El Estado uruguayo ha formado históricamente parte de la solución a un conjunto de problemas. Pero en algunas áreas, el propio Estado opera como obstáculo a la solución. Este segundo artículo señala “fallas de Estado” adicionales a las esbozadas en una nota anterior.1 Se centra en tres problemas de largo plazo: la reforma del Estado, la forma artesanal en que los gobiernos elaboran el presupuesto público y la matriz corporativa de la seguridad social.

Traiciones utópicas neoliberales

El Consenso de Santiago de Chile, de los años 60, montado sobre CEPAL, colocó al Estado como parte de la solución, sin reparar en los Estados realmente existentes, ni en sus efectos nocivos. Tres décadas después, el Consenso de Washington llevó el péndulo hacia el otro extremo. Sostenido en la ideología neoliberal, situó al Estado como el único problema. En el utopismo neoliberal favorable a un Estado mínimo y subsidiario, la literatura crítica detectó lo que podrían denominarse “traiciones utópicas”.2 De estas no escapó Uruguay, que sin embargo opuso resistencia en el marco de una región que experimentó un asedio de mercado e implementó desde el Estado un “intervencionismo neoliberal”: los mercados en el área de las jubilaciones es un ejemplo.

La primera traición utópica fue reparar exclusivamente en el tamaño del Estado, no en su calidad. En Uruguay se cerró el ingreso al Estado en 1991, recién levantado en 2005, lo que envejeció la planta estatal.

Asimismo, la fisura social entre marginados e integrados a las instituciones de protección social ganó en escala y profundidad. La reforma estatal, en aras de aliviar al Estado de problemas fiscales mediante desinversión, tercerización y privatización, afectó la calidad de los bienes públicos. Así, ciudadanos de alto poder adquisitivo desertaron de los servicios estatales mientras los hogares de clases bajas, sin el poder de presión de sectores aventajados, quedaron rehenes de bienes deteriorados: segunda traición utópica.

Una tercera traición utópica fue apostar a una visión única de Buen Estado, bajo el supuesto de que la teoría puede trasladarse a la vida sin trabas, soslayando el clientelismo que los propios reformistas utilizaron desde siempre. Por esto es quimérico pensar que una reforma elaborada por un cuerpo de técnicos con metas claras pudiera superar la trama de patronazgos y actores de veto.

Una cuarta traición utópica fue formulada por Susan Rose-Ackerman: “¿Una administración reducida significa una administración más limpia?” Para el consenso neoliberal, la privatización, la descentralización y la reducción del Estado bastaban para limitar la corrupción. Sin embargo, las reformas estuvieron pobladas de denuncias y pruebas de corrupción. “La privatización no siempre reduce la corrupción porque esta puede insertarse en el proceso mismo de privatización o desplazarse hacia las instancias del Estado que regulan tarifas u otras condiciones de las empresas privatizadas”, explica Alfredo Rehren. Por lo tanto, la relación entre el tamaño del Estado y la reducción de la corrupción es espuria.

Entre los resultados se cuentan el incremento de la fractura social, la persistencia del clientelismo, la “sobreburocratización estructural” y la “infraburocratización de conductas”, en expresión de Philippe Schmitter. Ante este panorama, ganó espacio la idea de mejorar las estructuras estatales y elevar la calidad de los bienes públicos, no la de prescindir de ellos. Se trató de una agenda posliberal, impulsada por una nueva generación de expertos.

Estabilidad, arraigo y ¿reforma estatal?

Los politólogos Juan Pablo Luna y Fernando Rosenblatt advertían en 2010 que, aunque Chile exhibía alta institucionalización política, también registraba bajo arraigo social.3 Esa institucionalidad sufrió una fuerte reconfiguración tras el colapso del sistema en 2019, debiendo hacer frente a demandas fragmentadas sin raíces sociales. Otros sistemas políticos, al revés, muestran arraigo social junto a inestabilidad política. El sistema político uruguayo presenta ambas dimensiones alineadas: institucionalización y raíces. Los partidos fundamentales siguen siendo tres, dos los bloques ideológicos, y ambos, de formas distintas, están socialmente enraizados. Uno de los bloques, a la vez partido político, volvió a imponerse en 2024.

Así, la izquierda hereda los desafíos pendientes en el área estatal, que una alta institucionalización y arraigo de partidos en la sociedad, debería alentar... pero no lo hace. El obstáculo es que la institucionalización de partidos está presente en el Estado por la vía de un clientelismo, que no cede. Un Estado central, para peor, constituido por una sumatoria de dependencias burocráticas con altísima heterogeneidad, donde a igual función en diversos lugares, distinta es la remuneración, la prestación sanitaria y el régimen jubilatorio. Otro tanto ocurre en los entes públicos y servicios descentralizados, así como en los 19 departamentos, algunos de ellos auténticos feudos. En breve, el Estado como colcha de retazos. ¿Quién, cómo y cuándo se podrán dar los pasos iniciales para transformar esta topografía balcanizada en un sistema?

Estado sin presupuesto estratégico

La ley que condensa el programa de gobierno es la ley de presupuesto. El problema crónico es asignar gasto público sin estudio técnico previo, de manera ciega. Esto ocurre a pesar de la existencia de una Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP), que pudo haber jugado un rol destacado desde 1967, pero que no lo hizo: ni antes, ni durante, ni después de las gestiones frenteamplistas.

Sin embargo, es necesario que el presupuesto esté dirigido a consignar las prioridades del gobierno de acuerdo con lineamientos estratégicos de largo plazo, señalando prioridades sobre la base de evidencia empírica, no según presiones corporativas o inercias presupuestales. En su pasaje por la OPP como creador del Área de Evaluación y Gestión del Estado, el sociólogo Fernando Filgueira inició en 2006 un proceso que quedó trunco tras su alejamiento. Propuso un asesoramiento de inteligencia para vincular el presupuesto quinquenal a plazos largos, basado en un sistema de información común ofrecido al Ministerio de Economía y Finanzas –encargado de marcar la restricción fiscal y asignar dinero público– tanto como a los ministerios –encargados de elaborar desde sus unidades específicas el presupuesto–.

Esta visión estratégica del presupuesto tiene una triple importancia para el desarrollo. Primero, como reductor de riesgos, evitando que el gasto público continúe asignando dinero público según prioridades solicitadas por los ministerios –“defensores de los programas”– inclinados a demandar más gasto, sin otro conocimiento que el sectorial, sin consideración a prioridades de desarrollo, y sin otro medio de persuasión que el poder de cabildeo. Segundo, como medio de racionalidad estratégica, orientado a una toma de decisiones anclada en evidencia técnica para potenciar áreas del desarrollo económico y social al corto, mediano y largo plazo. Tercero, como estrategia de fortalecimiento institucional de un Estado que provea mayor claridad conceptual y músculo organizativo a una división de tareas entre OPP y MEF que la Constitución no resuelve.

En el presupuesto hay tres dimensiones, dos internas y una externa, señalaba Filgueira. La primera, vinculada al tesoro nacional o caja del Estado –en la órbita del MEF– refiere a la restricción financiera, la definición del espacio fiscal, la forma de proyectarlo, la manera de administrar deuda pública, la asignación de gasto público, el manejo de créditos fiscales, etc. La segunda dimensión, ligada a la téchne, consiste en el conocimiento detallado de las unidades, los incisos, los rubros, los programas, las áreas programáticas. La tercera dimensión se vincula a un marco conceptual que oriente los esfuerzos fiscales al logro de objetivos de política pública.

Algunos científicos sociales han destacado la necesidad de rediseñar el Estado de Bienestar para adaptarlo a la nueva estructura de riesgos sociales, aproximándolo además a la naturaleza humana.

Esta tercera dimensión es un casillero vacío, que debería ser emprendida por OPP por su horizonte transversal y su competencia en la planificación del desarrollo. Esto requeriría de un conjunto extra de tareas: estudiar las áreas donde el Estado se enfrenta a desafíos (salud, educación, infraestructura, innovación); proyectar el modelo de desarrollo en el mediano plazo; evaluar qué funciona, qué no y qué áreas deben atenderse, así como los instrumentos de política pública. Este universo, que pertenece al “afuera” del presupuesto, es un déficit histórico en Uruguay y otros países. El obstáculo estriba en que las prioridades siguen siendo fijadas sin estudio previo ni base observacional. Hay que preguntarse por qué esas prioridades y cuáles son las herramientas que se ofrecen para cumplir esas prioridades. La tarea no es fácil porque falta un universo: instalar la idea, romper los compartimentos sectoriales, localizar socios con vocación innovadora, y que haya voluntad política para que OPP, como organismo asesor de presidencia, pueda llevarla adelante.

Sistema jubilatorio: corporativo, estratificado, incompleto

Uruguay, así como América Latina, tiene un sistema jubilatorio asentado en el empleo formal, rasgo que lo coloca entre los sistemas corporativos. El principal problema del régimen es que, en el contexto latinoamericano, deja afuera del pacto social a una masa marginal mayoritaria: parias crónicos, informales, desempleados endémicos. Que los derechos jubilatorios dependan del estatus laboral significa que no pertenecen al ciudadano sino al trabajador formal cotizante al sistema, figura minoritaria en la región. El sistema mixto creado por la Ley 16.713 del año 1995 que, con modificaciones sigue vigente, estableció un primer pilar universal a cargo del Estado y un segundo pilar de capitalización individual, a cargo de Administradoras de Fondos de Ahorro Previsional (AFAP). El sistema impuso tres instrumentos de mercado: a) un beneficio jubilatorio definido parcialmente por el mercado, sustituyendo el antiguo beneficio definido por ley; b) mercados creados por el Estado para gestionar, administrar y proveer los fondos de previsión; c) fondos de ahorro previsional convertidos en títulos negociables en bolsa. Esta privatización coactiva de las pensiones no logró alcanzar las nuevas metas económicas ni las metas clásicas de la seguridad social (incremento en cobertura y equidad), como fuera demostrado por Carmelo Mesa-Lago.

El problema clave del sistema jubilatorio es su naturaleza de aseguramiento limitado al empleo formal, agravado por la referida ley de 1995 y la Ley 20.130, del 2023. Hay un conjunto de factores que predisponen a repensar el diseño meritocrático en cobertura y contributivo en financiamiento, de lógica conmutativa, y sustituirlo por un régimen universal, no contributivo, brindado a todos por criterio de ciudadanía, financiado desde rentas generales, vertebrado por lógicas de redistribución. En otras palabras, el régimen de seguridad social debería ser separado del empleo. La seguridad social, incluidos cuidados y salud, debería convertirse en derecho ciudadano, independiente del trayecto del trabajador en el mercado formal de empleo.

Entre los factores que ambientan esa independencia se cuentan los siguientes. Primero, el deterioro de la sociedad salarial por la cual una parte creciente de la población antes inserta en el empleo formal deja de estarlo, con impacto en el aumento de informales y de la masa desempleada, eventual ejército de reserva proletario para el narcotráfico. Segundo, una densidad cada vez más intermitente de aportes a la seguridad social por falta de continuidad en el ahorro, efecto de las salidas de la formalidad, generalmente involuntarias. Por último, el efecto expulsor de la automatización, la robotización y la Inteligencia Artificial, que hace al empleo cada vez más inestable y escaso. Como no hay un sindicato de informales y desempleados, el Estado debería actuar de manera proactiva, proveyendo de aseguramiento a quienes no lo tienen.

Mudar un sistema corporativo hacia otro de tipo universal no es fácil porque habría que desmontar un edificio de casamatas y trincheras, pero al menos se podría empezar a cambiar el financiamiento. Si se pretende construir una sociedad más cohesiva bajo parámetros de menor desigualdad, debe ser contemplado ese 25% de informales. La pregunta es de dónde recabar los recursos, a falta de aportes propios. Gustavo Viñales y Jorge Papadópulos han señalado que la actual seguridad social financiada por el descuento a la nómina salarial, algunos puntos del IVA y un aporte patronal cada vez menor, no es suficiente siquiera para quienes están adentro. Para integrar a los de afuera, deberían gravarse las rentas inmobiliarias, las inversiones especulativas, la renta de la tierra y las surgidas de instrumentos financieros.

Por último, el beneficio jubilatorio debería separarse del empleo también por otra razón: la idea según la cual el trabajo dignifica, repetida por las ideologías más diversas, es falsa. La gente no trabaja porque quiere sino porque fue forzada. Y esto también corre para los grandes artistas y sus obras cumbre: Calícrates no levantó el Partenón para producir belleza, ni Leonardo da Vinci pintó La última cena por iniciativa propia; el primero lo hizo por encargo de Pericles y el segundo por decisión de su patrón, Ludovico Sforza. Además, los artistas que expandían su creatividad más allá del canon se exponían a sanciones por parte del mecenas o de las autoridades. En general, el trabajo no dignifica, no habilita la creatividad, no genera vínculos sinceros ni tampoco identidades grupales auténticas. El trabajo concebido como empleo, al revés, es repetitivo, resiente el vínculo social, genera cooperaciones forzadas y obliga a asumir máscaras para enfrentar sociabilidades secundarias no elegidas, regímenes laborales autoritarios, sistemas de encierro y horarios prolongados. La mayoría de las veces el trabajador no pone en práctica sus talentos naturales ni su formación ni tampoco compromete su primera persona. En cambio, se ve obligado a generar prótesis artificiales y una segunda piel social para sobrellevar su vida laboral en situaciones de aparente “equilibrio externo”, al costo de trastornos físicos y psicológicos. El empleo digno, base del edificio de seguridad social, es un engaño: una ilusión óptica para la mayoría.

Ante este panorama, algunos científicos sociales han destacado la necesidad de rediseñar el Estado de Bienestar (EB) para adaptarlo a la nueva estructura de riesgos sociales, aproximándolo además a la naturaleza humana. Perfilar este EB no intermediado por el empleo, con prestaciones universales financiadas sobre bases no contributivas, no es fácil. Sin embargo, hay casos de política comparada y también estudios académicos que proporcionan modelos de universalismo.4 En breve, programas de cambios parciales en el Estado, en el EB y en el presupuesto, a sabiendas de que son sólo eslabones de una ingeniería gradual en una transformación del Estado que requiere visión estratégica, dinero, inteligencia colectiva, continuidad y tiempo. Un mejor Estado, sin balcanización, con prioridades de desarrollo y bienes públicos de calidad no sólo brinda rumbo al mercado, compensa la deuda de consumo social, y aumenta el espesor de la democracia. Cumple también con una agenda de derechos humanos básicos.

Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia.


  1. Errandonea, Fernando. la diaria. Lunes 13 de enero de 2025. Allí fueron señalados desafíos en tres áreas: la salud; la fiscalidad, en particular, la carga impositiva sobre las Mipymes; y la dicotomía estatutaria entre sector público y privado. 

  2. La expresión la tomo prestada del sociólogo Johan Galtung. 

  3. Luna, Juan Pablo y Rosenblatt, Fernando. El funcionamiento institucional de los partidos políticos chilenos Reporte (Preliminar) de Investigación. Santiago de Chile: Centro de Estudios Públicos y CIEPLAN. 

  4. Filgueira, Fernando. 2014. Hacia un modelo de protección social universal en América Latina. Serie Políticas Sociales. Santiago de Chile: CEPAL y Norwegian Ministry of Foreign Affairs.