Más allá de la política de la posverdad, con la multiplicación de “hechos alternativos”, de deep fakes y fake news, la devaluación de la palabra y la pérdida de la relación con lo real son señales inquietantes del rápido vuelco de nuestras sociedades. Señales preocupantes que dan la impresión de que nuestras sociedades viven al borde de la implosión. Cada día trae su carga de desánimo, su flujo de estupor con su asombrosa narrativa. Es como un teatro de sombras: guerra en el corazón de Europa en Ucrania, aplastamiento mortífero de Gaza, mujeres obligadas al mutismo en Afganistán y, en otros lugares, complotismo que, de Washington a Moscú, gana las más altas cumbres del poder. La anomia social se extiende, y la adicción digital y la tecnopolítica difunden el oscurantismo y manipulaciones de la información.
El médico austríaco Sigmund Freud (1856-1939) planteaba prudentemente la hipótesis de que nuestras sociedades se habían vuelto "neuróticas". Diagnosticaba un malestar; sostenía que nuestras sociedades eran atravesadas, según él, por un "malestar en la cultura", título de su libro publicado en 1929, que hoy cobra formas nuevas y masivas en el ámbito de los discursos fuera de la realidad y de los malos usos de la palabra.
La consagración de cierta neolengua política
Una crisis del lenguaje se apoya en nuestros días en palabras que ya no corresponden a las realidades que supuestamente designan, mediante una suerte de deshilachamiento del lenguaje y de inversión semántica. Donald Trump y Vladimir Putin son ambos conscientes del poder del lenguaje, al punto de recurrir cada uno a una suerte de neolengua conforme a sus designios. El primero se expresa a fuerza de “likes” y fanfarronadas (solicitar la atribución del Premio Nobel de la Paz, por ejemplo). El exespía ruso hoy al frente del Kremlin saca provecho del “mat”, la jerga de los bajos fondos. La idea de neolengua como forma de hablar para controlar y definir el pensamiento de la población con intereses políticos ha sido y sigue siendo un tema de actualidad y de interés moral. De hecho, en su novela 1984, George Orwell tomó como modelo para su neolengua el lenguaje utilizado por la propaganda política del momento.
El desvío de lo real también se construye mediante mentiras permanentes: el cambio climático sería “la mayor estafa jamás organizada en perjuicio del mundo” (Trump) y el conflicto armado ruso en Ucrania es una “operación especial” (Putin). Esta manera de caracterizar situaciones diametralmente opuestas a la realidad corresponde en retórica a lo que se designa como anticatástasis, es decir, una forma de engaño desinhibido que ya no se oculta en nuestras democracias sometidas a tal corrupción del lenguaje político.
Este quiebre del lenguaje ilustra una inmensa confusión de las categorías que hasta entonces nos permitían aprehender la realidad: hoy, por ejemplo, el fascismo no se opone a la democracia sino que anida en su seno. Las categorías de lo real en política se derrumban bajo nuestros pies. Antaño la realidad generaba en cierto modo más consenso. Hoy prevalece la posverdad, marcada por operaciones que se dirigen a las masas de usuarios de redes sociales. Derrumbe semántico, devaluación de la palabra y atrofia de la realidad marcan masivamente nuestra modernidad digitalizada posdemocrática. El malestar de esta modernidad proviene del vértigo de un vuelco hacia un mundo digitalizado y virtual con la punta de lanza de la inteligencia artificial.
Este quiebre del lenguaje ilustra una inmensa confusión de las categorías que hasta entonces nos permitían aprehender la realidad: hoy, por ejemplo, el fascismo no se opone a la democracia sino que anida en su seno.
Nuevos progresos más allá del rechazo de lo real
¿No estaremos asistiendo a un tipo de “astucia” de la historia, como la teorizaba el filósofo alemán Friedrich Hegel (1770-1831), es decir, una etapa brutal que permite impulsar así un nuevo progreso? Si la internacional reaccionaria encarnada por Trump y Putin se manifiesta tan brutalmente contra lo real –combatiendo las dinámicas sociales de la diversidad (formas alternativas de los poderes en materia ambiental, sexual o cultural)– es precisamente porque estas se han ido imponiendo poco a poco. La raíz de la desorientación actual sería entonces, en parte, ideológica.
La polarización política latente puede, sin embargo, tener la ventaja de la clarificación, es decir, saber contra quién hay que luchar. Los remedios a la desorientación del sentido común no se reducen hoy a la sola lógica antagónica de las confrontaciones a las que querrían arrastrarnos los ingenieros del caos. Estos remedios pueden inventarse cotidianamente fabricando vínculos y cercanía cuando la realidad ya no genera consenso y la verdad ya no es compartida.
Resta implementar una suerte de “terapia de los medios” sostenida por el sistema educativo y los medios alternativos, pero también por contrapoderes institucionales que podrían convertirse en lugares de aceptación compartida de la verdad, de la atención y de la confianza, en una palabra, de coexistencia surgida de nuestras experiencias. Y nuestras instituciones deberían salir de la sola lógica de los resultados políticos electorales, que no lo son todo en democracia. Sin duda, convendría emanciparse del régimen de la desconfianza, confiar en el encuentro y recuperar una relación con la palabra, en particular estar abiertos al encuentro amoroso cuya experiencia concreta debe ser liberada de las relaciones de dominio y coerción puestas en evidencia y denunciadas por el movimiento #MeToo.
Pero ¿no son estos sino leves antídotos? Que cada uno responda. Freud, evocando en El malestar de la cultura el combate decisivo entre “el Eros eterno” y “su adversario igualmente inmortal”, explicaba así que nuestros esfuerzos por dar cuerpo a la pulsión de vida mantendrán a distancia la pulsión de derrumbe y de muerte.
Alain Garay es abogado ante el Tribunal de París.