En 1985, Jorge Luis Borges publicó en su libro Los conjurados el poema “Juan López y John Ward”, en referencia a la guerra de las Malvinas. En él, Borges narra las vidas paralelas de dos jóvenes comunes, uno argentino y otro inglés, que son arrastrados por la maquinaria de los nacionalismos para buscarse y matarse entre sí. Siempre me conmovió el siguiente pasaje: “Hubieran sido amigos, pero se vieron/ una sola vez cara a cara, (...)/ Los enterraron juntos. La nieve/ y la corrupción los conocen”.

El poema es un lamento por cómo las grandes narrativas de los estados, las banderas, los himnos, los eslóganes obliteran la humanidad individual, reduciendo personas a meros símbolos de un bando u otro. La tragedia de dos muchachos anónimos se vuelve metáfora de lo que ocurre cuando los nacionalismos y las lógicas estatales pasan por encima de la vida concreta.

Hoy, frente al conflicto en Medio Oriente, esos versos se hacen presentes. Y mientras nosotros discutimos en las redes sobre Israel y Palestina, y nos tildamos unos a otros de sionistas o terroristas, lo que está en juego no son bandos, sino vidas. Las vidas de quienes sufrieron los atentados del 7 de octubre y aún permanecen como rehenes, las de quienes resisten los bombardeos, las de quienes escapan buscando refugio, las de quienes ven morir de hambre a sus hijos frente a sus ojos.

En las últimas semanas se han hecho públicas declaraciones del gobierno israelí refiriéndose a la Franja de Gaza como si se tratara de un inmueble. Han expresado la voluntad de forzar a toda la población a retirarse, como si fueran inquilinos prescindibles. En palabras del ministro Bezalel Smotrich: “La fase de demolición siempre es la primera fase de la renovación urbana. Ya lo hicimos, ahora tenemos que empezar a construir”. Ese lenguaje revela hasta qué punto la abstracción política puede despojar de humanidad a una tragedia. Hablar de “renovación urbana” para referirse a la destrucción de una ciudad entera y al desplazamiento forzado de millones de personas es más que un eufemismo, es una forma de invisibilizar el sufrimiento humano detrás de una operación demográfica y territorial.

Esta distorsión parece haber llegado hasta las más altas esferas políticas de nuestro país, donde la discusión en el Parlamento se centra en el apoyo a Israel o a Palestina, en sus políticas, en las causas del conflicto o en las estrategias diplomáticas desplegadas a lo largo del proceso. Pero en medio de ese debate se diluye lo esencial: hablamos de vidas humanas, de personas reducidas en los discursos a estadísticas, porcentajes o comunicados. Cuando la tragedia se convierte en un tema de agenda o en una disputa partidaria, algo fundamental se pierde. Cuando Unicef dice que resultaron muertos o heridos 50.000 niños a lo largo del conflicto, ¿qué significa? ¿Cuántas historias quedaron truncas en el proceso? La abstracción numérica es una forma de anestesia colectiva que pareciera hacernos olvidar que cada persona que muere en este conflicto es, antes que nada, alguien con una vida que podría haber seguido su curso de no mediar la violencia.

El silencio específico es una forma de renuncia. La prudencia, cuando se trata de crímenes de lesa humanidad, deja de ser virtud para convertirse en complicidad.

Paradójicamente, fue del horror del Holocausto judío que surgió, en 1948, la decisión de los miembros de la ONU de negociar y aprobar por unanimidad la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. La intención fue clara: asumir un compromiso, apoyado por todos los países, para impedir que la tragedia perpetrada por la Alemania nazi se repitiera. Entre las obligaciones de la Convención se encuentra la necesidad de prevenir y castigar los genocidios. La primera es la más importante; significa que los estados deben usar todos los medios razonables a su disposición para evitar que el genocidio ocurra, incluso más allá de sus propias fronteras.

Hoy, sin embargo, asistimos a un escenario en el que las sanciones internacionales son mínimas y la población civil toma más iniciativa que los propios gobiernos para denunciar, manifestarse y ejercer presión. En nuestro país, esa cautela se traduce en silencios significativos.

En su discurso ante la Asamblea General de la ONU, el presidente Yamandú Orsi evitó nombrar el conflicto palestino-israelí, limitándose a declaraciones generales sobre la paz y el fin de la violencia. Sus palabras apelaron al multilateralismo y a la suspensión de operaciones militares, pero sin mencionar quiénes son los agresores ni las víctimas. En un contexto donde la propia ONU ha calificado lo que ocurre en Gaza como un genocidio, el silencio específico es una forma de renuncia. La prudencia, cuando se trata de crímenes de lesa humanidad, deja de ser virtud para convertirse en complicidad. La Convención de 1948, de la que Uruguay es parte, no deja margen de ambigüedad; los estados tienen la obligación de prevenir. No actuar, no pronunciarse, no denunciar es una forma de dejar que el horror siga su curso. Y en el caso de nuestro país, el silencio pesa aún más. Uruguay no es una potencia militar ni económica; su fuerza, como se ha demostrado a lo largo de la historia, descansa en la palabra, en la defensa del derecho internacional, en la autoridad moral que proviene de sostener principios incluso cuando los otros callan. Cuando nuestro país renuncia a su palabra, no se vuelve más prudente, se vuelve irrelevante.

La condena a los crímenes de lesa humanidad cometidos por Hamas el 7 de octubre fue inmediata y necesaria, pero esa misma condena debe sostenerse frente al castigo colectivo que Israel impone sobre la población civil palestina. Aunque desde Presidencia intenten quitarle peso a la palabra “genocidio”, las cosas deben ser dichas por su nombre e importa mucho decirlas. Porque los límites de nuestro mundo son construidos por el lenguaje. Cuando dejamos de nombrar una injusticia, esa injusticia se vuelve invisible; cuando degradamos las palabras, lo intolerable se convierte en cotidiano. En un mundo donde no podemos denunciar los crímenes de lesa humanidad, donde el lenguaje se banaliza, se vacía de sentido o se pliega a la conveniencia política, no sólo traicionamos el derecho internacional, traicionamos la posibilidad misma de lo humano.

La memoria del Holocausto nos legó una enseñanza fundamental: nunca más. Esa misma enseñanza late también en nuestra propia historia reciente, en los crímenes de lesa humanidad perpetrados por el terrorismo de Estado. Ambas situaciones reclaman lo mismo, no callar, no relativizar, no negociar con la indiferencia. Y esa enseñanza debe aplicarse hoy, incluso si resulta incómodo reconocer quién es la víctima y quién es el victimario.

Emiliano Pereira Modzelewski es licenciado en Letras y magíster en Teoría de la Literatura.