En los primeros días de noviembre se dio a conocer otra muerte de un policía que había decidido quitarse la vida; el agente, residente en el departamento de Canelones, fue el quinto caso en lo que va de 2025, siguiendo el caso de hace pocos meses, cuando un funcionario del Instituto Nacional de Rehabilitación se autoeliminó en junio en su lugar de trabajo.
El suicidio sigue siendo un importante problema de salud pública a nivel global. Se calcula que cada 40 segundos muere una persona por ello en el mundo –más que las guerras o accidentes–, mostrando una compleja realidad que depende de diversos factores, que pueden ser emocionales, económicos, sociales y culturales. Se trata, además, de un fenómeno que deja marcas a nivel familiar y social.1
Por otra parte, por cada muerte por suicidio se estima que ocurren aproximadamente ocho intentos (es decir, uno cada cinco segundos), en una proporción que es casi cinco veces mayor entre las mujeres que en los hombres. Si bien históricamente las mujeres lo intentan más y los hombres son quienes lo concretan –en una relación de cuatro a uno–, en los últimos 20 años la tasa de mortalidad ha venido en aumento bruscamente entre las mujeres.
Más allá de estos datos globales, nuestro país se ha caracterizado por tener cifras históricamente elevadas, mostrando una tendencia creciente y con ciertas características que se mantienen: que ocurre tres veces más en hombres que en mujeres, que los rangos de edad de mayor frecuencia son los de personas de entre 20 y 24 y las de 80 años o más, que la región noreste (Cerro Largo, Lavalleja, Treinta y Tres y Rocha) sigue manteniéndose alta en los reportes, con diferencias significativas con las regiones urbanas e incluso, dentro de los departamentos, con diferencias entre centros poblados y zonas rurales.2
Respecto al método, el ahorcamiento o asfixia es el más empleado en nuestro país, seguido por el arma de fuego, método que es utilizado generalmente en la mayoría de los casos reportados en personal uniformado (militares y policías), no sólo en Uruguay sino en el resto del mundo.
En cuanto a los funcionarios policiales, más de 100 efectivos han perdido la vida por suicidio en los últimos cinco años; las tasas, que duplican la media nacional (en 2023 rondaba cerca de 40 por 100.000 funcionarios, frente a 20 a nivel nacional), tienen en los policías de 18 a 25 años la franja de mayor incidencia (llega a 53 por 100.000), y donde el uso de arma de fuego ronda el 60%.
Los motivos son variados: sentimentales, enfermedad física o mental, problemas intrafamiliares, violencia doméstica y problemas laborales y económicos.3 Si bien el problema es multicausal, es importante analizar el tema a la luz de lo que ocurre recurrentemente en el personal policial, que tiene ciertas características de exposición a constituyentes estresantes que los hacen particularmente vulnerables.
En primer lugar, las exigencias de la vida policial generan una serie de factores de incidencia emocional que en ciertos casos se hacen muy difíciles de manejar. En el caso de los ejecutivos, los elevados niveles de estrés producidos por largas jornadas laborales y la posibilidad de perder la vida propia o la de un amigo o compañero de trabajo son realidades del ámbito policial cotidiano. El patrullaje de control, lo que muchas veces vemos en la vía pública y transcurre de forma tranquila, puede “sorpresivamente” transformarse en el contacto con una situación que requiera intervención inmediata, necesitando una reacción en la que no se puede fallar. La vivencia continua de estos episodios, en los que los errores pueden llevar al riesgo a ser lesionado o morir, produce un desgaste por el constante estado de alerta e hipervigilancia; las decisiones de vida o muerte deben tomarse en segundos, causando un estrés permanente por el gran componente acumulado de tensión que genera la situación.
Una situación similar afrontan los funcionarios que trabajan en las unidades penitenciarias, por ejemplo, donde las condiciones de trabajo cotidianas, signadas por la acumulación de transgresiones y violencia, afectan no sólo a policías sino también a operadores penitenciarios civiles.
En segundo lugar, hay situaciones que se presentan a partir de la asistencia a eventos que no se encuentran “en proceso”, sino en los que ya ha habido un desenlace. Estos también requieren una respuesta rápida y profesional: hechos de violencia consumados por distintos motivos –sólo recordar el caso de mediados de abril de 2022, en el que un padre de 48 años había asesinado a sus dos hijos en un apartamento del Centro de Montevideo, o el terrible episodio de la muerte de los niños en Soriano este año–. Cuando tratamos de imaginar las escenas a las que deben acudir y se someten los policías intervinientes, además de realizar registros, levantar pruebas o interrogar testigos, quizás podamos tener una aproximación a los procesos de sufrimiento con los que entran en contacto, y que dejan cicatrices invisibles, pero profundas, a nivel de la salud mental, debido a las situaciones traumáticas que viven día a día.
En tercer lugar, se puede mencionar a los policías, administrativos algunos, que trabajan lejos de las escenas, pero que la tecnología hace que las vivan prácticamente como si estuvieran allí: son los que integran las áreas de respuesta al 911, del Centro de Comando Unificado. Allí las llamadas pueden dar cuenta de situaciones “en proceso” en las que ciudadanos solicitan auxilio mientras están siendo víctimas –y se pueden oír golpes, gritos, súplicas de ayuda o disparos durante la comunicación–, o mujeres o niños mientras están sufriendo violencia y están siendo atacados, o casos de denuncias anónimas que dan cuenta de trata de personas, explotación o bocas de venta de drogas. Son largas horas de trabajo en las que, llamada tras llamada, no dan los tiempos de procesar emocionalmente las situaciones que se reciben por teléfono, generando una acumulación de estrés postraumático no tratado.
Más de 100 efectivos han perdido la vida por suicidio en los últimos cinco años; las tasas, que duplican la media nacional, tienen en los policías de 18 a 25 años la franja de mayor incidencia.
Existe, además, una repartición en donde no se vivencian las situaciones en vivo sino diferidas en el tiempo, que es donde se procesan y perician materiales (por ejemplo, teléfonos celulares o los videos que graban las cámaras de videovigilancia), y se edita el material que se enviará a Fiscalía como prueba: accidentes de tránsito, episodios de violencia y escenas del crimen deben ser revisados cuidadosamente, porque la Policía, como auxiliar de la Justicia, debe preparar toda prueba, sea esta directa (que es la que se levanta y custodia en el lugar de los hechos) o indirecta, que es la que se obtiene mediante dispositivos. Todo el proceso de revisión y edición de material requiere ver las escenas en reiteradas oportunidades, reproduciendo los episodios ante los ojos de los trabajadores, elementos que también dejan secuelas emocionales, con importantes consecuencias de una realidad que no debe pasar desapercibida.
Por otro lado, también nos encontramos con quienes trabajan en delitos informáticos, quienes procesan materiales como abusos sexuales, pedofilia, pornografía infantil, policías muchos de ellos con familias y niños pequeños y los que, sin lugar a dudas, deben, en mayor o menor medida, sentirse afectados por el contacto con materiales que deben procesar en sus lugares de trabajo.
Si estas situaciones laborales las combinamos con ciertos factores que a veces se presentan en los lugares de trabajo (y más en estos, con altos niveles de tensión), como ser problemas en las relaciones personales por reacciones diferentes a estos estímulos, sumados a la alta certificación –muy entendible–, que recarga los servicios de respuesta en el resto de los funcionarios, se generan condiciones de estrés que son recurrentes y permanentes, y donde los espacios no dan el tiempo de asimilar los procesos emocionales por el contacto con tanta violencia, quedando muchos sujetos a toda una serie de factores predisponentes a problemas de salud mental y suicidio.
Además, debemos considerar las condiciones de vida de muchos funcionarios, que no son muy distintas a las de muchos uruguayos: salarios no acordes, que llevan a extensas horas de trabajo, sobrecarga y problemas de cuidado en las mujeres con niños a cargo, vivir particularmente en zonas peligrosas en donde los delincuentes identifican a los policías, a riesgo de ser pasibles de rapiña del arma de reglamento y muerte.
Y no debemos dejar de mencionar, finalmente, ciertas características laborales específicas y que tienen gran incidencia, como lo es la cultura institucional: existe un mandato que determina que el policía no puede ser débil y que se percibe serlo si pide ayuda, generando una postura de estar siempre a la orden y ser autosuficiente; no puede mostrar agotamiento ni debilidad, y, en caso de sentirlo, debe ocultarlo por miedo a la estigmatización de quien solicita auxilio, que puede además conducir a consecuencias laborales como baja del porte de arma, reasignación de funciones o traslados. Todas estas características son presiones agregadas a la cotidianidad a la que los funcionarios están sometidos; “tener que aguantar” de forma silenciosa es la consigna que abona toda una situación difícil de sobrellevar. Sin dudas esto redunda en conductas ya descritas en muchos uniformados: depresión, ansiedad, trastorno de estrés postraumático, dificultades de autocontrol y naturalización de conductas violentas, abuso de alcohol, problemas de pareja, administrativos o legales, dificultades laborales por relacionamiento con mandos o compañeros de trabajo, contribuyendo a alimentar el continuum de la conducta suicida. Las conexiones se hacen evidentes.
El Ministerio de Salud Pública ha presentado recientemente un diseño de estrategia nacional de prevención del suicidio que incluye, además del fortalecimiento del primer nivel de atención, asegurar el acceso y la capacidad de respuesta en todo el territorio con participación intersectorial y de la sociedad civil; conjuntamente con ello, debe considerarse un abordaje particular para los funcionarios del Ministerio del Interior, dado los diversos factores psicosociales, culturales y organizacionales mencionados, que se asocian al alto riesgo de suicidio en estos funcionarios, y adoptar planes institucionales especiales e integrales de prevención en la Policía de nuestro país.
Las estrategias basadas en evidencia muestran la efectividad de campañas de sensibilización y programas de apoyo entre pares para fortalecer los esfuerzos de prevención, ampliar la atención de salud mental y los servicios de crisis, además de identificar y restringir el acceso a medios letales. Debe fortalecerse la prevención en territorio, pero con un abordaje in situ a través de datos y vigilancia, estableciendo prioridad en servicios y lugares de trabajo críticos, para detectar riesgos, hacer seguimiento y orientar eficazmente los recursos.
Finalmente, mencionar que algunos autores refieren a este tema como una “pandemia silenciosa”; si bien la Organización Mundial de la Salud (OMS) utiliza el término específicamente para enfermedades infecciosas y de propagación mundial, consideramos que el término más adecuado es el presentado en el título del artículo, que, más allá de los argumentos semánticos, es más preciso. Si bien el suicidio mantiene su característica global y silente, la estigmatización que continúa acompañándolo y su naturaleza multicausal, como convergencia de factores psicológicos, sociales, biológicos y ambientales, hacen que, como contraparte, requiera mecanismos de abordaje poblacionales, pero también centrados en colectivos de riesgo.
Consideramos que a esta estrategia debería agregarse el foco en los individuos más expuestos a riesgo, abordar a las personas y sus circunstancias, e introducir los equipos multidisciplinarios en los lugares de trabajo –principalmente en aquellos en los que no es posible pedir ayuda– para identificar los riesgos y generar factores de protección; en el caso de los uniformados, agregar que sean, a su vez, discretos, para evitar el tabú y el estigma que continúan en torno al tema.
José Luis Priore es docente e investigador de la Facultad de Enfermería y del Centro de Formación Penitenciaria, y trabaja en el Ministerio de Salud Pública.
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Documento estratégico para la promoción de la salud mental. (2020) Depresión y suicidio: una prioridad en salud pública. En Wecare-u. Healthcare Communication Group (ed.), 19-22. ↩
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Ministerio de Salud Pública. Día Nacional de Prevención del Suicidio, 2025. ↩
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mediospublicos.uy/cien-policias-se-suicidaron-entre-2019-y-2023/ ↩