En febrero, unos carpinchos salieron del río Uruguay pintados de verde fluorescente. Una pintura a base de cianobacterias, que se obtiene exponiendo el río a altas temperaturas con agregado de efluentes industriales, fertilizantes y aguas servidas.

Es una imagen que nos recuerda la urgencia de tomar decisiones ambientales contundentes que no se pueden postergar. ¿Cuál sería la versión montevideana de los carpinchos verdes? Podríamos buscar pistas en los residuos sólidos urbanos.

Allí entran en juego ciertos nodos de una cadena: los generadores (empresas que vuelcan sus envases al mercado), los consumidores (que compramos los productos y descartamos los envases) y la disposición de residuos (clasificados, valorizados o enterrados en el basural). ¿Qué cosas andan medio descuajeringadas en esa cadena y qué tuercas se podrían ajustar mejor? En las próximas líneas compartimos cinco aportes al tema desde Casavalle. Empezamos por acciones concretas y dejamos para el final lo más importante.

1. Faltan incentivos

El incentivo al consumo que nos ofrece el mercado es infinitamente mayor que el incentivo a comportamientos ambientalmente responsables. Trabajar por el ambiente no es rentable. Por el contrario, producir de manera consciente, con materias primas de calidad y procesos que atiendan una reducción del impacto ambiental suele ser más caro y costoso. Por eso, en temas ambientales el criterio no puede ser sólo el mercado: es necesaria una batería de incentivos (fiscales, crediticios, beneficios diferenciados) para las actividades comerciales y productivas que aborden este tema. Por ejemplo, si bien existe desde 2021 una ley que crea las Sociedades de Beneficio e Interés Colectivo (BIC), por la que pueden inscribirse las empresas “de triple impacto” (social, ambiental, económico), no se habla allí de incentivos o mecanismos concretos que fomenten la sostenibilidad económica de este tipo de iniciativas.

En Uruguay las pymes representan más del 99% del total de empresas y generan casi 68% del empleo formal en el sector privado de industrias, comercio y servicios. Sin embargo, para pequeñas empresas que producen con materiales reciclados o valorizan residuos, no hay medidas económicas concretas que impulsen su actividad. Algo similar ocurre con los clasificadores de residuos organizados en cooperativas, que deben competir de manera desigual con grandes empresas por el acceso al residuo y por contratos de servicios, sin marcos especiales que contemplen su vulnerabilidad social o su experticia en el tema. Más allá de las certificaciones ISO, Sistema B o exenciones de IRAE o IVA a grandes capitales (beneficios atados a un aumento de puestos de trabajo o exportaciones de parte de empresas de mediano y gran porte), hacen falta incentivos orientados a que la ciudadanía asuma el problema como compromiso propio, incluso desde la actividad productiva.

2. La gestión de residuos es un negocio... ¿Lo es?

Uruguay exporta basura. Esto sucede principalmente porque no tiene las capacidades industriales para reprocesar residuos clasificados y reinsertarlos en el circuito productivo a volúmenes similares a su generación, con algunas excepciones como el hierro y el papel, reprocesados de manera monopólica en el país. Así, los materiales secos reaprovechables se compactan en fardos que las empresas gestoras de residuos comercializan al exterior. Uruguay no tiene cobre, pero exporta unos 15 millones de dólares en cobre por año. Si seguimos la ruta del residuo, veremos que mucho de ese cobre surge de la quema insalubre de cables (se quema el recubrimiento de plástico para obtener el metal) realizada al abrigo de la noche por clasificadores informales que viven al día.

Es un ejemplo de los diversos eslabones informales que tiene la clasificación y venta de residuos: comienza irregular con el trabajo de clasificadores y clasificadoras que ponen sus cuerpos y su salud para sobrevivir; se “blanquea” más adelante en la cadena con la actuación de intermediarios y grandes compradores que operan un rol ambiental “verde” (el de recuperar y valorizar residuos), aunque las zonas grises de esta cadena de valor inciden de manera notoria en la rentabilidad del negocio.

La informalidad es endémica a esta actividad y los gobiernos públicos siempre tratan de lidiar con ella con mayor o menor éxito. Pero se puede decir que los esfuerzos en Uruguay en este sentido son incipientes, con un camino virtuoso que viene siendo recorrido desde Canelones y un camino pedregoso en el caso de Montevideo, que presenta diversas oportunidades de mejora (por ejemplo, está pendiente reglamentar la gestión de los residuos comerciales). Trabajar sobre estas irregularidades presenta una doble oportunidad de inclusión social de los trabajadores informales y de redistribuir más justamente los ingresos de la industria del residuo.

3. Hay que integrar a los barrios

En el Centro de Montevideo sigue habiendo contenedores naranjas destinados a residuos secos que se sabe que no funcionan (se aprovecha 15% de su contenido) porque dependen del hábito de las personas en la vía pública. La intendencia implementó sistemas alternativos: residencias unifamiliares y edificios pueden solicitar bolsones especiales para ese fin, se instalaron sistemas propios en complejos habitacionales y cooperativas de vivienda, así como puntos de entrega voluntaria en grandes supermercados y ecocentros (fijos y móviles). Si bien las personas aún no se han apropiado de estas alternativas y faltaría una propuesta integral de sensibilización ambiental, parecen ser pasos en la dirección correcta, especialmente en cuanto a retirar recipientes de la vía pública.

En los barrios la situación es otra: la limpieza es el mayor desafío y la clasificación de residuos en origen no está planteada como posibilidad para la población de la periferia de la ciudad. Se dirá que en esos territorios los problemas son otros. Pero mirando más de cerca el vínculo de las personas con la basura por acá, la clasificación y la venta de materiales descartados suelen ser una forma de sustento para las familias (una realidad fluctuante que ha aumentado en los últimos años).

El incentivo al consumo que nos ofrece el mercado es infinitamente mayor que el incentivo a comportamientos ambientalmente responsables. Trabajar por el ambiente no es rentable.

Esto es: ya hacen el trabajo de clasificación y desde hace varias generaciones. Esto es un activo que puede articularse con la obligación estatal de limpieza y gestión de residuos, explorando vías posibles de formalización. Ya hay algunos caminos recorridos a nivel municipal, como el caso de los convenios de limpieza con organizaciones como Tacurú, San Vicente – Obra Padre Cacho o Acción Promocional 18 de Julio. Reconocer esta y otras especificidades de los barrios a la hora de planificar estrategias de limpieza y clasificación de residuos puede resultar ventajoso. Por decir algo: valorar y reconocer el rol clasificador en los barrios, generar sinergias logísticas, flexibilizar exigencias regulatorias y tributarias acompañando a través de programas educativo-laborales, entre otras propuestas posibles.

4. Residuo recuperado no es residuo valorizado

En la asunción presidencial, el presidente, Yamandú Orsi, expresó: “Trabajaremos para consolidar el agronegocio a la vez que se fortalece la producción familiar”. En esta misma lógica se puede pensar la industria del residuo. Por un lado, fortalecer las grandes capacidades industriales que permitan reprocesar residuos para devolverlos a la cadena de valor y cerrar el círculo. Un ejemplo de ello es Ecopet, única empresa en el país que desde 2024 tiene la capacidad industrial de procesar PET reciclado para producir de punta a punta envases que cumplan con el mínimo de 40% de material reciclado exigido por el Ministerio de Ambiente para las botellas de bebidas no alcohólicas y agua. La gran falencia en este sentido en Uruguay es el vidrio: tras el cierre de Envidrio en 2019, no se reutiliza y la inmensa mayoría acaba enterrándose en Felipe Cardoso.

Por otro lado, fomentar iniciativas territoriales en torno al residuo. Un ejemplo: en 2022, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires impulsó junto con la organización Delterra y la Alliance to End Plastic Waste el proyecto Plásticos de Baja Reciclabilidad, en el que se implementó una subvención de corto plazo para el precio del “film mezcla” (poliestireno de baja densidad) que era recuperado por cooperativas de clasificadores pero rechazado por el mercado. Además de lograr recuperar 450 toneladas de material, se impulsó un círculo virtuoso de acuerdos comerciales a largo plazo con compradores e innovación tecnológica para su procesamiento (lavado y extrusión).

Las medidas de valorización de residuos de mayor desarrollo en Uruguay las encontramos en las botellas PET o en el hierro, pero hay gran parte de los residuos recuperados (que las personas llevan a un ecocentro, por ejemplo) que acaban enterrados porque no tienen valor de mercado. Hay oportunidades ahí: con el tetrapak se pueden hacer aislantes para la construcción (hay que invertir en maquinaria) y el yeso, que no se recicla en Uruguay y es un material con potencial de reutilizarse infinitamente. En ese sentido, los residuos de obras de construcción (ROC, que representan un tercio de todos los residuos que se entierran en disposición final) son un área con alto potencial de investigación y valorización local aún poco desarrollada.

Además de crear puestos de trabajo, fomentar este tipo de iniciativas es la mejor campaña de comunicación y concientización que puede hacerse: los emprendimientos comprometidos con la causa ambiental pueden amplificar el mensaje y sensibilizar a la comunidad acerca de la nobleza de los materiales que normalmente se tiran (pasando del paradigma del residuo al del recurso disponible) y divulgando la importancia de la clasificación en origen, aspecto que fortalece todo el círculo virtuoso de la gestión de residuos.

5. La acción ambiental regenera redes de convivencia

Uruguay vive una crisis de seguridad. Para no enfocar este problema únicamente en el aspecto represivo, en los últimos años se ha elegido hablar de convivencia: vivimos épocas de miedo y fragmentación social que nos exigen esfuerzos de reconstrucción de espacios y redes comunitarias.

La acción ambiental es una gran aliada en este sentido. Las personas naturalmente disfrutan del verde, la huerta, los animales y los procesos naturales. Los gurises en los barrios son bicheros, pero muchas veces no tienen a su alcance poder concurrir a una UTU agraria o una extensión universitaria en veterinaria. No sólo el ambiente puede aportar a la convivencia, sino que esta integración puede ayudar a transversalizar la conciencia ambiental para que deje de ser una de las últimas bolillas de la agenda en cuanto a prioridad programática y también a presupuesto.

Iniciativas en este sentido podrían complementar, por ejemplo, al único programa social impulsado por el Ministerio del Interior, Pelota al Medio a la Esperanza, enfocado en el deporte. O incluirse en propuestas en torno al “bien común”, como las generadas por la actual gestión del Municipio B, pero llevadas a los barrios periféricos.

El paradigma de la sostenibilidad ya no corre más, porque alcanzamos una dinámica ambiental insostenible que ya no se puede emparchar. Preferimos hablar de una “regeneración” dentro de una red dinámica, en la cual las soluciones deben ser tan multifacéticas y adaptativas como los desafíos que enfrentamos. Este enfoque no se limita a gestionar residuos o mejorar la eficiencia operativa; implica repensar nuestros modelos de consumo, fomentar la innovación social y reactivar los lazos comunitarios.

Sebastián Torterola y Matías Lozano son integrantes de Estudio Tacho, un proyecto socioambiental ubicado en Casavalle orientado a la recuperación y reprocesamiento de materiales descartados para desarrollar procesos educativos y productos comercializables.