El pensamiento igualitarista liberal es deudor de John Rawls; antes de él, la libertad y la igualdad libraban una guerra fría. La obra de Rawls defiende la justicia, el pluralismo y la libertad. Con él, el liberalismo igualitario ganó espacio y liberó aire, a expensas del cuerpo hegemónico liberal, de tipo conservador y desigualitario.
La idea de contrato social, acuñada por el liberalismo y base de la ingeniería de Rawls, tiene una triple relevancia. Primero, porque se interesa por la sociedad, no exclusivamente por el individuo. Segundo, porque el contrato resulta de la acción colectiva orientada a derechos civiles, políticos, sociales, multiculturales. Tercero, porque el contrato social sitúa al conflicto en el centro: los derechos no se conceden, se conquistan. Sin embargo, la idea contractual tiene una restricción: se limita a los países, no al mundo. Esta limitación, también presente en la obra de Rawls, postula una especie de “justicia nacional”, no global. Esto podría derivar en una naturalización de lo propio y, con ello, en un “localismo cultural” que obstaculice reflexionar sobre nosotros mismos con ojos ajenos. Por eso hay pensadores, como Sen, que estiman necesario considerar las opiniones de los otros: de los otros cercanos y, sobre todo, de los otros lejanos: la humanidad debería poder reflexionar sobre el contrato de nuestra comunidad; necesitamos de los otros para conocernos.1 Sin embargo, no es lo que ocurre en Rawls, que prescribe un “Estado soberano” que aplique los principios de la justicia a través de un “conjunto perfecto de instituciones” no abierto a correcciones.
Una justicia estratificada
Rawls establece dos principios en Teoría de la justicia, el principio de libertad –las personas tienen un igual derecho al conjunto de las libertades– y el principio de igualdad –las desigualdades socioeconómicas sólo son justificadas si contribuyen a mejorar la suerte de los menos favorecidos–. Sin embargo, estos principios no valen igual, están jerarquizados. El primero, referido a la libertad de palabra, de sufragio, de reunión o de propiedad, tiene prioridad sobre el segundo, que remite a la distribución de la riqueza social. Las mejoras distributivas no podrán compensar la violación de siquiera una de las libertades fundamentales. Sin embargo, este “acuerdo trascendental único” plantea problemas en términos de justicia.
El principal problema es que elimina alternativas de justicia razonables, lo que obtura el diálogo ciudadano ante situaciones difíciles que merecen respuestas plurales. Sen –Nobel de Economía 1998– ofrece un ejemplo de estas situaciones repetidas a diario: “los tres niños y una flauta”. La niña A reclama la flauta con el argumento de que es la única que sabe tocarla. B reclama la flauta aduciendo que es el único de los tres que carece de los recursos para comprarse juguetes propios. C dice que ha estado trabajando durante meses en la fabricación artesanal de la flauta y que, en el momento de tener su objeto terminado, aparecieron A y B con el objetivo de apropiársela. En este caso, los utilitaristas darían razón a la niña A, los igualitaristas al niño B y los libertarios a la niña C. “Los tres argumentos apuntan a un tipo diferente de razón imparcial y no arbitraria”, esgrime Sen.2 La clausura cognitiva y el cierre al correo de ideas con base en una jerarquía ideal que plantea Rawls no parecen democráticos ni plurales. Tampoco justos.
Lo que constituye un problema es la prioridad absoluta que Rawls concede a las libertades. Frente a esto, uno se pregunta junto con Sen: ¿por qué considerar al hambre o al analfabetismo menos importantes que las libertades individuales? ¿Es justo? ¿Es justo cerrar ese debate?
Una justicia sin autonomía
Desde la misma matriz liberal que Rawls usa para legitimar la estratificación entre principios, surge un problema adicional. De Kant en adelante, el liberalismo asume que el hombre es responsable por las consecuencias de sus acciones, no una máquina de homologar un consenso yuxtapuesto de carácter unánime: somos personas reflexivas, que vivimos entre valores. Y esa forma de vivir, en tanto territorio de debate y confrontación, no puede ser concebida como dominio donde se realizan sin conflicto los principios que dan fundamento a la estructura básica de una “sociedad bien ordenada”, como en cambio pretende Rawls. Es cierto: el plano en que se mueve es abstracto, no histórico. Y allí radica otro de los problemas.
Una justicia ideal
Rawls tuvo el mérito de insertar la justicia dentro de la tradición liberal, y de esto hace más de medio siglo. Lo hizo en términos de lo que Sen denomina “institucionalismo trascendental”, de acuerdo a ciertos principios únicos sobre los que los hombres acuerdan para construir instituciones justas. La conducta de los hombres, según la teoría trascendental, debe ajustarse a esas instituciones. Rawls ofrece respuestas ideales sobre la naturaleza de una sociedad justa. Dos son sus mecanismos: identificar principios e instituciones clave de justicia, válidos para todos en el plano ideal; prescindir de las sociedades reales, en aras de la perfección. El problema es que a Rawls no le ocupa saber cómo eliminar injusticias extremas en el mundo: esclavitud, prisión arbitraria, invasión, tortura. Tampoco cómo mejorar las vidas de las personas de carne y hueso: cómo sacarlas de la indigencia, la pobreza, la vulnerabilidad, la invisibilidad. Se podrá decir que, en tanto filósofo, es razonable que actúe así.
Sin embargo, Sen, también filósofo, no se interroga acerca de cuáles serían las instituciones idóneas para la realización de la justicia, sino cómo eliminar las injusticias y cómo mejorar las vidas de las personas reales. Refiere a las enseñanzas de Siddharta Gautama, como reconoce. Buda adquirió una idea de la justicia a partir de su percepción del estado masivo de privaciones: hambre, desnutrición, enfermedad. Su visión crítica se asienta en observar las circunstancias de los otros y su anhelo fue hacer del mundo un lugar mejor; no perfecto, sino más habitable. Sen sigue su camino.
Pluralismo antiplural
Esa sociedad que se proyecta como justa, ¿cómo escoge sus principios? La respuesta a este punto vincula la justicia con el pluralismo. Para Rawls, existe un único cuerpo de principios: el principio de la libertad, que tiene primacía sobre otros dos: el de igualdad y el de diferencia. Ahora bien, si dentro de cada individuo reflexivo puede convivir una asamblea de voces, con criterios que rivalizan entre sí, con más razón ocurre en las sociedades, atravesadas por conflictos de clase, poder y estatus; etnia, género, generación. Y con diversas maneras de evaluar.
Rawls restringe el arco del pluralismo a las “doctrinas razonables”, que son sólo dos: kantismo y utilitarismo. Ambas del campo liberal. Todas las restantes, por su carácter omnicomprensivo, pueden desembocar en deriva totalitaria: “Un acuerdo trabajado sobre la base de una única concepción general y comprensiva puede sólo mantenerse a través de un uso opresivo del poder del Estado”, dice Rawls. Sin embargo, a continuación, agrega que la diversidad de visiones por fuera de lo razonable no sólo va a persistir, sino que va a aumentar. En breve, el “pluralismo” restringido a dos doctrinas, ambas liberales, no es plural y, por lo tanto, resulta lesivo para la democracia. ¿Por qué?
Primero, porque su modelo no incluye doctrinas que integran conflictos adversativos, sean de índole doctrinaria, económica, política o cultural: su sociedad es una antisociedad.3 Para Rawls esas doctrinas no son “razonables”.
Segundo, porque su modelo tampoco acepta las restantes “doctrinas razonables”: aquellas que ayudaron históricamente a ampliar la autonomía individual y la igualdad social. Para situarnos en su plano, aceptemos los límites de Rawls y expulsemos a las doctrinas “no razonables” por temor a una eventual “escalada totalitaria”. Aún en ese caso no se entiende por qué incluye sólo a dos doctrinas: el kantismo y el utilitarismo. Si el criterio es la razonabilidad deberían incluirse varios marxismos, los socialismos no marxistas, la mayoría de los feminismos, algunas tendencias ecologistas y las socialdemocracias, entre otras corrientes: todas ellas introducen un balance entre conflicto y cooperación. Y este balance llenaría el requisito de razonabilidad que prescribe Rawls al convertir las polaridades en diferencias y a los enemigos en adversarios. Estas ideologías también son razonables porque tienden a cerrar las brechas de desigualdad social y a aumentar la autonomía de los individuos; promueven que los humildes accedan a los mismos servicios educativos, sanitarios y de cuidados que los ricos, sin dependencias del Estado. Sin embargo, las únicas doctrinas a las que Rawls hace referencia son sólo las dos referidas. Las demás están excluidas del consenso en aras de un objetivo mayor: la estabilidad. Para el autor, el pluralismo debe ceder frente al objetivo supremo de “estabilidad” y “unidad social”. Así fundamenta Rawls su pluralismo antiplural: “La controversia frecuente [...] socava el gobierno constitucional”.4 No piensa que subyace a los conflictos una estructura social sesgada contra los casilleros vacíos, que esa estructura organiza la desigualdad intergeneracional, que se necesitan otras herramientas ideológicas para combatirlas y que estas no son necesariamente irracionales, sino todo lo contrario, provienen de los avances de la ciencia social.
Rawls construye una filosofía política dirigida hacia valores más igualitarios, pero al mismo tiempo legitima la desigualdad.
Tercero, porque esta lógica restringida al pluralismo originario conduce a un callejón sin salida para los nuevos problemas en las sociedades “no tan perfectas”, llamadas por Rawls “casi bien ordenadas”. O sea, aquellas en las que existe alguna “grave disputa” entre los grupos cuando se aplican los principios de justicia: serían las mejores dentro de las reales, las otras son ideales. Para estos casos, Rawls admite que los “grupos opuestos” ventilen sus discrepancias en el foro público –porque en general lo deben hacer en las instituciones– para explicar “cómo la doctrina comprehensiva que uno profesa afirma los valores políticos fundantes”.5 O sea, acepta el pluralismo sólo en última instancia, y exclusivamente para homologar los valores políticos originarios. El pluralismo en Rawls como némesis del pluralismo.
Por último, Rawls restringe a tal punto el pluralismo que liberales anteriores, también restrictivos, resurgen como enérgicos pluralistas, cuando esto sería polémico. Karl Popper sostuvo que la democracia es el único régimen que brinda canales institucionales a partidos que trabajan para su destrucción, precisando que “así debe ser”. Creía, por ejemplo, que el marxismo, que concebía como enemigo de la democracia, había surgido de un interés genuino por mejorar la condición del proletariado y de la humanidad.6 Concede, pues, estatuto moral a la utopía socialista, que Rawls niega a las ideologías “no razonables”, de carácter adversativo, entre ellas al marxismo. Adiós a las ideologías del conflicto, incluidas las que lo reconocen como hecho social para ofrecer canales, espacios de diálogo y vías de solución. En su negación del marxismo, olvida o ignora, por ejemplo, a Otto Bauer, fundador del austromarxismo, cuya apuesta en el plano teórico fue conciliar kantismo y marxismo, y en el plano político, apoyar el camino democrático como vía a una sociedad sin explotados ni explotadores.
¿Sintonía con la desigualdad?
Rawls podría estar extendiendo carta de ciudadanía a la desigualdad, en contradicción consigo mismo. Y esto porque construye una filosofía política dirigida hacia valores más igualitarios, pero al mismo tiempo legitima la desigualdad. Al destacar al utilitarismo, incluye a Pareto, utilitarista arquetípico que descree de la igualdad. Wilfredo Pareto formula su “óptimo social” con retórica enrevesada: existe un estado social óptimo si no existe ningún estado alternativo en el que al menos un individuo esté mejor y nadie esté peor. En buen romance, bajo el “óptimo de Pareto” nadie pierde, aunque algunos pueden ganar. No es de su incumbencia si los que ganan están situados arriba en la escala social. En esta formulación de “óptimo” no hay cabida a la igualdad ni al combate de la desigualdad, como en cambio lo hay en el planteo teórico de Rawls. Para peor, Pareto creía que la desigualdad era inevitable, dado que quienes salen gananciosos son los económicamente más poderosos, en cuyo caso la desigualdad se incrementa. Para Rawls, en cambio, las desigualdades sólo son equitativas cuando los menos favorecidos resultan beneficiados. En síntesis, Rawls se contradice al integrar, sin modulación, al utilitarismo como uno de los dos cuerpos filosóficos taxativos de su teoría.
Democracia por debate abierto
El debate en un espacio público independiente es clave porque posibilita dejar atrás la vida privada e interesarse por la cosa común. Dice Jürgen Habermas: “En ese momento se comportan no como comerciantes ni como profesionales que dirimen sus asuntos privados, ni tampoco como personas jurídicas que se someten a los códigos legales de la burocracia estatal. [...] Se comportan como público cuando y sólo cuando –sin que nadie los obligue, es decir, bajo la garantía de reunirse libremente– puedan expresar y publicar su opinión sobre asuntos del interés común”. Es el pasaje del individuo al ciudadano. Sin esta dimensión participativa habrá democracias, pero no ciudadanos; ingeniería política sin demócratas.
Déficit democrático
Por último, Rawls adolece de una idea de la democracia delgada, mal llevada con el debate público, en la que no parece haber lugar para la ciudadanía activa. Y esto por tres razones.
Primero, porque para Rawls la esfera pública en la que tiene lugar el debate no está localizada en la sociedad civil, sino en el ámbito de las instituciones. Y dentro de ellas, en una en particular. Dice: “En un régimen constitucional en donde existe el control del Poder Judicial, la razón pública es la razón de su Suprema Corte”. Con esto restringe considerablemente la variedad de voces dispares de que debería estar dotado un régimen democrático.
Segundo, porque la Suprema Corte en los países angloparlantes se basa en el common law, enraizado en relatos conservadores y valores tradicionalistas, sustraídos a los problemas nuevos y al debate siempre renovado entre contemporáneos. Hizo falta una guerra civil –algo extraño al pensamiento de Rawls– para que Estados Unidos sancionara la abolición de la esclavitud en toda la Unión. Recién después la Suprema Corte ajustó su ejercicio a una nueva escala de valores políticos portadora de una razón pública moderna.
Por último, Rawls parece manifestar una disposición contraria al debate democrático: sólo lo acepta en última instancia cuando hay alguna disputa grave. Pero ese debate no tiene final abierto, porque sus fundamentos deben remitir a los valores políticos originarios: kantianos o utilitarios. O sea que el uso público de la razón está tan acotado que ese ejercicio no amerita ser llamado “debate”. El problema es que el debate público –tanto como la soberanía popular– es pilar fundante de la democracia: desde las polis griegas de la época clásica o Ashoka en la India hasta hoy, no hay democracia sin debate. Democracia no sólo es “gobierno del pueblo”, sino “gobierno por debate abierto”: contra esto último parece alegar Rawls en su Liberalismo político.
Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia.
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En esto reconoce su deuda con Adam Smith en Teoría de los sentimientos morales. ↩
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Sen, Amartya. La idea de la justicia, 2011. Montevideo, Taurus. ↩
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Wolin, Sheldon S. “The Liberal/Democratic Divide. On Rawls’s Political Liberalism”. En Political Theory, vol. 24, n° 1, 1996, 97-142. ↩
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Rawls, John. Liberalismo político, 2004. México DF, FCE. ↩
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Rawls, John. Liberalismo político, 2004. México DF, FCE. ↩
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Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos, 2006. Ediciones Paidós Ibérica. ↩