El reconocimiento internacional obtenido por No hay otra tierra, una película documental palestino-noruega codirigida por palestinos e israelíes, ha despertado una ola de ataques descalificatorios hacia la película y hacia sus codirectores, el palestino Basel Adra y el israelí Yuval Abraham. Desde el ministro de Cultura de Israel, Miki Zohar, que la considera como una "agresión contra los soldados del ejército de Israel" y advierte a entidades que dependen de fondos públicos para que no se atrevan a proyectarla, pasando por declaraciones agresivas de toda clase de diputados y hasta periodistas que nunca se interesaron ni escribieron acerca de lo que sucede en las aldeas de Masafer Yatta, al sur de Cisjordania, pero que ahora sí saben afirmar (para acariciar al herido orgullo nacionalista) que la película supuestamente deforma la realidad y es unilateral.

La película documenta los últimos años del proceso de demoliciones de viviendas de campesinos palestinos, destrucción de sus fuentes de vida (aljibes, gallineros, corrales, maquinaria agrícola, generadores de electricidad) y hasta de una escuela primaria, por parte de las autoridades militares, además de recurrentes agresiones por parte de colonos israelíes.

En el invierno septentrional de 1989-1990, en el marco de uno de mis primeros recorridos por Cisjordania (entonces como joven periodista), visité la zona del Jiftlik, en el valle del Jordán. Fui a cubrir el desalojo y la destrucción de las viviendas donde residían una decena de familias de campesinos y pastores palestinos. Los encontré montando tiendas a medio kilómetro del lugar donde fueron desalojados un par de días atrás y hacia donde lograron retirar parte de sus pertenencias, antes de que las palas demoledoras hayan destruido sus moradas y que a empujones y amenazas una unidad militar los apartara. No tenían títulos de propiedad de aquella tierra que ocupaban, por lo menos desde fines del siglo XIX, y que estaba anotada a nombre del sultán otomano al que pagaban tributo. Y, por lo tanto, eran víctimas fáciles, desde el punto de vista legal, del proceso de colonización israelí de los territorios militarmente ocupados desde la guerra de 1967. En aquel momento los desalojaron y les destruyeron sus viviendas para apartarlos de una zona supuestamente destinada "para ejercicios militares"; pocos años después parte de aquella tierra fue entregada para la creación de una colonia israelí.

Los evacuados tuvieron que rehacer su vida de la nada, tratando de mantenerse en las tierras remanentes, con menos recursos, improvisando su techo y resguardo. Recuerdo despedirme de ellos después de beber un reconfortante té muy dulce, buen método para afrontar el frío de la tarde invernal en aquella ladera ventosa donde apenas se sostenían las tiendas. Me fui desolado y, a la vez, admirando esa tenacidad de quienes se reorganizaban para seguir viviendo en aquella tierra. Mucho ha pasado desde entonces y mayoritariamente no para bien en el Jiftlik, donde se sucedieron a lo largo de décadas más despojos, destrucciones, restricción de pastoreo y construcción y extensión de nuevas colonias en las mejores tierras.

Algo similar a aquello que presencié a fines de los 80 es documentado en No hay otra tierra. Es el mismo proceso, casi los mismos procedimientos, que se vienen repitiendo en distintas partes de Cisjordania ocupada a lo largo de décadas. El paulatino y permanente desalojo de palestinos, el despojo de tierras tras largas y casi siempre perdidas batallas legales en tribunales israelíes que actúan con lógicas coloniales, la destrucción de fuentes de sustento, la destrucción de los intentos palestinos por desarrollarse (por eso tan importante era destruir la escuela primaria), la violencia militar y paramilitar ejercida por los colonos armados, las detenciones y amenazas a quienes protestan, y el silencio cómplice de los grandes medios de comunicación masiva para quienes los palestinos sólo son noticia cuando resisten violentamente y no cuando se organizan, persisten resistiendo a la violencia estatal y de las milicias y organizan protestas pacíficas.

La inmensa mayoría de la sociedad israelí vive sorda y ciega ante los violentos procesos de despojo de tierras y los abusos cometidos por su ejército.

Estuve también en Masafer Yatta en 2001; en aquel entonces se había detenido el proceso de desalojo de los palestinos del lugar mediante un proceso judicial que dio un respiro de algunos años. Pero los colonos protegidos por el ejército realizaban sabotajes tratando de dificultar la vida de los pastores palestinos. En aquel entonces, la presencia de testigos pacifistas israelíes acompañando a los palestinos tenía aún cierto efecto protector y por eso fuimos parte de un grupo del movimiento Ta'ayush (convivencia árabe-judía) que acompañó a pastores que reparaban y limpiaban un antiguo aljibe que había sido taponeado con piedras por parte de los colonos israelíes.

En los últimos años, el efecto protector ha ido disipándose y ha disminuido ostensiblemente la cantidad de israelíes dispuestos a acompañar a campesinos y pastores palestinos. La inmensa mayoría de la sociedad israelí vive sorda y ciega ante los violentos procesos de despojo de tierras y los abusos cometidos por su ejército. Por eso No hay otra tierra es tan peligroso y atacado por parte del gobierno israelí y de los defensores del sistema de apartheid y despojo instaurado en los territorios palestinos ocupados. La humanización de los campesinos palestinos despojados y la proyección de las relaciones fraternales que se establecieron entre un joven activista palestino con un joven israelí solidario amenazan con crear una brecha en el muro tan largamente cultivado del racismo colonial.

Como la incomprensión y el dogmatismo no son patrimonio exclusivo de los israelíes (aunque realmente abundan), sino que existen también en el seno de los palestinos, al igual que en todos los pueblos, la coordinadora de la campaña de BDS en Cisjordania sacó una declaración según la cual la película codirigida viola sus criterios opuestos a la "normalización" de las relaciones coloniales entre israelíes y palestinos. Ese criterio estrecho y sectario ha sido rechazado por numerosos activistas palestinos en la lucha contra la ocupación militar y el despojo en Cisjordania, quienes sí visualizan y reconocen la importancia de luchar junto a aquella pequeña minoría de israelíes que denuncian las injusticias y que luchan por poner freno a la ocupación y al proceso de colonización, aspirando a un futuro no racista basado en la igualdad y la justicia.

Gerardo Leibner es periodista y reside en Tel Aviv, Israel.