Uruguay tiene una virtud extraordinaria: somos campeones mundiales en redactar leyes que no se cumplen, decretos que nadie fiscaliza y reglamentos que nacen muertos, archivados en algún cajón del Estado como esos expedientes que se enfrían desde hace décadas.

Somos un país que confunde la letra impresa con la realidad, como si la tinta fuera gestión y la firma una política pública.

La idea de que Uruguay puede controlar a las petroleras que planean perforar el fondo del mar es una fantasía típicamente uruguaya: la fe infantil de que una ley garantiza un país serio. En los discursos es todo impecable: protocolos, comisiones, “monitoreos independientes”, “estudios de impacto ambiental”. En la práctica –usted lo sabe, yo lo sé, ellos lo saben– no hay nadie controlando nada. Y donde no hay control aparece la corrupción.

Pero no esa corrupción pequeña, de ventanilla, que tanto nos gusta imaginar para dormir tranquilos. No. La corrupción en Uruguay es grande, organizada, sólida y estructural. Para el tamaño del país es descomunal. Opera con discreción, con redes, con favores, con silencios, con el mismo listado de apellidos que se repiten desde hace generaciones. No hace falta un maletín: basta un llamado, un contacto político, un negocio cruzado bajo la alfombra.

Mientras tanto, gigantes petroleros –más ricos que todo nuestro PIB– estudian la plataforma marítima como quien mira un botín. Y Uruguay llega, como siempre, tarde, sin dientes, sin músculo técnico y sin saber bien qué está entregando.

El símbolo perfecto de nuestra capacidad de control es este: hay tres inspectores de bromatología para todo el departamento de Colonia. Si no podemos fiscalizar un alfajor o una milanesa, ¿cómo pretendemos controlar plataformas petroleras a 300 kilómetros de la costa?

La historia ya la vimos: suelos arrasados, monocultivos que devoran ecosistemas, venenos entrando por todos lados, Estado ausente, silencios comprados o autoprovocados.

Ese modelo ahora apunta al mar, bajo el mismo relato vacío de siempre: progreso, inversión, futuro, crecimiento. Sabemos perfectamente lo que significa: extraer rápido, irse y dejar los daños a las generaciones que vienen.

José Mujica declaró al océano uruguayo santuario de ballenas, un gesto simbólico que aún conmueve. Pero hoy ese mismo santuario se ofrece para perforarlo, como si un país pudiera sostener una contradicción tan grande sin que se le rompa el alma.

Gigantes petroleros –más ricos que todo nuestro PIB– estudian la plataforma marítima como quien mira un botín. Y Uruguay llega, como siempre, tarde, sin dientes, sin músculo técnico y sin saber bien qué está entregando.

Y conviene decirlo sin anestesia: las ballenas no votan, los delfines no votan, los elefantes marinos no votan, los peces no votan. Y en un país donde todo se calcula según la próxima elección, lo que no vota no existe. No presiona, no grita, no amenaza con cambiar un resultado. Por eso la vida marina pesa menos que un titular económico.

Nos encanta compararnos con Noruega, pero Noruega tiene industria petrolera propia, laboratorios de primer nivel, miles de técnicos, un Estado profesional, un fondo soberano gigantesco y ejemplar. Uruguay tiene buenas intenciones, leyes sin presupuesto, una corrupción estructural y organizada, ausencia crónica de fiscalización y un océano inmenso que ni conoce ni puede medir.

Y sobre todo –y esto es fundamental– Uruguay tiene un millón de problemas urgentes que no ha sabido resolver: el narcotráfico que avanza sin pedir permiso, la inseguridad que desgarra barrios enteros, la desigualdad que crece, los niños en la calle, una pobreza infantil que duele sólo de nombrarla y un tejido social que se rompe de a pedazos.

Si un país no puede resolver eso, ¿cómo va a controlar a las petroleras? Es como pretender correr una maratón cuando ni siquiera podemos caminar derechos.

¿Qué puede pasar? Exactamente lo que pasa en todo el mundo. Las petroleras harán lo que siempre hacen: mover influencias, aceitar engranajes, negociar en su favor, operar políticamente, repartir favores donde haga falta.

Mientras tanto, la sísmica va a ensordecer el mar, las ballenas van a perder rutas migratorias, la biodiversidad va a sufrir daños irreversibles y, si ocurre un derrame –porque siempre ocurre alguno–, Uruguay no va a tener barcos, ni técnicos, ni laboratorios, ni equipos para responder. Ni siquiera va a poder medir la magnitud del desastre.

En América Latina, el extractivismo siempre tiene el mismo final: las empresas se llevan los recursos, los gobiernos se llevan el discurso y los pueblos se quedan con los daños. Porque el saqueo no empieza cuando se instala la primera plataforma, empieza cuando un país se convence de que no tiene nada que defender. Y Uruguay todavía tiene mucho que perder. Muchísimo.

Miguel Zubieta es técnico agropecuario.