El pasado 8 de agosto, el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, nos regaló una de sus mejores puestas en escena. Luego de inaugurar un edificio de la UTU en el centro de la ciudad, comenzó una caminata que aparentaba ser en solitario, por la avenida 18 de Julio, desde la calle Paraguay, rumbo a la Casa de Gobierno, en la plaza Independencia, rodeado de un séquito de periodistas, algunos que bromeaban y sonreían con él, y fotógrafos y camarógrafos que corrían delante y que no querían perderse un instante. A su paso se cruzaba con personas que sonreían al verlo, otras que actuaban con indiferencia y algunas que mostraban júbilo por fotografiarse y se encontraban además muy emocionadas. Uno, en particular, lo detuvo para formularle una crítica que fue escuchada atentamente por el primer mandatario.
La caminata fue presentada como un logro supremo del presidente, el siempre acumulador de elogios, cuando en realidad el hecho de que pueda salir solo a caminar de este modo expresa una virtud de la ciudadanía y habla muy bien de la convivencia democrática popular.
Tendré que ocultarme o que huir
Desde el inicio de su gestión, Lacalle Pou ha sido en extremo cuidadoso en cada una de sus apariciones públicas, que sabemos que fueron planificadas y orientadas por especialistas de la comunicación, que son quienes le escriben cada guion. Evitó en cada momento estar a la defensiva y ser cuestionado sorpresivamente. Solamente ante los grandes escándalos le fue inevitable asumir ese lugar que lo expuso, pero no tuvo más remedio. En el caso de la denuncia reciente que involucra a las máximas autoridades del departamento de Artigas, directamente desapareció y no dio ninguna clase de explicaciones, a pesar de que los involucrados eran personas de su sector político más próximo y con los que además tiene vínculos afectivos inocultables. Directamente expresó su incomodidad de hablar sobre el tema y pudo establecer un serio mutismo.
Cada una de sus apariciones públicas fueron mayormente inauguraciones, además de multiplicar su presencia en eventos muy diversos, especialmente en el interior del país. Esas repetidas presencias públicas han funcionado como indiscutidos actos políticos.
Su constante acción inauguradora ha sido su marca registrada y supo llevarla al límite, pues llegó incluso a inaugurar un CAIF, según denunciaron los vecinos del lugar donde ocurrió el hecho, en dos ocasiones distintas. En esos actos habla, opina, critica a la oposición y le echa la culpa de todo, a veces directamente y a veces de manera indirecta, lo que ha sido en general la gimnasia de los principales actores del gobierno. Siempre el personaje central de todo evento es él mismo, siempre esperado por las cámaras, siempre construyendo escenas en las que despierta adoración y fascinación popular. Las escenas son siempre más o menos iguales: fotos, cámaras que corren y lo rodean, selfies con todo el mundo que él mismo toma. Pero nunca son fuera de esos marcos preconstruidos y cuidados por ambientes amigables y con la atmósfera bien controlada.
Otro modo muy importante de sus presentaciones públicas lo constituyen esas especies de conferencias de prensa en las que nunca es importunado y en las que parece sentirse muy a gusto, y puede, con libertad, mostrar su modo más amable y afable. En muy pocas ocasiones fue incomodado por preguntas que lo apartaron de su libreto y en las que debió reprimir algunos impulsos, que quedaron evidenciados en su lenguaje corporal y en su gestualidad.
Hace apenas unas semanas, en medio de varios escándalos que venían sucediéndose, fue abordado por un periodista y se produjo una escena que podemos fijar como disciplinadora para el periodismo. El periodista Leo Sarro se acercó al presidente e intentó preguntarle si estaba afectado por lo que había sucedido recientemente (pretendía hacer referencia a lo que había pasado con el presidente del Directorio del Partido Nacional, Pablo Iturralde, y supuestas presiones ante la fiscal a cargo del caso Penadés). El presidente primero le dijo que antes que todo, debía preguntar: “¿El presidente va a hacer declaraciones?”. Leo Sarro le contestó que no sabía y le dijo que el periodista debe ir siempre por la nota, y Luis lo corrigió y respondió que no, que el periodista siempre pregunta antes. Entonces el periodista corrigió y le preguntó: “¿El presidente va a hacer declaraciones?”. Y Luis, a la pregunta que él mismo se hace formular, sonriendo, remató con un: “No, no voy a hacer declaraciones”. Siguió caminando y lo miró desde un costado junto a otro grupo de personas.
Quedó muy claro para cualquiera que pudo visualizar el diálogo el mensaje que se transmitió: Luis habla de lo que quiere, cuando quiere y como quiere. Continuamente se amparó en presentarse ante la sociedad como alguien que siempre dice la verdad y que nunca se esconde, pero no fue lo que hizo ante los escándalos que se fueron sucediendo, ni lo que pudimos ver en varios de los casos de corrupción más famosos. En ocasiones no dijo nada, desapareció, y en otras sus explicaciones fueron erráticas y simplonas, y no satisficieron a nadie. Parece que olvidamos lo fundamental: él es el primer mandatario y, por lo tanto, el primer responsable.
Ante los casos de corrupción de su gobierno que fueron descubriéndose, ha elegido en distintos momentos el papel de ingenuo decepcionado o el del incauto que fue abusado en su confianza, cuestión que pareció ir agotándose con el pasar de los sucesos que se iban amontonando. El papel de candidez tuvo un límite, y se volvieron materia de burla popular.
En cada uno de los casos pretendió, junto a los suyos, imponer una explicación bastante infantil y difícil de sostener y argumentar, pero que incansablemente repitió: siempre se trató de casos aislados, sin ninguna responsabilidad partidaria. Su partido fue muy solidario con esas explicaciones, evitando toda responsabilidad con las renuncias oportunas y exprés, lo que hizo que los protagonistas ni siquiera debieran soportar juicios éticos pues oportunamente ya no eran parte del partido que debía analizar esas conductas cuestionadas. Sin ese juicio ético, los responsables eran apartados de la escena sin involucrar al Partido Nacional y su estructura: eran simples desviaciones personales. Tampoco esas renuncias significan necesariamente alejamientos permanentes; allí está el caso del intendente de Colonia, conocido por todos.
En todas las explicaciones que justifican las caídas en las encuestas hay alguien que nunca aparece como responsable: Luis, el gran ausente, el que siempre es quitado de la escena de la culpa.
Podrán negar las responsabilidades más amplias, pero para la ciudadanía es difícil no ver un modo de ejercicio del poder del Partido Nacional y sus hombres, principalmente en el interior del país. El pasar de los días trajo una lluvia de denuncias de procederes irregulares que comenzaron a multiplicarse por las diferentes intendencias blancas.
El presidente como tal se encuentra impedido de participar en la actividad política; sin embargo, ha practicado la forma de hacerlo sin hacerlo, que es más o menos lo hecho en todos los casos que hemos mencionado: está pero no está, sabe pero no sabe, no se dio cuenta, pasa solamente a saludar y se va.
Luis siempre ha pretendido estar asociado a la positividad de la fiesta, llevarse los aplausos que recoge en toda celebración e inauguración, los efectos benéficos de la alegría popular ante lo nuevo, obras en las que muchas veces el gobierno actual no ha tenido nada que ver. En esos momentos y lugares, siempre está su presencia.
Al mismo tiempo, encontramos la escena a la inversa: siempre es ayudado a disociarse y desmarcarse de cualquier cosa negativa, de cualquier acontecimiento en el que pueda ser interpelado y cuestionado (por ejemplo, no participó en ninguna actividad vinculada al problema de los desaparecidos), de las que fácilmente se ausenta (siempre muy ayudado, hay que decirlo).
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar
Las últimas encuestas han traído muy malas noticias para su partido y para el candidato que él mismo eligió, que se presenta como su delfín y como el continuador de su obra, alguien que está allí para no hacer sombra al líder, y que en las últimas semanas se desplomó, según han establecido esas mediciones, hasta tal punto que el candidato colorado sacó pecho y afirmó que no se trata de algo nada descabellado poder imponerse y ganar la interna de la coalición, como les ha llamado Andrés Ojeda a las elecciones de octubre.
El desplome ha sido explicado de muchas maneras. Hubo decisiones erráticas del candidato nacionalista, la principal de ellas, el nombramiento de Valeria Ripoll como compañera de fórmula, que debió justificar ante los muchos nacionalistas que no entendieron el lugar dado a la exmilitante comunista y ex secretaria general del sindicato de trabajadores municipales de Montevideo. También los explosivos escándalos en los que se involucraron autoridades del gobierno del más alto nivel, cada uno peor que el otro, y que la tiranía del presente en el que vivimos hace que rápidamente vayan siendo tragados por el olvido. Allí sí que hay para todos los gustos, y el presidente intervino para defender amigos desde el caso Penadés hasta los bochornosos casos de Astesiano y Marset, varios ministros cesados, el caso de Salto Grande y su comisión técnica mixta, que funcionaba como un comité del líder herrerista local, el del presidente del Partido Nacional pretendiendo influir en actores de la Justicia y una larga lista, que si bien van saliendo progresivamente de la primera plana, fueron progresivamente horadando la visión popular de este gobierno, porque la caída de Delgado habla también de que el gobierno es valorado negativamente.
El propio candidato nacionalista y los principales dirigentes de la coalición lo expresan en cada ocasión que pueden: se trata de continuar este gobierno, de establecer un segundo piso de transformaciones, el doble clic. Pero en todas las explicaciones que justifican las caídas en las encuestas hay alguien que nunca aparece como responsable: Luis, el gran ausente, el que siempre es quitado de la escena de la culpa y, sin embargo, debiera ser presentado como el gran responsable del estado de situación del gobierno frente a las elecciones que se avecinan.
Sin embargo, rodeado de encuestas que muestran todo el tiempo niveles siderales de aprobación, se logra desresponsabilizar al presidente del posible desastre electoral que se anuncia. Luis no tiene nada que ver, es protegido de toda oscuridad, de todo problema, asumiendo todos los méritos y todas las alegrías y rechazando las sombras del fracaso que él mismo supo anunciar para el futuro cuando afirmó que la fruta no cae lejos del árbol. Si bien la frase admite algunas interpretaciones diversas, la corrupción del gobierno que encabezó nos trajo reminiscencias del de su padre, al que muchos creen que supera con creces en todo sentido. Nos hizo recordar a todos las vivencias de los años 90, una corrupción que se pretende naturalizar, el uso del Estado para los negocios personales o de los grupos de amigos, y también para favorecer a amigos con los dineros públicos, cargos y horas extras. Situaciones que renovaron la categoría popular que los ha nombrado siempre: los blancos pillos.
A pesar de todo, ningún escándalo parece salpicarlo, se aplica el “yo no fui” y nunca es responsable de nada. Las encuestas, aunque no les guste, parecen estar demostrando que la gente pretende un cambio de gobierno, y eso no es otra cosa que que se termine el proyecto que él encabeza.
Fabricio Vomero es licenciado en Psicología, magíster y doctor en Antropología.