Desde mediados de agosto, y tras un informe periodístico de Patricia Madrid, la oposición cuestiona que el médico Álvaro Danza presida la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) y reclama su renuncia. No está en discusión su notoria competencia; la cuestión es que Danza mantiene tareas remuneradas en instituciones del sistema de salud y el artículo 200 de la Constitución les prohíbe a “los miembros de los directorios o directores generales de los entes autónomos o de los servicios descentralizados [...] ejercer simultáneamente profesiones o actividades que, directa o indirectamente, se relacionen con la institución a [la] que pertenecen”.

Este va a ser el centro de una interpelación a la ministra de Salud Pública, Cristina Lustemberg, y se tendrán en cuenta las opiniones del Instituto de Derecho Constitucional (IDC) de la Facultad de Derecho (Universidad de la República) y de la Junta de Transparencia y Ética Pública (Jutep), cuyo pronunciamiento está previsto para hoy. En cualquier caso, no habría responsabilidad de Lustemberg porque el servicio jurídico del Ministerio de Salud Pública le informó que las actividades de Danza eran compatibles con la conducción de ASSE.

Sin embargo, velar por la interpretación correcta de la norma constitucional no es, obviamente, el único motivo de la interpelación, y sería una pena que se desperdiciara la oportunidad de abordar temas de relevancia estratégica. Entre ellos, no está el juicio moral sobre la conducta de Danza. Queda fuera de las competencias del IDC, la Jutep, el Parlamento o los partidos representados en él incursionar en ese terreno, salvo que queramos convertirnos en un régimen fundamentalista, donde el Estado o las fuerzas políticas se atribuyan el derecho de definir las fronteras del bien y el mal en las decisiones individuales. Importa el cumplimiento de las normas, pero también su perfeccionamiento cuando se pueden eludir fácilmente o tienen consecuencias indeseables.

Si los ingresos de Danza no provinieran de tareas asistenciales y docentes, sino de una empresa médica como muchas de gran porte que florecen en Uruguay, podría haberla dejado a cargo de otra persona y quedaría totalmente a cubierto de impugnaciones basadas en el texto del artículo 200. No sería la primera persona en recurrir a este ardid.

Por otra parte, el antecesor de Danza, Leonardo Cipriani, suspendió transitoriamente el vínculo laboral con una mutualista, adoptó desde ASSE varias resoluciones que la beneficiaron y ahora volvió a trabajar en ella. Formalmente no violó la Constitución, pero es legítimo plantear que hizo lo que esta busca impedir.

El caso de Danza pone de manifiesto, además, un problema general en los organismos estatales. La remuneración de los altos cargos es alta en relación con la mayoría de los salarios uruguayos, pero a menudo está muy por debajo de lo que pueden ganar las personas indicadas para esas responsabilidades si trabajan en el sector privado. Esto es especialmente claro en la salud, donde una parte del personal médico tiene ingresos notablemente altos.

Hubo y hay gente capaz de bajar su nivel de vida para dedicarse al servicio público y afrontar sus riesgos, pero de nada sirve fingir que el problema no existe y apostar a lo que Artigas llamaba “la veleidosa probidad” de las personas. Si el sistema partidario quiere mejorar las posibilidades de que el Estado cuente con quienes son más competentes, debe buscar acuerdos y asumir, unido, los eventuales costos políticos.