Yo no elegí ser una historia de “superación”, pero la ciudad me obliga a “superar” el simple acto de moverme. El periodismo que amo a veces me hiere. Recordar artículos que usaban el lenguaje de la tragedia y la lástima para describir mi realidad generó una profunda indignación que me trajo a la universidad a estudiar: para arreglar la narrativa desde adentro. En mi camino, la ciudad misma me recuerda que el problema es sistémico y que comienza en el suelo.

Montevideo avanza con promesas de renovación, pero en su vida diaria hay una deuda concreta y visible: nuestras veredas. Lo que debería ser infraestructura básica para el ejercicio de la ciudadanía es un símbolo de desidia y, peor aún, de exclusión cotidiana. Para mí y para miles de personas con movilidad reducida, los adoquines sueltos y los pozos no son una molestia estética, son una amenaza directa que niega nuestro derecho a transitar libremente y apropiarnos del espacio público.

El deterioro físico es el reflejo de un deterioro simbólico más profundo: la naturalización de que una parte de la población enfrente la ciudad con temor y resignación. Las veredas son una expresión material de cómo una ciudad prioriza la vida de su gente. Y la exclusión no termina al borde de la acera. Querer tomar un taxi para evitar el riesgo de las veredas se convierte en otra batalla: la frustración de que un servicio público esencial sea a menudo inalcanzable.

Este problema es estructural: de 4.000 móviles que circulan en Montevideo, sólo tres están habilitados para el traslado de personas con discapacidad. La falta de subsidios flexibles y las barreras físicas, como la mampara divisoria, hacen de la movilidad un privilegio, no un derecho garantizado.

Para mí y para miles de personas con movilidad reducida, los adoquines sueltos y los pozos no son una molestia estética, son una amenaza directa que niega nuestro derecho a transitar libremente y apropiarnos del espacio público.

Esta situación es inaceptable porque la accesibilidad no es un lujo, sino un principio legal. De hecho, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU exige que los estados aseguren el acceso en igualdad de condiciones al entorno físico y al transporte. No garantizarlo en las veredas y en el servicio de taxis es una violación a un derecho humano reconocido a nivel internacional (Naciones Unidas, 2006).

La Intendencia de Montevideo no puede seguir delegando esta responsabilidad a los frentistas de manera inerte. Se necesita una política pública clara y sostenida. Mi rol como futuro periodista es claro: usar mi radar de la injusticia para exigir a la ciudad que deje de contar historias incompletas.

Para resolver esta deuda estructural, proponemos una hoja de ruta simple con acciones ineludibles. Se requiere invertir en diseño universal para las veredas, asegurando normativa efectiva y fiscalización real. Por otra parte, se necesita ampliar los subsidios para taxis a todos los destinos cotidianos y establecer metas concretas para que más unidades estén habilitadas para personas con discapacidad, terminando con la escasez actual.

No podemos aceptar que, en pleno 2025, moverse por la ciudad implique un riesgo o una batalla. Exigir veredas transitables y transporte accesible es exigir una ciudad que se preocupe por cómo camina y se mueve su gente, y eso es, en esencia, preocuparse por cómo vivimos todos. El transporte debe ser un derecho, no un privilegio.

Nicolás Tauber es estudiante universitario.