Tras los discursos de todos los representantes en la Asamblea de las Naciones Unidas, varios de ellos colocaron en Hamas la responsabilidad por haber provocado –de alguna manera– el genocidio en curso y proclamaron que debiera ser excluido y totalmente desarmado, en el marco del reconocimiento del Estado palestino.
Más allá de las consideraciones políticas que merecerían algunos discursos, que adhieren al “paradigma de los dos demonios” bajo el supuesto de que las matanzas del régimen sionista se iniciaron el 7 de octubre de 2023 (al respecto podría referenciar con lujo de detalles el historial de masacres y expoliación perpetrada por el régimen sionista, desde antes incluso de la creación del Estado de Israel), la cuestión fundamental que debemos preguntarnos es dónde se supone que habrá de edificarse el Estado palestino.
En efecto, la pregunta elemental es esta: ¿dónde se asentará el Estado de Palestina? ¿Será en el territorio de la Franja de Gaza? Su infraestructura civil está casi completamente destruida; no hace falta recordarlo, la evidencia es abrumadora, registrada y documentada. El régimen de Benjamin Netanyahu ha manifestado su intención de arrasarla por completo, con el apoyo irrestricto de Estados Unidos. Es la pornografía exhibida –sin escrúpulos– como producto planificado del terrorismo de Estado. No debe quedar nada en pie, ni casas o edificios, ni hospitales, ni escuelas, ni mezquitas o iglesias, tampoco ninguna de las capacidades productivas ya disminuidas durante los años precedentes. Nada es nada. Gaza será un montón de escombros y cenizas, desertificada, sin población nativa, sin vida. Territorio muerto para edificar un buen negocio para los inversionistas inmobiliarios, de veraneo para las clases altas de cualquier parte del mundo.
¿Dónde se asentará el Estado de Palestina? ¿Será en Cisjordania? Un muro de unos 800 kilómetros de longitud la rodea y divide, con decenas de puestos militares de control, cientos de asentamientos de colonos armados que no cesan de asesinar y expulsar a los palestinos de sus tierras, generando su continua usurpación desde hace décadas. El ejército de ocupación entra y sale a voluntad, reprime, secuestra y asesina a los palestinos rebeldes y a los otros también, sin importar edad, género o lo que fuere. Todos los palestinos son “terroristas” activos o en potencia, aunque tengan 15, 7 o 4 años, lleven sus mochilas en la espalda o anden jugando en cualquier esquina de cualquier barrio o villa de Cisjordania. Y también tiene –el régimen sionista– a más de 9.000 rehenes en las oprobiosas cárceles en Israel.
Y se agrega en las declaraciones, una y otra vez, como si se tratara de una letanía humillante y perversa, que ese futuro Estado debe ser desmilitarizado o desarmado. En otras palabras, el pueblo avasallado y colonizado debe someterse a un orden más o menos consensuado, tal que no ponga en riesgo la existencia del colono a su lado, armado y sostenido por un orden jurídico y político que fija las condiciones de su propia sobrevivencia.
No obstante, la realización de la Conferencia Internacional de Alto Nivel para la Solución Pacífica de la Cuestión de Palestina y la Implementación de la Solución de dos Estados, realizada el lunes 22 de setiembre, constituye un avance trascendente, implicando un punto de inflexión en la política exterior de varios estados. Para hacer efectivo tal reconocimiento y que no sea sólo una expresión simbólica, deberán tomar decisiones concretas que hagan materialmente posible el establecimiento de un Estado palestino: embargo, sanciones, aislamiento, bloqueo y congelamiento de cuentas, cancelación de todo suministro de recursos que alimenten la maquinaria criminal. A tales efectos, basta recordar cómo cayó el régimen de apartheid en Sudáfrica.
Para hacer efectivo tal reconocimiento y que no sea sólo una expresión simbólica, deberán tomar decisiones concretas que hagan materialmente posible el establecimiento de un Estado palestino.
Se exige a Israel la imperiosa necesidad de detener las matanzas, el genocidio y dar por terminada la ocupación, y es un gran paso, sin duda. Y al unísono las principales potencias occidentales, ahora “generosas y compasivas”, reconocen el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino, claro está, bajo determinadas condiciones y refrendado (es parte de lo negociado) por la propia Autoridad Nacional Palestina, que aspira a “ordenar la casa”.
Obviamente, los discursos acotados a dos minutos de tiempo para cada miembro de la ONU no permitían explicitar los supuestos sobre los cuales declarar el reconocimiento del Estado palestino. Sin embargo, las potencias occidentales subrayaron aquella condición impuesta con insistencia de eliminar la resistencia armada de las definiciones y reconociendo únicamente la voz de la Autoridad Nacional Palestina. ¿Será que la ANP pueda plantarse con legitimidad suficiente frente al mundo y, sobre todo, frente a su pueblo? Mahmoud Abbas no es Yasser Arafat y la resistencia palestina de hace 25 años tampoco es la misma.
Sea como fuere, los requisitos imprescindibles e insoslayables para resolver la cuestión palestina (eufemismo del drama palestino) se sintetizan –a mi juicio– en los siguientes términos: abandono definitivo del proyecto sionista, esto es, el fin del colonialismo por asentamiento y, consecuentemente, el retiro de todos los territorios ocupados; el desmantelamiento de las colonias o su sujeción al futuro Estado palestino; el cese del fuego y el reconocimiento de la autodeterminación del pueblo palestino sin restricciones de ninguna naturaleza; la demolición del Muro de la Vergüenza y el reconocimiento del derecho al retorno de los miles de refugiados de Jordania, Líbano o donde sea que se hubieran asilado, así como la liberación de todos los presos políticos –rehenes– encarcelados en Israel.
Más de una vez me preguntaron cuál solución me imaginaba, después de tanto sufrimiento y dolor. Respondí que mi utopía se sostenía en un Estado binacional, multiétnico y no confesional, lo que, por allá en los años 20 del siglo pasado, soñaron e intentaron proyectar judíos, musulmanes y cristianos. Eran también tiempos convulsionados; no obstante, una ideología supremacista, esto es, el sionismo, lo impediría a sangre y fuego y al amparo de las otrora potencias coloniales vencedoras de la Primera Guerra Mundial, con el financiamiento de grandes capitales –sobre todo– europeos. Tal vez, tarde o temprano, los pueblos que anhelan la paz genuina, la paz con justicia y libertad para todos se vuelvan a reencontrar en una tierra donde la convivencia se asiente en el amor al prójimo y ya no en el odio del otro diferente. Es mi utopía, pero, a diferencia de la quimera, es posible.
Christian Adel Mirza es profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.