Al parecer, el Estado permaneció fuera de agenda durante la campaña electoral. Sin embargo, el Estado fiscal estuvo presente en Álvaro Delgado, y más explícito en Yamandú Orsi cuando, en setiembre, anunció apoyos a las micro, pequeñas y medianas empresas (mipymes) en el marco de un plan de reindustrialización. Además, en el debate, Orsi estrenó el bloque sobre desarrollo humano señalando un aspecto clave del Estado de bienestar, que es su condición de brindar servicios fuera del mercado: “La salud es un derecho y no puede ser nunca un negocio”. A la vez, el economista Gabriel Oddone dijo que “la prioridad es crecer para rediseñar el Estado de bienestar”, yendo hacia formatos más universales y menos contributivos: la economía al servicio de la sociedad. Estas propuestas, dirigidas a revisar la carga impositiva y ampliar la órbita de bienes públicos, cuenta con señales poco alentadoras: el triunfo de Donald Trump, con políticas proteccionistas, sumado a una China que dejó de crecer a dos dígitos, anuncia un escenario complejo, distinto del boom de las commodities.

Esta coyuntura se inscribe en una economía con deseconomías de escala, sin rentas naturales, lejos de los circuitos comerciales, y tomadora de precios. Así, hubo consideraciones sobre aspectos del Estado, y, aunque no hubiera habido, el tópico del Estado igualmente importa: aumentar la capacidad estatal y mejorar su calidad incrementa el espesor democrático. La provisión sin condicionamientos de bienes públicos de calidad para todos, a lo largo del territorio nacional, constituye una dimensión central de la democracia: de lo contrario, sería una caja vacía, o bien un ogro filantrópico orientado a la captura de la sociedad.

Inequidad entre sector público y privado

La sociología política consigna que en cualquier parte del mundo los partidos triunfantes en las elecciones insertan su red clientelar en el aparato administrativo: el Estado como mercado de la política. Además, cuanto más avanza el proceso clientelar, más difícil su reversión: origen deviene destino. Uruguay no se sustrajo a este proceso. Aquí el Estado conjuga, desde la reforma valeriana, tres gramáticas. La lógica clientelista, mayoritaria, presente en el Estado central y en los gobiernos departamentales. En las antípodas, una gramática técnica, de universalismo de procedimientos, minoritaria: la enseñanza primaria constituye el mejor ejemplo, el más longevo. Finalmente, una gramática corporativa, a veces institucionalizada en ministerios, otras veces invisible, tramitada entre bastidores. Durante los mandatos frentistas hubo una mayor retracción clientelar simultánea a avances del universalismo por efecto de concursos públicos. También hubo desmontaje de burocratización por el progreso de las tecnologías y la ejecución de políticas públicas específicas. Pero subsisten problemas creados, aunque nunca encarados por los partidos fundacionales antes del triunfo frentista y tampoco después, durante los cinco años de gobierno coalicionista: el “recreo” siguió. Uno de esos problemas es el desbalance del régimen laboral entre el sector público y privado, del cual tampoco se hizo cargo la izquierda. Apunto tres dimensiones de este desbalance.

Primero, los funcionarios públicos cuentan con un régimen más ventajoso en materia de estabilidad laboral, licencias, salario social y financiamiento. Los trabajadores del sector privado pueden ser despedidos por decisión del empleador, con previa indemnización, sin esgrimir razones. Al revés, los funcionarios públicos gozan de una estabilidad que, en la práctica, equivale a inamovilidad. Por lo tanto, en el sector público rige un estatuto de rigidez en el despido mientras que en el privado rige la mayor flexibilidad. Además, los trabajadores del sector privado tienen un régimen de licencias más restringido que el de la función pública. Este régimen dual en favor del funcionario público, que lo paga compulsivamente el contribuyente vía impuestos, no sintoniza con criterios de equidad. En cuanto al salario social, el panorama es desigual dentro del propio Estado. Mientras la Caja Militar tiene una tasa de reemplazo promedio para las jubilaciones del 137% –los pasivos ganan más que los activos–, los restantes regímenes no exceden el 50% con 30 años de servicios reconocidos. Cómo hacer una reforma que promueva equidad y elimine privilegios sin perforar derechos adquiridos constituye un desafío para una próxima generación de reformas.

Segundo, los trabajadores del Estado carecen de un sistema de incentivos basado en criterios técnicos estandarizados de evaluación capaces de discriminar entre quienes cumplen con la función pública de quienes no lo hacen o lo hacen a medias. Para evaluar desempeños de áreas, unidades, programas y funcionarios, no basta con un Estado especializado en saberes ministeriales: se requiere un Estado dotado de mirada transversal, que trascienda lo sectorial. La dificultad en construir un Estado transversal munido de indicadores comunes para evaluar la gestión pública y asignar gasto conforme a desempeño estriba en la amenaza potencial para un conjunto de intereses sectoriales, inercias organizativas y culturas institucionales. Lo que rige en el Estado es un sistema de incentivos basado en la antigüedad en lugar de criterios de bien público.

Tercero, Uruguay tuvo un Estado empresario antes que la Unión Soviética: el primero del mundo. Bajo el primer batllismo, las empresas públicas arrojaron superávit, pero, a partir de la colonización del Estado por los partidos en los 30, el panorama cambió, escalando en subsidios ocultos. Nuestras empresas públicas tienen restricciones fiscales “blandas”: cuentan con el aporte estatal a través de rentas generales para enfrentar pérdidas en magnitudes que ninguna empresa privada podría sostener. Esas pérdidas se trasladan a la ciudadanía, que a veces debe sostener gestiones deficientes, algo que debería ser atenuado o evitado con una reforma.

Sobre cuál es la solución a estos problemas, la academia mundial ha planteado alternativas para una convergencia de estatutos normativos sin lesionar derechos. Una “solución no solución” sería una reforma limitada a la administración central, sin contemplar los organismos de los artículos 220 y 221 de la Constitución: Poder Judicial, Tribunal de lo Contencioso-Administrativo, Corte Electoral, Tribunal de Cuentas, entes autónomos y servicios descentralizados –Administración Nacional de Educación Pública, Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), Banco de Previsión Social–, entes industriales y comerciales del Estado. Una política así deja afuera a la mayoría del funcionariado, sin contar la planta de las 19 intendencias. Una nanosolución.

Problemas en la salud

La izquierda aprobó una reforma sanitaria en 2006 que estableció las cápitas, incrementó la inversión pública y extendió el derecho de cobertura a los hijos de los trabajadores. Me limito a describir tres problemas del sistema.

Incentivos inadecuados. La reforma instala por primera vez un sistema solidario, aunque con una combinación inadecuada de incentivos: por parte de los servicios médicos, incentivos a la sobreoferta; por parte de la población usuaria, incentivos a la sobredemanda. Lo primero porque los profesionales son remunerados por acto médico, no por salario. Parte del aumento del gasto para extender cobertura desemboca en una apropiación de esa renta adicional por la corporación médica por el tipo de remuneración.

Desde el consumo, hay estímulos al sobreconsumo. Es un logro el aumento de la expectativa de vida, con esta aumentan también los tiempos de internación. Sin embargo, algunos de ellos no se basan en afecciones médicas. A veces ese aumento no es acompañado de calidad de vida. Otras veces, el alojamiento hospitalario se ofrece a personas que no pueden ser atendidas de otra manera –por carecer de familia o dinero para contratar cuidados–, pero que no requieren atención médica de alta especialización, sino cuidados de acompañamiento. El cuidado a adultos mayores es oneroso, pero si el sistema nacional de cuidados se orientase a suplir los cuidados que hoy se prestan en hotelería de hospital, Estado y mutualistas podrían ahorrar dinero para destinarlo a fines más pertinentes. Ese incentivo a un consumo adicional proviene de la falta de obligación de copagos una vez producida la internación y de la descoordinación entre la salud y el sistema de cuidados. Un sistema de cuidados que, tras la eliminación del programa de discapacidad y la escasa atención a adultos mayores durante el gobierno de Luis Lacalle Pou, perdió su impulso inicial. En breve, hay un problema de déficit en el sistema mutual que impacta en la sustentabilidad fiscal a mediano plazo.

Subsidios ocultos a privados. Hay un segundo problema vinculado al lucro oculto del sector privado a expensas del sector público. La izquierda instaló un sistema de salud universal en cobertura a partir de un formato de mercados y cuasimercados que implica subsidios a la demanda. Los cuasimercados son mercados porque cumplen la función de incentivar la competencia entre proveedores. Son “cuasi” por tres razones: el Estado negocia con el asegurador un presupuesto, por lo que la demanda no se expresa mediante pagos directos del comprador; el precio final no resulta, pues, de las fuerzas de oferta y demanda, sino de una negociación entre el Estado y los seguros; la oferta la brindan múltiples proveedores de índole estatal, privada o mixta, vinculados al regulador estatal a través de un “contrato de gestión” que establece cantidad y tipos de servicios, rangos de cobertura y objetivos. El problema radica en las transferencias que permanecen ocultas entre el prestador estatal y los demás oferentes. El Estado uruguayo tiene en ASSE tecnologías y capacidades que los privados no tienen y que sin embargo están habilitados a usar. Hay, pues, un subsidio escondido que otorga el Estado a los sectores mutual y privado del que no se apropia el usuario, sino los gestores.

Distribución perversa de riesgos. Un tercer problema es que el sistema de salud integra a la medicina privada como tercer sector que también se beneficia de la cápita estatal, pero sin regulaciones que impidan el rechazo de los peores riesgos y atraigan sólo a los mejores. A falta de normativa, el mercado puro se apropia de los “riesgos buenos”: de jóvenes, sanos y ricos, y se libera de los “riesgos malos”: de ancianos, enfermos y pobres, lo que dificulta también el ingreso a adultos de 50 años y más. El sistema mutual, en cambio, tiene restricciones al descreme: los sectores de mayor poder adquisitivo no pueden desertar fácilmente del sector mutual. El instrumento es el voucher, pero es limitado porque convive con el “corralito” y tiene correctivos por metas de prestaciones.

Estado fiscal contra mipymes

Las mipymes deben pagar IVA, IRAE (impuesto a la renta de las actividades económicas) e IPAT (impuesto al patrimonio). Esta sobrecarga fiscal ahoga a la empresa de escala reducida y mucho más a la unipersonal. Además, incentiva para que se mantenga en la informalidad. Los especialistas Carlos Grau, Fernando Lorenzo y Gustavo Viñales proponen una segunda generación de políticas tributarias en Uruguay. Respecto del régimen para las mipymes: “El rediseño de la tributación sobre este tipo de empresas debe apuntar a crear un esquema de imposición directa sobre los ingresos efectivamente generados en el funcionamiento de la actividad regular de las empresas que permita mayor eficiencia, mayor equidad en término de las capacidades contributivas y mayor formalización de la actividad económica de nuestro país”.

Agregan: “La revisión de las formas de contribución implicará modificaciones en los regímenes simplificados vigentes y aplicables a pequeñas empresas. Es importante tener en cuenta que la existencia de multiplicidad de sistemas simplificados que funcionan como compartimentos estancos, que, en la práctica, generan saltos drásticos por cambios de categoría, suele estimular el denominado ‘enanismo fiscal’ […]. Se requiere comprender que las dinámicas de las pequeñas empresas son muy heterogéneas, que el crecimiento no es sostenido en muchos casos, por ello es que se deben facilitar los mecanismos de inscripción, de clausura, y en particular, facilitar el cumplimiento voluntario y la permanencia en la formalidad aun en épocas de crisis o de disminuciones generalizadas de la actividad económica”.

Fin a los parches: más democracia

La política pública en Uruguay cristaliza –salvo excepciones, como educación y energía, entre pocas más– en un conjunto de políticas de parches. Un modelo de política pública que combina baja racionalidad técnica, inmediatismo temporal, postergación de soluciones, ritualismo y programas sin base fiscal. La política de parches pretende salir del brete o suavizar conflictos entre actores sin anticipar soluciones de fondo. Responde con medidas coyunturales a problemas estructurales. Que este modelo continúe por defecto no es conveniente, responsable ni deseable. Poner fin a esta modalidad debería ser obra del sistema político, aunque la totalidad de esta agenda no es tan visible para la política. En ese caso, debería ser visibilizada desde otros ámbitos: porque hablar sobre capacidad del Estado es escribir sobre democracia.

Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia. El texto contó con aportes decisivos del sociólogo Fernando Filgueira.