Dos peces jóvenes nadan juntos y se cruzan con un pez más viejo que va en dirección contraria. El pez viejo los saluda con la cabeza y dice: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?”. Los dos peces jóvenes siguen nadando un rato, hasta que uno mira al otro y pregunta: “¿Qué demonios es el agua?”.

Esta es la escena con la que David Foster Wallace abre el discurso que pronunció en 2005 durante la ceremonia de graduación del Kenyon College. Aunque las interpretaciones de lo que el agua representa pueden ser diversas, yo encuentro en ella una relación profunda con nuestra forma de vincularnos con el lenguaje. A pesar de ser el tejido que moldea y sostiene nuestra realidad, es habitual olvidarnos de él. Lo usamos de manera tan constante que se vuelve invisible, en tanto es parte del fondo de la vida cotidiana. Pero es mediante su uso que construimos el mundo que nos rodea, sus límites, sus jerarquías y la forma en que los elementos se ordenan dentro de él.

El modo en que nos comunicamos distribuye lugares sociales, define lo aceptable y traza las fronteras de lo que entendemos como común. De ahí que lo que una sociedad considera ofensivo depende, en última instancia, de sus formas de nombrar. Los agravios no son universales, son construcciones culturales que varían según el tiempo, el lugar y las sensibilidades compartidas. Por ejemplo, los estereotipos que vinculan las tareas de servicio con la población afrodescendiente o que más recientemente asocian a la nueva población migrante de América Central con los repartidores de aplicaciones móviles sólo funcionan dentro de ciertos imaginarios locales.

Sin embargo, los agravios no se agotan en ese contexto. Son, también, actos de habla que intentan modificar la relación entre quien dice y quien escucha. Cuando alguien enuncia con el objetivo de discriminar, ridiculizar o excluir, no sólo expresa una opinión, sino que interviene en el vínculo, lo ordena y lo jerarquiza. Es una forma de disponer los vínculos dentro del lenguaje. Las palabras pueden parecer livianas, pero tienen peso simbólico.

Los agravios, entonces, no sólo hieren: también reconfiguran el mundo. Esta redelimitación del mundo social que se realiza a través del lenguaje es, en última instancia, una cuestión de poder, porque no todos pueden modificar, resituar o cancelar los vínculos. Esa prerrogativa pertenece únicamente a quienes pueden imponer sus categorías. Al definir a alguien por su origen, su religión, su color de piel o su posición social, entre muchos otros posibles criterios, lo fijan en una categoría que lo limita y, en ese gesto, reafirman quién tiene derecho a nombrar y quién debe aceptar ser nombrado.

Frente a este tipo de actitudes, las palabras racismo, xenofobia, aporofobia, y todas las que de un modo u otro señalan la discriminación, funcionan como formas de resistencia y contención de los agravios. Mientras estos intentan construir un mundo donde ciertos grupos son considerados inferiores, aquellas buscan denunciar y limitar esos retrocesos para afirmar un marco de convivencia sustentado en la igualdad y el respeto mutuo. Por eso hay una responsabilidad colectiva en cuidar cómo utilizamos estas palabras.

En el debate contemporáneo, en un contexto donde Israel ha estado en el centro de la atención mundial, se ha vuelto habitual que el gobierno de este país y las instituciones que lo respaldan consideren antisemitas muchas de las críticas dirigidas a sus acciones políticas y militares. Un ejemplo claro a nivel internacional se encuentra en los informes presentados por Amnistía Internacional, la Asociación Internacional de Estudiosos sobre Genocidio y la Comisión Independiente Internacional de la ONU. En todos ellos se señala que la situación de Gaza constituye un genocidio por parte de Israel. Los tres informes, elaborados por instituciones independientes y en distintos momentos, fueron calificados como antisemitas por distintos funcionarios del gobierno israelí y por voceros de organizaciones que lo respaldan.

Aunque los ejemplos de este tipo abundan tanto a nivel nacional como internacional, este caso resulta especialmente ilustrativo. Aun cuando era evidente que el gobierno de Israel no aceptaría las acusaciones presentadas en los informes, el modo en que se descalificó su contenido apelando a la acusación de antisemitismo como uno de los argumentos muestra hasta qué punto el término se ha desplazado hacia un terreno de disputa política. Es claro que, cuando se lo emplea para censurar críticas, ha demostrado ser excepcionalmente efectivo. Su sola mención tiene un efecto inmediato sobre el intercambio: clausura la posibilidad de respuesta. Quien es señalado como antisemita queda situado en un lugar defensivo, obligado a justificar su legitimidad, antes incluso de poder sostener una posición. La discusión se desplaza del tópico central para centrarse únicamente en si esa acusación es verdadera o falsa. Esto es justamente lo que ha sucedido en los casos de España e Irlanda, cuyos gobiernos, tras criticar públicamente las acciones del gobierno de Netanyahu, se vieron forzados a aclarar que sus declaraciones no tenían ninguna relación con la población judía ni con sentimientos antisemitas. En ese proceso, la palabra deja de funcionar como una herramienta para identificar el odio y pasa a operar como un arma política.

En esa zona gris, en la que la instrumentalización es una posibilidad significativa, el término antisemita puede transformarse en una herramienta que, en lugar de proteger contra el antisemitismo, termine restringiendo la discusión pública.

La noción de antisemitismo empleada en la mayoría de estos casos proviene de la definición elaborada por la Alianza Internacional para la Memoria del Holocausto (IHRA, por sus siglas en inglés). Aunque han existido intentos previos de establecer una definición internacional de antisemitismo, esta es la formulación más relevante internacionalmente y que ha sido adoptada por varios gobiernos occidentales, entre ellos el de Uruguay como una de las últimas acciones del presidente Tabaré Vázquez en su segundo mandato. La definición no tiene fuerza legal, pero eso no disminuye su fuerza simbólica y normativa, y es por ello que funciona como una guía de referencia para instituciones públicas, universidades y organizaciones internacionales. La formulación que presenta es la siguiente: “El antisemitismo es una cierta percepción de los judíos que puede expresarse como el odio a los judíos. Las manifestaciones físicas y retóricas del antisemitismo se dirigen a las personas judías o no judías y/o a sus bienes, a las instituciones de las comunidades judías y a sus lugares de culto”.

El documento ha generado controversia porque, luego de la definición, incluye una lista de once ejemplos destinados a ilustrar las distintas formas que puede adoptar el antisemitismo contemporáneo. En esos ejemplos no sólo se reconocen como antisemitas las expresiones de odio o discriminación hacia la comunidad judía como “negar o trivializar el Holocausto”, sino que también se incorporan formulacionesvinculadas al Estado de Israel, entendido en este marco como una colectividad judía. Entre ellas, se mencionan expresiones como “negar el derecho del pueblo judío a tener un Estado, aunque se reconozca ese derecho a otros pueblos”, o “aplicar un doble estándar a Israel, exigiendo de él comportamientos no esperados de otros países”, entre otros.

Aunque estos ejemplos buscan impedir discursos que ataquen a Israel solo por su vínculo con el judaísmo, la forma en que esta intención se traslada a los ejemplos resulta problemática en dos sentidos. En primer lugar, intenta normar el lenguaje a partir de formulaciones que incorporan matices de significado ajenos al uso habitual del término, lo que genera un desajuste entre la definición institucional y los usos del lenguaje. En segundo lugar, algunos ejemplos proponen categorías tan amplias que vuelven muy difícil su aplicación con precisión conceptual. El caso del “doble estándar”, es decir, exigir o juzgar a Israel de un modo diferente al aplicado a otros países, es particularmente revelador, ya que su amplitud habilita interpretaciones muy dispares. Un criterio tan abierto permite que actores muy distintos lo utilicen de maneras divergentes y lo que para alguien puede ser una crítica legítima a las políticas de un Estado, para otro, puede constituir un indicio de antisemitismo. Esa elasticidad hace que la aplicación del concepto dependa menos de la conducta analizada y más de la posición, la sensibilidad o incluso la conveniencia de quien acusa. En esa zona gris, en la que la instrumentalización es una posibilidad significativa, el término antisemita puede transformarse en una herramienta que, en lugar de proteger contra el antisemitismo, termine restringiendo la discusión pública.

Pero el problema no se agota en la amplitud de los ejemplos. Cuando una definición institucional intenta fijar sentidos a partir de documentos también debilita aquello que pretende resguardar. De esta forma, el término antisemitismo, al cargarse de usos expansivos se vuelve menos preciso, y por lo tanto, menos capaz de delimitar el fenómeno que designa. En ese desplazamiento, la palabra deja de operar como un instrumento para reconocer y condenar un tipo específico de odio y se convierte en un significante elástico. Al cubrir situaciones muy distintas entre sí corre el riesgo de perder nitidez, de volverse menos precisa, justo en las circunstancias en las que es más necesario y hasta urgente contar con la claridad que debe brindar un término de este tipo.

Esa dilución es peligrosa, porque el antisemitismo, lejos de ser una abstracción, sigue manifestándose con fuerza en nuestra vida cotidiana. Prueba de ello es el ataque sufrido recientemente por la influencer argentina Michelle Iman Schmukler y su bebé. Fueron agredidos física y verbalmente por su vecino, quien al grito de insultos dirigidos explícitamente contra su condición de judía, les arrojaba objetos contundentes. Ese hecho, concreto y brutal, nos recuerda que el antisemitismo no es un concepto abstracto ni un asunto reservado a debates diplomáticos; es una forma de hostilidad directa, que aparece en redes, en veredas, en interacciones cotidianas, y que afecta a personas comunes en situaciones ordinarias. Por eso resulta fundamental conservar una palabra capaz de nombrar con claridad episodios como este, una palabra que mantenga su gravedad y su peso moral. De lo contrario, hechos así corren el riesgo de diluirse en un escenario discursivo donde la expansión de los sentidos posibles de antisemitismo termina desplazando del centro las experiencias cotidianas de hostigamiento y violencia contra personas judías. Cuando esa expansión avanza sin matices, las situaciones que sí requieren ser nombradas como antisemitas quedan opacadas, absorbidas por un clima donde la etiqueta circula demasiado rápido y demasiado lejos de los casos que verdaderamente la justifican.

En ese contexto, el riesgo no proviene de la expansión de la circulación del término, sino de que su campo de aplicación se extienda de tal forma que sean contemplados fenómenos que, en un principio, no estaban destinados a ser cubiertos por esa categoría. Cuando esa ampliación crece lo suficiente como para abarcar situaciones sumamente heterogéneas, el problema es la pérdida de sentido. Las agresiones concretas, los prejuicios persistentes y las violencias dirigidas pueden empezar a convivir con casos cuya relación con el antisemitismo es, como mínimo, discutible. En un mundo con tanto ruido semántico, lo que está verdaderamente en juego es que la palabra deje de señalar con precisión el odio allí donde efectivamente aparece. Y si dejamos de poder nombrarlo, dejamos también de poder enfrentarlo. Yo no quisiera vivir en ese mundo.

Emiliano Pereira Modzelewski es licenciado en Letras y magíster en Teoría de la Literatura.