La decisión mayoritaria de la Junta de Transparencia y Ética Pública (Jutep) sobre la situación de Álvaro Danza, lejos de aplacar a la oposición, la encrespó aún más. Ahora no sólo mantiene sus cuestionamientos a Danza, sino que además impugna a la mayoría del directorio de la Jutep. Mientras tanto, abundan los debates acerca de este organismo y las opiniones sobre el modo de mejorar su desempeño, acompañadas por algunas propuestas de eliminación.

Lo alarmante es que muchas de las posiciones planteadas se apoyan en ideas erróneas o muy discutibles sobre las características y los cometidos de la Jutep, establecidos en los apenas 18 artículos de la Ley 19.340. Parece oportuno revisar esas ideas, para contribuir a un intercambio mejor encaminado y más fructífero.

El organismo no es ni debe ser, por supuesto, una herramienta que los partidos busquen controlar para defender a los suyos y desprestigiar a los adversarios, pero hay otras cosas menos obvias que no están en su naturaleza.

La pretensión jurídica

La Jutep no es un organismo del sistema judicial, porque sus funciones no incluyen determinar si se cometieron delitos ni dictar sentencias. Quien considere que alguien ha cometido un delito penal, puede presentar una denuncia en Fiscalía. Interpretar las disposiciones de la Constitución es una potestad de la Asamblea General, que la Suprema Corte de Justicia (SCJ) comparte cuando determina si una norma es inconstitucional. La Jutep es un organismo asesor, y su intervención en procesos penales sólo corresponde cuando es solicitada por el Poder Judicial o Fiscalía.

Lo antedicho le quita sentido a proponer, como lo ha hecho el senador colorado Pedro Bordaberry, que para formar parte del directorio de la Jutep sea necesario haber integrado antes la SCJ, un tribunal de apelaciones o el Tribunal de lo Contencioso Administrativo, o haber sido catedrático de las facultades de Derecho o de Ciencias Económicas. Está muy extendida la opinión de que el mejor período de la Jutep fue el que presidió Ricardo Gil Iribarne, quien se recibió de contador recién en 2008, con casi 60 años de edad, y nunca se desempeñó en ninguno de los cargos enumerados por Bordaberry.

La confusión de las tareas de la Jutep con las del sistema judicial lleva también a sostener, sin fundamento, que su existencia es inconstitucional porque viola la separación de poderes. Hay un viejo malentendido similar acerca de la Institución Nacional de Derechos Humanos, que también asesora y que tampoco decide si se cometieron delitos ni dicta sentencias. En el sistema partidario, al igual que en buena parte del mundo académico y en el de los operadores judiciales, hay una fuerte inercia ideológica contra los diseños institucionales modernos, que incorporan funciones transversales y actores que no se adecuan a la concepción tradicional de un Estado con sólo tres poderes.

La pretensión moral

La Jutep tampoco es un tribunal de conductas individuales. Cabe la confusión de quienes no conocen el tema por la palabra “ética” en el nombre del organismo, pero se trata de “la ética pública”, o sea, de normas de conducta para el funcionariado en un sentido muy amplio, que abarca a quienes desempeñan tareas remuneradas u honorarias en una gran variedad de instituciones. Estas normas fueron establecidas mediante un valioso decreto de 2003, y en muchos casos su violación no es delito, pero puede y debe ser sancionada. A la Jutep le corresponde tanto perfeccionarlas como velar por su cumplimiento.

En este terreno hay un área delicada y polémica. El decreto antedicho establece que el funcionariado no sólo debe cumplir con las normas, sino también “evitar cualquier acción en el ejercicio de la función pública que exteriorice la apariencia” de violarlas. Esto se funda en el sano criterio de que fortalecer la credibilidad de las instituciones es defender la democracia. Sin embargo, corresponde subrayar que la idea de que “hay que ser y también parecer” se refiere a la observancia de las normas, no a cualquier conducta que pueda causar rechazos o desprestigio.

Hay situaciones en las que, como dice la canción de Divididos, “el bien y el mal definen por penal”. No por criterios de derecho penal, sino porque la evaluación depende de pareceres que están, justamente, divididos.

Es legítima la premisa, presente incluso en el Nuevo Testamento del cristianismo, de que algo puede ser lícito pero no conveniente. Sin embargo, el afán de evitar todo lo que pueda ser perjudicial para la imagen de las instituciones puede conducir a posiciones conservadoras o retrógradas.

Si alguien que ocupa un alto cargo público inicia una transición de género, es probable que cause rechazo en parte de la ciudadanía, pero de ningún modo corresponde que la Jutep o cualquier otro organismo dictamine que el libre ejercicio de un derecho “está mal” o es “inconveniente”.

En cambio, pocas dudas caben de que el reparto partidizado del directorio del organismo –que no surge de la ley que lo creó ni es ilegal– está mal y ha resultado inconveniente. Eso es lo primero que corresponde rectificar.