Lo conocí en 1970 o tal vez al año siguiente; ambos integrábamos la Resistencia Obrero-Estudiantil (ROE). La caída en picada del poder adquisitivo, la inflación galopante y la desocupación masiva no tenían precedente en la “Suiza de América”. Fueron años extremadamente convulsionados, con ocupaciones de fábricas, liceales y universitarios en estado de ebullición permanente, represión de manifestaciones con orden de apuntar al cuerpo, generalización de la tortura en los interrogatorios policiales, acciones armadas de los tupamaros. La mano dura con la que el gobierno de Pacheco Areco pretendía acallar las protestas no cesó siquiera en los meses previos a las elecciones de noviembre de 1971. Montevideo ardía en llamas.

La mayor parte de las organizaciones de la izquierda, sumadas a desprendimientos de ambos partidos tradicionales, convergían en el Frente Amplio con vistas a las elecciones. La ROE, junto al Frente Estudiantil Revolucionario (FER), las Agrupaciones Rojas (maoístas) y grupos trotskistas cuestionaban la estrategia electoral de la oposición mayoritaria. Estos grupos entendían que en tales circunstancias, a un paso de la guerra civil, ir a las elecciones equivalía a enfriar el partido dilapidando las energías revolucionarias acumuladas en esos años de lucha y organización populares. De modo que, mientras democristianos, comunistas, socialistas y aliados se preparaban para las elecciones, estos grupos −pequeños pero muy cohesionados− hacían todo lo posible por mantener una presencia combativa en las calles, apoyando cada conflicto obrero y procurando unificar las múltiples expresiones de protesta en un único frente de lucha contra el gobierno.

A Cachito se lo veía siempre. Estaba mucho más inclinado a la acción que al uso de la palabra, pero no le temblaba la voz si debía hablar ante un público numeroso. En una de tantas, preparábamos una movilización importante en los alrededores del Palacio Legislativo. Esta incluía “cortes de fuego” en varias calles para impedir el paso de los vehículos. Se hacían con neumáticos viejos rellenos de aserrín rociado con nafta y aceite quemado; una vez encendidos, desprendían por varias horas un humo negro y espeso. Los participantes se contaban por centenares, por lo que el asunto reclamaba una planificación cuidadosa; se debía proceder con mucha rapidez, había que evitar una represión policial temprana que abortara la movilización. La concentración previa se hizo en uno de los grandes anfiteatros de la Facultad de Medicina. Cachito se puso al frente de aquella multitud de jóvenes que desbordaba el enorme salón donde se impartían las clases magistrales. Puedo verlo todavía hoy, recorriendo todo el espacio con la mirada, esperando muy calmo a que se acallaran los murmullos. Logrado esto, comenzó a detallar “los criterios del mojo” −en la jerga de entonces−, asignando lugares y distribuyendo tareas a grandes grupos que iba señalando en el salón. Tenía un timbre de voz grave, una mirada tranquila y una prosa pausada que imponían respeto; mientras hablaba, el silencio era absoluto. Yo, que era dos años mayor que él, sentía que habría sido totalmente incapaz de estar en su lugar, y lo admiraba en secreto.

Tres o cuatro años más tarde, ya en el exilio bonaerense al que nos empujó el golpe de Estado del 27 de junio de 1973, volví a coincidir con Cachito en varias oportunidades. En junio de 1974 nos disponíamos a realizar una gran concentración de compatriotas en protesta contra la dictadura uruguaya a un año de su instauración. Se vivía en Buenos Aires un ambiente de relativa libertad política que contrastaba fuertemente con el terror que se había apoderado de nuestro país. Pero el clima se iba enrareciendo rápidamente en Argentina; la primavera democrática estaba a punto de expirar, aunque aún no pudiéramos saberlo. En ese contexto planificamos una gran asamblea a realizarse el 2 de junio; se trataba de preparar las actividades conmemorativas del golpe de Estado y la huelga general de dos semanas que lo había resistido. Esta asamblea había sido convocada públicamente; las circunstancias políticas imperantes parecían tolerar tal cosa. Pero nos equivocábamos. A la hora de la convocatoria, un operativo policial detenía a todos los presentes. Habían irrumpido temprano, de modo que apenas pasábamos el centenar; una cantidad indeterminada de impuntuales escapó a la redada.

Ese mismo día llegaba de Montevideo su hijita Victoria, traída por la abuela; el día anterior había sido su primer aniversario. Padre e hija no volvieron a verse. Ruben Prieto tenía 23 años.

Llevaron a las mujeres a la cárcel del Buen Pastor y a la de Villa Devoto a los hombres. Estuvimos presos dos semanas, amontonados en una enorme celda. Allí estaba Cachito. Era un gran observador y se tomó el trabajo de poner un mote a cada uno de los compañeros de infortunio. Le debo el sobrenombre de Pajarito por el aspecto de mi pelo luego del corte forzoso y deliberadamente chapucero en la peluquería del penal.

El clima político se tornaba más y más amenazante; los parapoliciales de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) llenaban de cadáveres las calles porteñas. En cierta oportunidad, nos enteramos de que un partido de fútbol entre uruguayos y argentinos iba a ser televisado y retransmitido en directo a Uruguay. Preparamos un enorme cartel con la inscripción “Abajo la dictadura”. Cachito fue el encargado de hacer el primer movimiento y desplegar el cartel ante las cámaras de TV. Lo hizo con su habitual parsimonia y seguridad en sí mismo. Yo tenía mucho miedo, y seguramente él también: nadie podía escapar a aquella atmósfera cada vez más opresiva. Pero muy pocos habrían sido capaces, como él, de dominar sus temores y actuar con aquella desenvoltura.

En abril de 1975 fui preso de nuevo. Esta vez, la perspectiva era mucho más amenazante; la posibilidad de ser devuelto al Uruguay de la dictadura era muy tangible. Por entonces, el perseguido político extranjero podía acogerse al alto comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados con sede en Buenos Aires, que gestionaba la salida hacia un país dispuesto a recibirlo. Este recurso, que se fue estrechando conforme la fachada democrática del gobierno de Isabelita Perón caía en jirones, salvó la vida de miles de chilenos, bolivianos, paraguayos y uruguayos perseguidos en sus respectivos países.

En setiembre de ese año volaba directamente de la cárcel hacia Suecia. Escapaba, sin saberlo, meses antes del golpe de Estado en Argentina, de la trampa mortal que se cernía sobre todos los latinoamericanos exiliados en Buenos Aires. Cachito, junto a tantos otros queridos compañeros, no tuvo esa suerte. Nuestra organización −que había pasado a llamarse Partido por la Victoria del Pueblo (PVP)− persistía en ver en Argentina una retaguardia relativamente segura. Las consecuencias de este error de apreciación fueron devastadoras. Una banda de militares uruguayos comandados por José Nino Gavazzo se trasladó a Buenos Aires al amparo del llamado Plan Cóndor, acuerdo regional de exterminio de opositores prohijado por Henry Kissinger, alma mater del Departamento de Estado de Estados Unidos. Entre junio y octubre de 1976, decenas de militantes del PVP fueron cazados y llevados al centro clandestino de detención, tortura y asesinato Automotores Orletti.

A fines de setiembre, la sangrienta arremetida contra el PVP estaba próxima a su fin. El 30 de ese mes Cachito debía encontrarse con un compañero en cierto lugar convenido. Lo que no podía saber era que su contacto había sido secuestrado tres días antes. Dados los extremos cuidados de seguridad, las comunicaciones se reducían al mínimo indispensable. Unos amigos argentinos de Cachito oficiaban de “buzón” telefónico, recibiendo mensajes encriptados que le transmitían. Ese día un compañero le había dejado un aviso de que no se encontrara con el contacto acordado. Nunca pudo saberse cómo se generó la confusión; probablemente ciertas imprecisiones en la retransmisión trastocaron involuntariamente el mensaje original. Lo cierto es que, a todas luces, Cachito no entendió el mensaje de alerta y fue al encuentro. Lo estaban esperando y lo llevaron a Orletti.

Ese mismo día llegaba de Montevideo su hijita Victoria, traída por la abuela; el día anterior había sido su primer aniversario. Padre e hija no volvieron a verse. Ruben Prieto tenía 23 años.

Cachito, hermano querido, que tu memoria descanse en paz.

Pajarito François Graña.