticas sobre la identidad sexual y de género de los/as jóvenes en la dinámica de las instituciones orientadas a la juventud”. Revista Argentina de Estudios de Juventud, 1(1).
  • Rocha, C (2014). “Educación y personas trans en Uruguay: insumos para repensar las políticas públicas”. En Gainza, P, De silencios y otras violencias. Políticas públicas, regulaciones discriminatorias y diversidad sexual, pp. 40-90, Mides.
  • Sánchez Sáinz, M y Trujillo Barbadillo, S (2019). Diversidad sexual e identidad y expresión de género en el ámbito educativo. Formación del profesorado infantil, primaria y secundaria. Federación de Enseñanza de CCOO.
  • Schenck, M (2014). “Sacando la violencia heteronormativa del armario: docentes LGB y discriminación”. En Gainza, P, De silencios y otras violencias. Políticas públicas, regulaciones discriminatorias y diversidad sexual, pp. 91-120, Mides.

  1. Por cuir me refiero a una posición política crítica ante el sistema y todos los procesos de normalización, esencialización y por tanto exclusión y marginalización que generan las ficciones identitarias. Cuir tendrá el objetivo político de la unión transnacional de la historia de lucha y su reivindicación geopolítica decolonial a la hora de visibilizar lo propio de contextos latinoamericanos. Cuir, como denominativo homólogo castellano y símil fonético a queer, surge en Estados Unidos en los 90 como heredero de una forma de feminismo radical de los 60 y un anticolonialismo chicano y lesbiano latinoamericano. Lo cuir no se define con respecto a la noción médica de homosexualidad del siglo XIX, tampoco se conforma con la reducción a la identidad, ni a un estilo de vida, ni a una lucha reducida al reclamo de derechos.