Negociar es un arte que me terminó apasionando en estos años de trabajo en el Sindicato Médico del Uruguay (SMU). Nació con la intención militante de acercarme más al gremio y al sindicato, luego siguió la curiosidad por saber si podía hacerlo razonablemente bien, lo que dio paso al deseo de aprender de una actividad que no tenía como vocación.
Fue un desafío intenso, duro y placentero, que me dejó variadas enseñanzas. Una de ellas fue sorpresiva y a la vez estimulante: me ayudó –casi sin darme cuenta– a mejorar el ejercicio profesional de la medicina, mi verdadera y más profunda vocación. ¿Cómo? Con algo inesperado: hice conciencia de la importancia de eso que llaman “proceso asistencial” y que, si bien siempre estuvo ahí, tengo la sensación de que se trataba de un eslabón “invisible” en mi actividad cotidiana dado el escaso foco que solemos poner en los detalles que condicionan su resultado.
El esfuerzo y la energía puestos en mejorar el proceso de la negociación, en el diseño y la ejecución del método y sus múltiples vaivenes, en contemplar las particularidades y regularidades de personas y grupos involucrados, en identificar y comprender las relaciones de autoridad y poder ejercidas por y entre colegas del equipo de salud se fue filtrando como aprendizaje casi que imperceptiblemente en mi otra actividad, la de pediatra.
Fui advirtiendo con el tiempo lo profundo y complejo que es asimilar la importancia de su comprensión, de su asimilación, y como ocurría en la negociación, asumir que en el proceso asistencial cuenta cada persona, cada profesional y el grupo como un todo, indivisible y con identidad propia.
Pero ¿a qué le llamo “proceso asistencial”? Para explicarlo, eludiendo la tentación de una aproximación a través de definiciones técnicas asociadas a la calidad de lo que hacemos, me propuse exponerlo a través de casos, que, si bien no dejan de ser eso, hechos que estadísticamente no resultan suficientes por sí mismos para extrapolar conclusiones determinantes, ilustran desde la realidad algunas conclusiones que he ido procesando con el correr del tiempo y que quisiera dejar de manifiesto al menos por esta vía.
Hay ejemplos que son familiares para los que nos desempeñamos en el sector salud y seguramente también para las personas de a pie que inviertan un rato en leer estas reflexiones. Hagamos el ejercicio y pensemos sobre una situación real que ocurrió hace poco tiempo. Paciente de 45 años, portador de una enfermedad oncológica de diez años de evolución, con una recaída en el último tiempo, que consulta en la puerta de emergencia de un sanatorio por la extensión de su enfermedad a los huesos.
Los médicos de guardia lo evalúan y clasifican su consulta como de mediana complejidad y le comunican que tiene una demora de dos horas aproximadamente en la sala de espera de la puerta de emergencia; las consultas sobrepasan el número de médicos que hay en el servicio, esa es la razón que le dan los administrativos cuando el paciente afectado por el intenso dolor reclama que lo asistan.
Luego de casi tres horas el paciente ingresa a la consulta en emergencia y el equipo asistencial comienza el tratamiento con analgésicos, pero el dolor no cede y el paciente ingresa al sector de cuidados moderados para poder controlar el síntoma.
El médico de puerta le pregunta por su seguimiento asistencial, diagnóstico, plan terapéutico, planteos sobre la probable evolución de su enfermedad y quién dirige el plan asistencial; el paciente responde dolorido que no tiene hora con su oncólogo hasta dos meses posteriores a la consulta, tampoco tiene consulta coordinada con el equipo de cuidados paliativos ni consulta de seguimiento de su médico de cabecera y mucho menos sabe sobre un plan para controlar ningún síntoma.
El final de la historia –que es real– es que el paciente logró mejorar parcialmente sus síntomas y fue dado de alta a domicilio, solicitándosele un seguimiento ambulatorio; no lo vio ni su médico de cabecera, ni su oncólogo, ni el equipo de cuidados paliativos, mejoró algo y a su casa de alta, con los pases en la mano salió de la internación a coordinar fechas de consulta para luego del egreso.
Por supuesto, con largos tiempos de espera y sin referente a quien dirigirse, volvió a su domicilio algo mejor, pero desconforme con el proceso y con el miedo y la incertidumbre de que volvieran los síntomas, pensando en la peripecia de regresar a la emergencia, donde harán lo que puedan con lo que tengan. Lamentablemente, días pasados, el paciente falleció.
El proceso asistencial es el centro del ejercicio de la profesión médica y quisiera centrarme en eso hoy, porque los médicos no somos economistas, ni abogados, ni contadores, ni políticos, somos médicos que deberíamos dedicar un tiempo, aunque más no sea, a reflexionar sobre lo que hacemos en el ejercicio de nuestra profesión y en la calidad de lo que producimos: la salud de este país. Pero parecería que “algo huele mal en Dinamarca”, porque esquivamos este tema desde que tengo memoria.
Luego de este relato triste pero real podríamos hacer el ejercicio de preguntarnos: ¿dónde está el problema? ¿Cómo fue el proceso asistencial de este paciente? ¿Fue efectivo? ¿Fue eficaz? ¿Quién se hace cargo del proceso? ¿Quién diseña un plan de asistencia y se encarga del seguimiento? ¿De quién es la responsabilidad por la salud del paciente?
Se pueden encontrar respuestas a partir del caso que describí brevemente y podrían sintetizarse en unas pocas palabras: no hay un responsable que gestione y supervise las acciones en pro de la salud integral del paciente aquejado por semejantes patologías.
¿Qué es lo que debería suceder en un sistema ideal, cuál es el deber ser? Debería haber un médico encargado del proceso asistencial, su médico de cabecera. Debería elaborarse metódicamente un plan de acción acordado con el paciente y su familia –si corresponde– que contemple objetivos, estrategias a seguir y pasos concretos para lograr los objetivos, en línea con el método que aprendí a ejecutar en el proceso de negociación.
Les propongo un ejercicio: descompongamos el caso en dos fases para poder comprender mejor el tema.
La primera, la referida a la consulta y los síntomas. El dolor óseo por invasión tiene alta probabilidad de clasificarse como intenso, y sabemos de la impotencia que sienten los pacientes y sus familiares al no poder hacer nada solos. Esta impotencia –individual y colectiva– se configura en el marco de la inaccesibilidad a la asistencia, léase, que no haya nadie a cargo, ni plan, ni estrategia, ni táctica, sólo soledad, el riesgo de tener que concurrir a la emergencia donde ya saben que el tratamiento a recibir será puntual; no es lo que se recomienda con este tipo de patologías, porque, como vimos, los resultados no son eficaces ni efectivos, ni para el paciente ni para el equipo de salud, que se frustra porque no logra resolver el problema.
El siguiente escalón: el paciente ingresa a la sala de cuidados moderados, un paciente inmunodeprimido –con las defensas bajas– expuesto a las infecciones de un centro hospitalario, en un ambiente poco amigable, y si bien se pudo controlar el síntoma de forma parcial y fue asistido, regresa a su hogar con consultas a coordinar, sin fechas, sin horarios, sin seguimiento, sin médico referente.
El sistema “resuelve” y al mismo tiempo pierde el foco de cuál debería ser –tal como gusta adornar el discurso de cuanto político discursea sobre el sistema de salud– el centro de su preocupación: el paciente y su familia.
El final, inevitable y sabido, podría haber sido menos traumático si todo esto que mencionamos como lo ideal en el proceso asistencial se hubiese ejecutado como corresponde. A modo de corolario, el proceso asistencial no funciona de manera eficiente, y me atrevo a plantear que muchas veces es de mala calidad. Casi como aquellos que piensan que negociar es “resolver” y perder el foco de la razón de ser, del objetivo perseguido; ¿será que pierden el foco en el resultado?, ¿será que la falta de evaluación induce a la desidia y el amateurismo? ¿Los perjudicados? El paciente, su familia, la sociedad en su conjunto.
Me viene al recuerdo el Corto Buscaglia y las paradojas. Me lo imagino sacando la corneta y diciendo al final:
Paradoja 1: Intentando curar, muchas veces solemos generar daño
Es difícil de asimilar, seguramente porque nos interpela como protagonistas directos. Pero no deberíamos dejarnos llevar por la inercia, por el manido “siempre se hizo así”, debemos ponernos con más fuerza en los zapatos de ese paciente que deambula por diferentes lugares del micromundo asistencial pidiendo calmar su sufrimiento sin encontrar una respuesta organizada. Así, me atrevo a plantear no solamente ser empático, sino que el rol que cumplimos nos debe dirigir a ser compasivos con los pacientes, un escalón más arriba de esa empatía, si no, no tendría sentido nuestra acción.
Pero esto no es reciente, hace ya diez años los médicos de Uruguay nos reunimos en la Novena Convención Médica Nacional y el eje de discusión fue la calidad asistencial. Allí intercambiamos, pensamos, analizamos y concluimos con propuestas concretas de cambio. Con el paso de los años, muchas de esas propuestas –a veces por acción, otras por omisión– quedaron por el camino. Como excepción relevante vale la pena mencionar el advenimiento legal de los centros de referencia con la contracara de su escaso desarrollo concreto, o la firma de acuerdos de calidad asistencial en el marco de la negociación colectiva en los Consejos de Salarios, en los que se aumentó el tiempo de consulta de los usuarios, pero no mucho más que esto.
Paradoja 2: La atención sanitaria esconde la no atención pudiendo atender más y mejor
Asumo que la crítica es un pilar fundamental del proceso de aprendizaje, sin crítica a lo que hacemos no tenemos oportunidad de crecer, mejorar y buscar la excelencia, es por eso que para mejorar necesitamos ser críticos con el ejercicio de nuestra profesión, ver los puntos débiles, evaluar y planificar cambios que sean reales, factibles, a corto, mediano y largo plazo. Mirar para un costado no cambiará la realidad, la esconderá, y seguirán perdiendo los mismos de siempre, los pacientes, y a la larga nosotros mismos, porque tarde o temprano, además, fuimos, somos o seremos ellos, también pacientes.
Que todo esto cambie depende de nosotros mismos.
María Soledad Iglesias es médico pediatra, exasistente de clínica pediátrica de la Facultad de Medicina y exdirectora de la Unidad de Negociación del SMU.