La modalidad de recitales multitudinarios de samba de caboclo o samba de Macumba hoy proliferan en la hermana Brasil y poco a poco van llegando al Uruguay, en menor escala, obviamente. Son espectáculos especialísimos: disposición escénica circular, público abundante de pie y al mismo nivel de la orquesta –como mucho, sobre una especie de tarima que levanta del nivel del piso a cantantes–, amplificación y experientes tocadores.

Como sucede periódicamente en distintos clubes y centros sociales, llega a la comunidad de Rocinha por el Aniversario de Umbanda en noviembre, que en Río de Janeiro es patrimonio cultural. Muy necesarios mensajes de paz y energía positiva, en lugares y tiempos tan castigados por la violencia y el mundo narco.

Donde sea que se den, son valorizaciones de las tradiciones afroreligiosas, vivificantes encuentros musicales y danzarios de emoción al tope, que llevan lo sagrado afroindígena a lo público en formato divertimento; eventos masivos y atractivos pensados para el disfrute colectivo, y, de algún modo también, didácticos por su origen étnico de culturas históricamente discriminadas. Se destacan por llevar felicidad al pueblo de diferentes estratos sociales. En las sambas de caboclos, a la hora de cantar y bailar, no hay diferencias sociales.

Muestran su valor popular en tanto ya no es posible esconder ni restringir exclusivamente a los templos, ilés o terreiros, la belleza cautivante de los ritos afro, sus oraciones cantadas, bailes, toques, tambores, limpiezas energéticas, preciosas vestimentas, comidas riquísimas y nutritivas, salud física y espiritual, personajes míticos con gran poder que nos equilibran y liberan de todo mal, emergiendo de la naturaleza que habitamos Orixás y entidades de bien.

Por su brillo, sale a luz la gran hermosura de estas expresiones numinosas, y es genial en tanto no se pierda la matriz sagrada y el fundamento ritual originario, que, vaciado de contenido trascendente, corre el riesgo de transformarse en mera destreza corporal, diluyéndose la filosofía original, milenaria forma de concebir el mundo no visible con sus misterios y grandeza.

Es responsabilidad comunitaria preservar la herencia ritual regada con sangre de la trata esclavista proveniente de los navíos negreros y el genocidio indígena, crímenes de la irreparable invasión europea. Tristemente se usa todavía la palabra “macumba” como agravio, ignorando lo que significa, asociándola a un ser mitológico maligno que no existe en nuestra iconografía.

El distintivo de las sambas de caboclo o de macumba es la base musical, que son puntos, rezos cantados o canciones de terreiros originales de ceremonias místicas, hechas para reverenciar Energías y Espíritus de la cosmología afroamerindia. Y quienes “puxan”, liderando el canto, interpretan y tocan atabaques y todo tipo de instrumentos típicos, son mayormente personas pertenecientes a religiones de matriz afro, pues no hay otro modo de conocer este tipo de melodías, letras, giros, figuras y demás si no es frecuentando los lugares de culto desde siempre, e incluso iniciándose para poder ejercer la tarea de rigor en las sesiones sagradas.

Muchas y muchos son tamboreros, alabés u oganes de curimba, con axé o llamado de vibración ancestral, referencias legitimadas que dirigen la actividad, y también toman sus precauciones mínimas, como que el primer círculo cercano al núcleo emisor sea integrado por creyentes, incluso a efectos de la repetición en el canto, dinámica habitual en los ritos afroamericanos donde siempre hay participación grupal. Es una espontánea forma de popularizar y, por ende, "normalizar" la cultura espiritual y tradiciones sacramentales heredadas de la negritud esclavizada y poblaciones aborígenes. Costumbres que allí se explayan y son desconocidas y estigmatizadas en estas sociedades, aún colonizadas ideológicamente por el sistema capitalista estructural, racista y excluyente.

Estos hechos artísticos que acercan religiosidad de origen afro a la gente en ambientes descontracturados se transforman en herramienta importante contra el racismo, que se ensaña con lo religioso por su poder de resistencia y resiliencia. Son mensajes cantados, danzados y percutidos, de una masividad, fineza y firmeza incontestables. La gente se familiariza con lo divino negro desde la estética y la musicalidad, y es fantástico. Y una realidad práctica es que los centros afroumbandistas son pequeños, no caben las decenas de miles que atraen estos macroespectáculos.

Tristemente se usa todavía la palabra “macumba” como agravio, ignorando lo que significa, asociándola a un ser mitológico maligno que no existe en nuestra iconografía.

Estas sambas en las que se toca macumba o caboclos alejan la censura social, y quienes nada saben de creencias tribales se identifican inmediatamente por la cadencia, la espontaneidad del ritmo y los coros propios de la africanía y pueblos originarios con raíces de la Madre Tierra. Les llega la pureza, fuerza natural, poder de sanación y bienestar colectivo que dichas prácticas afrosensibles brindan generosamente en lenguaje universal. Nada de mitos de diablos ni brujerías. Cada toque, letras y melodías son argumentaciones sin palabras que van directo a los sentidos con mensajes de amor y fe. Y nadie te lo cuenta, ni te lo vende, ni te obliga a nada. Se siente en el alma la bondad de esas alabanzas percusionadas.

Pero no todo lo que se ve es sólo danza o canto. No hay que confundir estos espectáculos con una sesión o ritual religioso realizado en un templo o reino de la Naturaleza, aunque si la energía es fuerte y hay personas con cierta sensibilidad energética, puede ocurrir que sientan sensaciones, por la corriente astral que inevitablemente allí resulta convocada.

La riqueza de las culturas afroindígenas no puede reducirse al espectáculo. Cuando sus expresiones espirituales –como la danza ritual, los toques de tambor, el canto litúrgico o la vestimenta ceremonial– son extraídas de su contexto y exhibidas como simple folclore, corren riesgo de vaciarse de contenido. Esa teatralización sin el espíritu que las motiva podría despojar a estas prácticas de su profundidad ancestral, transformándolas en meros objetos de consumo estético o turístico.

En cada movimiento, cada palabra cantada, hay cosmovisiones, relaciones con lo divino y formas de resistencia cultural forjadas en siglos de opresión. Ignorar este sentido profundo es repetir formas de colonialismo simbólico: usar lo ajeno sin comprenderlo ni respetarlo, exotizarlo y, muchas veces, meramente lucrar con ello cosificando un sentir tan esencialmente universal.

Por eso, al mostrar estas culturas, es esencial hacerlo con respeto y humildad, con participación directa de quienes las portan, brindando el contexto necesario para que se comprenda que no son sólo expresiones culturales lúdicas: son principalmente manifestaciones de fe, memoria y dignidad del Alto Astral. La mera copia, desconociendo u olvidando la profundidad del tema, implica pisotear lo sagrado, contribuir a la banalización del culto milenario, folklorizar o desvirtuar la trascendencia espiritual del tema, lo cual resulta una contribución al racismo religioso contra cultos afro.

El equilibrio entre guardar la liturgia y mostrar parte de ella en sus ceremonias de plástica y sensibilidad de hermosura extrema es indispensable para no relativizar la esencia, ya que podría ser más nocivo que la demonización, por hacer ver como liviano algo que es demasiado profundo y milenario. Banalizarlo le quitaría ancestralidad, historia y memoria ritual, y esto podría resultar en trivializar el fundamento.

Así que adelante los templos para hacer religión y los encuentros de sambas para la sana diversión, que también alimentan el espíritu humano. En Montevideo tenemos un similar con las Ruedas de Candombe: éxito en salud mental. ¡Cuidémoslas!

Hecha la prevención, esperamos que las autoridades brinden infraestructura y contención, no represión. Sostenemos que estos hechos sociales, sin dudas, son aportes al valor de la convivencia y el respeto por la multiculturalidad, en sociedades cada vez más plurales, crecientes y pujantes en su polifonía étnico racial y, a su vez, conscientes de la riqueza y necesidad del fomento y promoción de la diversidad cultural por su contribución a la armonía para el desarrollo social y, en definitiva, a la alegría del pueblo, tan imprescindible.

Susana Andrade es procuradora, activista social y exdiputada. Es presidenta de la Institución Federada Afroumbandista del Uruguay e integra el grupo Atabaque por un país sin exclusiones, fundado en 1997.