Entre 1973 y 1985 se impone en Uruguay una dictadura civil-militar en la que el Estado comete múltiples actos de terrorismo. En este contexto, secuestran y desaparecen a decenas de uruguayos y uruguayas cuyo paradero, en la mayoría de los casos, es aún desconocido, perpetuando hasta hoy el delito de desaparición forzada. 20 de estas personas detenidas/secuestradas y desaparecidas trabajaban en la educación. Cada 1° de agosto intentamos perpetuar su memoria, recordando la fecha del secuestro del ilustre maestro Julio Castro en 1977, torturado y asesinado por las Fuerzas Armadas pocos días después. Sus restos recién aparecieron y fueron identificados en 2011, a pocos metros de donde se encontraron los de Amelia Sanjurjo, y de los restos encontrados a fines de julio de este año.
Seguramente, como parte de nuestro sentipensar colectivo, esta es información harto conocida para quienes leen el presente artículo. Sin embargo, parece hacerse cada vez más necesario redundar en lo aparentemente obvio, porque aun (y especialmente) lo obvio es un territorio de disputas. Los intentos de apartar de la discusión social las cuestiones del pasado reciente son cada vez más, y desde múltiples frentes. El negacionismo se disfraza de “teoría de los dos demonios”, “necesidad de dar vuelta la página”, o “las nuevas generaciones no se merecen cargar con viejas rencillas”. Estas figuras discursivas no son casuales ni inocentes, sino que responden a un sistema organizado de implantación de opinión pública.
Alfredo Errandonea, en el cuaderno de Marcha de diciembre de 1986, titulaba su artículo “Entre dictadura y dictablanda”, haciendo la previsión de que, pasado el período dictatorial, Uruguay entraría en una estabilidad “inestable”, caracterizada por el tutelaje de la democracia por parte de las Fuerzas Armadas, y con una profundización de las diferencias en la distribución de la riqueza. Mientras que la herramienta del imperialismo capitalista de las décadas del 70 y 80 fue la promoción de dictaduras militares frontalmente cruentas y explícitas, hoy este mecanismo de control de masas parece haber sido sustituido por el empleo de estrategias como las desarrolladas en el manual de Gene Sharp, que propone una serie de pasos para llevar a cabo un “golpe blando”. Muchos países latinoamericanos han sufrido el debilitamiento democrático resultante de estas y otras estrategias, que responden a una época de comunicación masiva y simultánea de narrativas discursivas, de transmisión inmediata y escaso tiempo de reflexión.
Esto no implica que los viejos recursos de imposición autoritaria se hayan extinguido. Recientemente asistíamos con asombro a las noticias de un intento de golpe de Estado en Bolivia, en la clásica forma de levantamiento de algunas fracciones militares. El anacronismo destemplado de este intento es ridículo y aterrorizante en partes iguales. Las demostraciones de autoritarismo militar o policial ante manifestaciones públicas de descontento social tampoco han desaparecido; por el contrario, se presentan incluso amparadas por legislaciones que, bajo la también decimonónica excusa del miedo, imponen un discurso de mano dura con clara intencionalidad política.
Nuestro país, en particular nuestra educación, también ha sufrido en los últimos tiempos estas desafortunadas exhibiciones de autoritarismo remanente. Ejemplo de ello son los desmedidos despliegues policiales ante manifestaciones y ocupaciones protagonizadas por estudiantes adolescentes o muy jóvenes, las decisiones intempestivas y arbitrarias por las que se les despoja de los espacios gremiales, el traslado compulsivo de grupos enteros hacia otras instituciones. También lo es la persecución a docentes, violatoria de su libertad de expresión y de su libertad de cátedra y traducida en entorpecimiento de sus tareas, sucesiones de informes desfavorables, separaciones de cargo, sumarios, aun destituciones. En el sistema educativo, la vigilancia y el control se han instalado como moneda corriente y las arbitrariedades de las autoridades son inapelables.
Aun así, parece ser que la mayor parte de las disputas de poder en esta etapa del siglo XXI se presentan en el plano de la manipulación de la opinión de las masas, con la que se busca estructurar un andamiaje ideológico que sostiene el nuevo orden instituido.
La disputa por la hegemonía
Entre 1929 y 1935 Gramsci desarrolla la idea de la hegemonía como adhesión colectiva a un conjunto de ideas que dan sentido al mundo que nos rodea, tanto en las cuestiones macroscópicas –relaciones de poder y económicas manifestadas en una sociedad en un momento histórico– como en las interacciones más pequeñas, interpersonales y grupales. Esta construcción histórica de superestructura existe gracias a su expresión en el lenguaje. No hay hegemonía si no hay lenguaje y tampoco si no hay ideología. ¿Habrá imaginado Gramsci el poder de la imposición discursiva en la época de las redes de información y los medios masivos de comunicación?
Ernesto Laclau retoma y actualiza algunas ideas del pensador italiano. Llama “hegemonía” al proceso por el cual un conjunto de significados se vuelve dominante y se naturaliza, tornando “obvia” u “evidente” una determinada visión del mundo. Pero esa hegemonía siempre está en riesgo; otras demandas y significados pueden desafiar y reconfigurar la dominación establecida. La construcción de significados se transforma en un terreno de disputa; los actores políticos, sociales y religiosos compiten entre sí para articular y establecer significados que reflejen sus intereses e interpretaciones de la realidad. Esta disputa puede entenderse como una lucha por establecer una visión dominante, que tiene consecuencias en el terreno de lo político y, por tanto, en las políticas públicas.
En distintos momentos y contextos, determinados términos despiertan fuertes discrepancias y son altamente debatidos. Laclau emplea el término “significante vacío” para analizar este fenómeno. Por su naturaleza ambigua y flexible, es un término que puede contener múltiples significados, incluso significados divergentes, opuestos o antagónicos. La ambigüedad de estos significantes posibilita su uso estratégico en contextos discursivos como el político. Aunque potencialmente todas las palabras pueden llegar a ser significantes vacíos, hay algunas como “libertad”, “educación”, “derechos humanos”, “competencias” que tienden con mayor facilidad a transformarse en significantes vacíos y, consecuentemente, en terrenos de disputas discursivas y de ideas.
¿Qué sucede cuando la disputa por los significados no se da sólo respecto a las palabras sino también respecto a la figura de ciertos hombres y mujeres que poseen relevancia para los colectivos sociales?
En tiempos de batallas discursivas, asistimos a un proceso de apropiación de las figuras prototípicas de la historia de la pedagogía en Uruguay.
La esencia desalojada
Hay personas, en la historia de los colectivos sociales, que por sus ideas y sus acciones trascienden su propio tiempo y se transforman, al decir de Caño Guiral, en “prototipos”. Estos prototipos de personas tienen sentido en la combinación entre las ideas que transmiten y representan y las acciones que les identifican. Es así que cualquiera, especialmente en el ámbito de la docencia, podrá reconocer de inmediato el grueso armazón de los lentes del maestro Julio Castro, partidos por las botas de la dictadura. Cualquiera podrá reconocer las formas movedizas de un cuadro de Pedro Figari. A nadie en la educación le resultará desconocida la impronta potente y a la vez comprensiva del entrajado porte de la maestra Reina Reyes. En los tres casos mencionados, aunque se podrían mencionar muchos más, esas figuras están acompañadas de ideas sólidas, bien definidas, explicitadas y claramente conocidas a través de sus propias publicaciones. Sin embargo, en tiempos de batallas discursivas, asistimos a un proceso de apropiación de las figuras prototípicas de la historia de la pedagogía en Uruguay.
En los videos de promoción de la llamada “transformación educativa”,1 o en los propios documentos de fundamentación tales como el Marco Curricular, se muestran, se invocan, o se citan brevemente, grandes hombres y mujeres símbolos prototípicos de la educación en Uruguay. Pero se lo hace en forma no sólo liviana sino contradictoria con el bagaje teórico que este conjunto de pensadores y pensadoras defendieron.
Asumir que el maestro Julio Castro sería parte entusiasta y activa de este proceso de “transformación” es no sólo absurdo, sino violatorio de la propia esencia de todo lo que sabemos de sus ideas y su accionar. Presumir que una breve cita de la maestra Reina Reyes sirve para avalar un concepto de laicidad coercitivo y reduccionista de los derechos humanos es atentar contra la esencia de nuestra querida maestra. Suponer que Figari estaría de acuerdo con un concepto de “aprendizaje por competencias” cercenador del verdadero desarrollo de la integralidad de los y las estudiantes es forzar una filiación política al grado de contradecir irremediablemente la propia esencia del multifacético pensador y artista uruguayo. No hay territorio de disputa posible si se realiza una mínima lectura de las ideas de estos prototipos en educación; el corpus teórico que construyeron no deja demasiado margen a la ambigüedad.
Lo que se realiza entonces es un camino de despojo del sentido: se vacía a estas figuras prototípicas de todo contenido teórico, se las ahueca de sustento conceptual, se desaloja su esencia. Ese es el camino que conduce a una apropiación que busca vestir de gala una “transformación” a todas luces impresentable.
El significante por apropiación
Quisiera incorporar un término particular para referirme a este tipo de conceptos vaciados con el objetivo de la usurpación: el de “significante por apropiación”. Un significante por apropiación, tal como lo propongo como punto de partida para la reflexión, al carecer de polisemia y ambigüedad, no tiene intrínsecamente la tendencia a ser significante vacío. Se lo arrastra al terreno de la disputa discursiva mediante un vaciamiento explícito, una desconexión intencional de su relación previa con el significado, que permite utilizarlo como una mera cáscara, haciendo prevalecer el reconocimiento social y cultural previo por sobre su relación conceptual específica. Se presenta como relevante con relación a su reconocimiento previo por la construcción cultural colectiva, pero aplicado ahora a contextos diferentes, inconexos, o directamente en oposición con la esencia de la que fue despojado. No responde a un cambio progresivo, sino que su utilización es tosca, abrupta, infundada y en muchos casos hasta agresiva con la raíz discursiva desde donde se la arranca.
El 9 de febrero de 1973 las Fuerzas Armadas emiten en los medios de comunicación de la época el comunicado 4 y al día siguiente hacen lo propio con el comunicado 7. En ambos desconocen la autoridad del Poder Ejecutivo. La música de fondo para estos comunicados fue, nada más y nada menos, el tema “A don José”, escrita por el querido maestro Ruben Lena e interpretada por Los Olimareños. La significación del tema, del autor y de los artistas que lo interpretaban no podía dar lugar a equívoco. Y, sin embargo, esa significación fue apropiada como una cáscara vacía, manteniendo sólo el remanente de reconocimiento colectivo. A esto me refiero con significante por apropiación.
Siguiendo esta misma idea, el uso de figuras representativas de la pedagogía uruguaya para validar una “transformación” que va en explícita oposición a las ideas que estas personas defendieron, en algún caso incluso con su vida, es una forma burda, irrespetuosa, absurda, pero explícita, de generar significantes por apropiación. Y este es el punto donde la desmemoria de lo inenarrable ocurrido durante la última dictadura civil-militar en Uruguay se conecta con la desmemoria resultante de la utilización de ciertas figuras aprovechándose de la conexión colectiva con su significación previa.
No estoy diciendo aquí que una apropiación discursiva sea equivalente al horror y daño irreparable sobre aquellos y aquellas que sufrieron en sus cuerpos la maquinaria del terror estatal. Por el contrario, sostengo, como lo han señalado tantos y tantas otras, que la manifestación más terrible y corporal de estos abusos no fueron eventos puntuales de personal militar exacerbado en el contexto de una guerra, sino una acción terrorista estatal sistematizada cuyo objetivo final era erradicar una forma de pensar, una visión política que imaginaba una sociedad más justa y democrática.
Les debemos a nuestras desaparecidas y desaparecidos, y a todas las personas víctimas del terrorismo de Estado, el recomponer los lentes de la memoria, estar alerta ante las nuevas formas de imposición de poder y dar la batalla en el plano que sea necesario darla: en la calle, en las aulas, en los espacios de participación, y también en lo discursivo. La sociedad en general y los colectivos docentes en particular no podemos dejar pasar la apropiación de significantes vaciados de significado, la utilización de grandes pensadores y pensadoras de este país, despojados de su legado más relevante: sus ideas. Dependerá de cómo respondamos a los desafíos renovados de hoy que verdaderamente honremos y glorifiquemos a quienes entregaron su vida por construir un mundo mejor.
Fernanda Alanís es profesora en Secundaria y Formación en Educación. Integra el equipo del consejero electo por el orden docente en el Codicen Julián Mazzoni.