Despedimos el 2024 con la noticia de la muerte de un adolescente de 14 años, y volvimos a hacer foco en un título y un número. Pero como la de otros y otras adolescentes, niños y niñas a los que mataron en el año, no fue una muerte más, ya que no es un número que se acumula. Fue una vida más. Cada vida, llena de presente, de futuro y de historia. Con un lugar en su familia, su barrio, su escuela, liceo o grupo de amigos. Habitando espacios, rompiendo silencios. Llenando de vida a madres, padres, abuelas y otros tantos. Creando lazos, contagiando alegría. Con significados y códigos íntimamente compartidos. Entre ilusiones, esperas, desafíos, peleas… generando vida. Vidas a las que se pone fin acribillando intencionalmente o en la encrucijada de bestiales enfrentamientos.
Y entre deseos para el nuevo año, ofertas de los mejores regalos, últimos detalles de la vida de alguna figura del espectáculo, se entrevera la noticia de estas muertes. Y entonces sólo pasa allí, en esa pantallita. Luego, algún comentario o lamento, y rápidamente otra divertida imagen borrará mágicamente el horror. Porque estamos viviendo un horror y necesitamos decirlo. Y debemos llorar cada una de estas vidas que se acaban. Porque hoy es urgente, pero siempre fue humano, parar para sentir y pensar. Cuál fue su historia. Cuántas personas le esperaron. Con qué ilusiones le acunaron. Cuáles fueron sus sueños. Cómo eran sus abrazos, su mirada y el timbre de su voz. Y cuáles son las personas que quedaron rotas, con miradas perdidas, soportando el dolor que ahora se instala en sus vidas.
Pocas semanas antes, recibíamos la noticia del asesinato de una, y otro, y otro adolescente. En su hogar, en el barrio y en diversas circunstancias. La prensa resumía sus anchas vidas en breves títulos y alguna información. Y nos quedamos con esas cómodas explicaciones, acompañadas de imágenes de vecinos mirando las escenas de muerte que, como tantas otras, se repetían en el barrio. Y la noticia no habló de sus historias, de la resistencia de sus vidas, de sus sueños adolescentes. De las personas que laboriosamente acompañaron en estos años las vidas de tantas infancias, adolescencias y familias, desde casi invisibles proyectos que con tozudez y marcada convicción resistieron en un escenario en el que vieron los apoyos debilitarse y las complejidades crecer. De las miradas de sus familias buscando una respuesta al dolor. Porque hay dolores que no caben en el cuerpo y buscan desesperadamente ser compartidos. Padres y madres que tal vez también luchan, desde sus primeros años y en cada respiración, para salir adelante en esta vida.
Y vuelve a hacerse presente aquel tango de Larbanois y Carrero que, con la potencia de la música y la poesía, expone y grita lo que múltiples voces y un acumulado de evidencia académica nos vienen diciendo desde hace tantos años: “Vos no pediste venir al mundo ni organizaste la sociedad, te repartieron cartas marcadas y te condenan cuando trampeás... ¡Qué hipocresía! Si el dueño de la alcancía y toda su cofradía naciste y ya te fichó”, denunciando así la vida de muchas de nuestras infancias y adolescencias. “Si fue la calle toda tu escuela, fue tu maestra la adversidad…”, pero también la historia de muchas de nuestras madres y padres.
Despedimos el 2024 con la noticia de la muerte de un adolescente de 14 años, y volvimos a hacer foco en un título y un número. Pero como la de otros y otras adolescentes, niños y niñas que mataron en el año, no fue una muerte más.
Como dice la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, es importante estar alerta respecto del “peligro de la historia única”, ya que hablar de un relato único es hablar de poder: “Las historias también se definen por el principio de nkali: la manera en que se cuentan, quién las cuenta, cuándo las cuentan, cuántas se cuentan… todo ello en realidad depende del poder”. Y continúa: “La consecuencia del relato único es la siguiente: priva a las personas de su dignidad. Nos dificulta reconocer nuestra común humanidad. Enfatiza en qué nos diferenciamos en lugar de en qué nos parecemos”.
Mirar a las personas con sus extensas historias cargadas de afectos, sentidos, alegrías y tristezas significa salir del relato único. Como expresa la filósofa española Marina Garcés en El peligro de la historia única: “Cada historia ilumina un sendero dentro de lo que no sabemos al tiempo que amplía los márgenes de lo que nos queda por saber”. De esta manera será posible que estas otras historias también nos toquen. Y que su frustración nos frustre, que la mesa vacía de niños y niñas llegue a nuestra panza, que su temor nos estremezca, que sus sueños nos convoquen. Que les miremos en su existencia. Que les sintamos en su dolor. Que les pensemos en sus circunstancias, y cada hecho de violencia nos devuelva el reflejo de nuestra sociedad. Porque sólo podremos encontrar salidas a la violencia si nos sentimos colectivamente responsables de cada dolor, de cada falta y de cada ausencia.
Fabiana Rahi es licenciada en Psicología, especializada en Psicoterapia Focal Psicoanalítica con niños, niñas y adolescentes y en Psicología Perinatal. Es consultora por Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay desde 2018.
(1) Palabra igbo que la autora relaciona con las estructuras de poder.