Las instituciones democráticas, cuando se niegan a cambiar, corren el riesgo de volverse irrelevantes o, aún peor, de allanar el camino a formas de gobierno más autoritarias. Lo mostró la historia y, con metáfora pop incluida, también lo retrató Star Wars con su infame Senado Galáctico: una asamblea estéril y burocrática que terminó facilitando el ascenso del imperio. La comparación puede parecer exagerada, pero seguro que a muchos nos resuena la idea de que podría haber algo de eso en la Universidad de la República (Udelar).
Los episodios 1, 2 y 3 de La guerra de las galaxias no han sido bien recibidos por los fans de la saga ni por la crítica especializada. Sin embargo, nos permitiremos rescatar un aspecto que está fantásticamente descrito en dichas películas: el avance de los regímenes autoritarios cuando las democracias no logran reformarse a sí mismas para atender las necesidades del demos que representan. La descripción del Senado Galáctico como forma extrema de sistema, supuestamente democrático, pero al mismo tiempo absolutamente inoperante e incapaz de atender las preocupaciones de la galaxia, merece un reconocimiento que viene a cuento de lo que este artículo intenta señalar.
Podrían citarse ejemplos de procesos similares a lo largo de la historia de la humanidad. Un ejemplo notorio es el de la decadencia de la democracia ateniense, que, tras el siglo de Pericles, termina por ser vencida por Esparta en la guerra del Peloponeso. Podemos mencionar la derrota de las fuerzas democráticas en la guerra civil española a manos del fascismo, producto en parte de las divisiones internas y la consecuente debilidad del bando republicano. Los avances del autoritarismo en la región y el mundo en los últimos años abundan y, en la mayoría de los casos, se relacionan con la incapacidad que han mostrado algunas dirigencias de regímenes democráticos para atender las necesidades de las mayorías. Esto, en muchos casos, requiere avanzar en reformas institucionales significativas. No hacerlo y quedar atrapados en la lógica del “senado galáctico” puede establecer el caldo de cultivo para el surgimiento de las peores lógicas autoritarias.
¿Qué tiene que ver esto con la Udelar? Es un lugar común en la política nacional afirmar que el cogobierno es lento y frena cualquier transformación profunda. Ese tipo de pronunciamientos son intencionados y falsos. La Udelar es una de las instituciones públicas que más se han transformado desde el retorno a la democracia. Huelga aquí una exposición detallada, pero la creación de varias facultades, la creación de la Comisión Sectorial de Investigación Científica y luego de otras comisiones sectoriales, la profusión de los posgrados, la generalización de la investigación y la extensión, la flexibilización de los planes de estudio, la radicación de los centros universitarios regionales son una pequeña parte de los cambios que promovió el cogobierno de nuestra institución. Sin embargo, estos no han sido acompañados con cambios profundos de la matriz institucional y de gobierno, lo que ha producido una complejidad que amenaza el funcionamiento democrático. Cualquiera que haya asistido a sesiones del Consejo Directivo Central (CDC) de la Udelar podrá fácilmente establecer las similitudes con los procesos antes descritos. La Udelar, según palabras de algunos de los promotores de la ley orgánica de 1958, ha pretendido ser el ámbito más democrático de nuestro país. Pero ¿es esto realmente así en la actualidad?
Hoy, más de un tercio de las facultades de la Udelar no tienen voto en el CDC porque fueron creadas después de la aprobación de la ley orgánica de 1958. Lo mismo ocurre con los servicios surgidos en el interior del país y con buena parte de su cuerpo docente. Los estudiantes de posgrado no están contemplados como tales y, por tanto, no tienen representación formal en la toma de decisiones de la Udelar. Para peor, la mayoría de los universitarios no sabe quién los representa, ya que los delegados se eligen por mecanismos indirectos, muchas veces con listas únicas y participación escasa. Resultado: miles votan en blanco y se sienten ajenos a las decisiones que afectan su vida académica.
Además de las debilidades democráticas mencionadas, la dinámica del CDC se parece en otros aspectos al ágora ateniense. Nuestra universidad cuenta con casi 200.000 estudiantes, más de 10.000 docentes y cerca de 5.000 funcionarios técnicos, administrativos y de servicio, además de locales y predios a lo largo y ancho del país. Cabe resaltar que universidades del tamaño de la Udelar son muy poco comunes en el mundo. Menos común aún es que un país tenga la mayor parte de la investigación y la docencia universitaria concentrada en una sola institución y que esta tenga un contacto relativamente débil con el sistema privado y con otros sectores del sistema público. En este contexto de institución extremadamente grande, hemos presenciado extensas discusiones en su Consejo Directivo sobre cuestiones relativamente menores que se extienden durante horas o, incluso, durante años sin que se tomen decisiones en un sentido u otro. ¿Tiene sentido que el CDC, que se reúne apenas dos veces al mes, dedique hora y media a discutir si a un docente se le extiende la Dedicación Total por tres o cuatro años? ¿No sería más sano y eficiente que este tipo de cuestiones se resolvieran en estructuras más cercanas y livianas?
¿Es razonable que la discusión sobre el proceso de reforma del funcionamiento de los prorrectorados propuesto por el exrector Rodrigo Arim se haya extendido por casi dos años y siga sin resolverse? Con esto no estamos asignando responsabilidades a un actor u otro del quehacer universitario, y seguramente hay responsabilidades compartidas en este tipo de funcionamiento, pero ¿son estos los tiempos razonables para una reforma relativamente pequeña? A esto debemos agregar que es una reforma de la que no están al tanto la mayor parte de los universitarios, más allá de la denominación “Universidad en movimiento”. A los que defendemos la democracia esto debe interpelarnos.
Por contraposición, cabe considerar el muy reducido tiempo que el CDC de la Udelar ha dedicado a temas de fondo como las prioridades científicas y académicas de la institución en momentos de cambios radicales. A modo de ejemplo, la política de vinculación internacional de la Udelar ha recibido una muy escasa discusión en el CDC.
Ha llegado el momento de asumir que para tener un sistema de educación superior a la altura de las necesidades del país es imperioso reformar las estructuras mismas de funcionamiento.
Estos son sólo ejemplos de una regla general: los ámbitos centrales de la Udelar, debido al tamaño galáctico de nuestra institución (por cierto, extremadamente centralizada en algunos aspectos y extremadamente feudalizada en muchos otros), se han ido alejando cada vez más del docente, estudiante o egresado de a pie. Todos sabemos que la enorme mayoría de los universitarios no sería capaz de mencionar ningún punto del orden del día del próximo CDC, salvo que, por pura coincidencia, esté directamente involucrado, y, lo que es peor, tampoco conocen bien el núcleo de las transformaciones que se vienen discutiendo en dicho ámbito.
Este deterioro también se refleja en la debilidad de funcionamiento del orden que integramos: el orden docente. ¿No es preocupante que el orden docente no haya podido completar una delegación al CDC desde hace ya bastante más de un año? ¿No recuerda esto el vaciamiento de las asambleas atenienses ante la ausencia de liderazgo? ¿No es esta debilidad caldo de cultivo para la demagogia? ¿Qué habrá pasado en los últimos años para que una tarea que solía ser un honor y una distinción como la de representar al orden docente en el CDC se haya vaciado de atractivo? ¿No será que muchos docentes piensan que las posiciones del orden han dejado de representarlos adecuadamente? ¿O, peor aún, que los ámbitos de cogobierno no son donde se discuten y toman las decisiones que orientan el futuro de la educación universitaria?
Estas cuestiones de índole institucional pueden parecer por momentos vacías cuando no se las sustenta con medidas específicas sobre el quehacer universitario. En una serie de artículos próximamente nos referiremos a en qué aspectos de la enseñanza, investigación, extensión y gestión nos parece importante avanzar en los próximos años. Sin embargo, sin una reforma estructural del sistema, dichos cambios serán difíciles o, en algunos casos, imposibles. Ha llegado el momento de asumir que para tener un sistema de educación superior a la altura de las necesidades del país es imperioso reformar las estructuras mismas de funcionamiento. Sólo por mencionar un ejemplo: existe un amplio acuerdo sobre la necesidad de enfrentar el enorme desafío que implica renovar la enseñanza superior en un contexto de masificación. ¿Es posible abordar esto correctamente en una universidad única, o es mejor tener varias instituciones que sean capaces de probar soluciones variadas?
¿Qué hacer? Debemos actuar en todos los niveles. En lo más general, debemos reformar de manera sustancial el funcionamiento del sistema de educación pública superior uruguayo. Creemos que la coyuntura actual (cambio de gobierno, elección de rector, explosión de la matrícula estudiantil en la Udelar) permite plantear el problema abiertamente: pasar de una institución galáctica y cuasimonopólica a una red de instituciones públicas autónomas, cogobernadas y coordinadas entre sí. Los autores de este artículo venimos planteando en diversos ámbitos un mecanismo realista para hacer esto. Por suerte, no somos los únicos: estamos viendo con alegría que esta idea también aparece en algunos de los documentos que empiezan a circular de parte de los candidatos al rectorado. El mecanismo que proponemos consiste en transformar la Ley Orgánica para que la Udelar deje de ser una universidad única y pase a ser un ente público que contenga en su seno varias “instituciones” que, a todos los efectos prácticos, funcionarán como universidades autónomas coordinadas entre sí. Esta coordinación se haría por medio de un CDC con presencia de los rectores de cada una de las universidades que integren la nueva Udelar y representantes de los órdenes elegidos de manera directa.
Esta no es una idea sin precedentes. Modelos similares han sido implementados con éxito en otros países que también apostaron por sistemas universitarios públicos robustos. En Estados Unidos, el sistema de la Universidad de California agrupa diez universidades públicas (nada más y nada menos que Berkeley, UCLA, San Diego, Davis, Santa Cruz, Irvine, Riverside, Merced, San Francisco y Santa Bárbara) que funcionan con una alta autonomía académica, administrativa y presupuestal, pero coordinadas bajo un ente común (el Board of Regents) que fija lineamientos generales sin intervenir en la vida cotidiana de cada campus. Algo similar ocurrió en Francia, donde la histórica Universidad de París fue disuelta como entidad única y dio paso a una red de universidades autónomas –como Paris-Saclay, Paris Cité o Sorbonne Université– que pueden cooperar entre sí, pero mantienen identidades y gobiernos propios. Estos modelos muestran que es posible superar el centralismo paralizante sin renunciar a la calidad ni tampoco al carácter público, gratuito y cogobernado de la educación superior. El camino no es nuevo: es más bien el que están tomando las democracias que entienden que la educación no puede gestionarse con estructuras pensadas para otro siglo.
Somos conscientes de que estos planteos desde integrantes del demos universitario pueden parecer raros: ¿quieren dejar de crecer?, ¿nos estamos pegando un tiro en el pie? Es evidente que seguir creciendo encierra la tentación de convertirnos en algo tan grande que resulte inevitable tenernos en cuenta para casi todo. Pero el riesgo está en que, en ese proceso, dejemos de ver nuestras propias limitaciones y entonces terminemos como el emperador del maravilloso cuento infantil de Andersen. Reformar no es fragmentar, es asumir con madurez que, a veces, el tamaño, lejos de ser una fortaleza, puede volverse un obstáculo para escuchar, decidir y actuar.
Nuestra universidad necesita cambiar. No para parecerse a otras, ni por moda, sino para estar a la altura de los desafíos del país. Los universitarios, y especialmente los docentes, tenemos la responsabilidad de asumir esta discusión. El proceso de elección del próximo rector puede ser una oportunidad para esto. Es hora de acercar el cogobierno a las bases y pensar nuevas formas institucionales más democráticas, ágiles y representativas. Hoy se abre una ventana de oportunidad para hacer estos cambios. Después puede ser tarde.
Gianella Bardazano, Alejandro Bielli, Ariel Castro, Adriana Delfraro, David González, Alejandro Maiche, Adriana Parodi, Norberto Rodríguez, Juan Carlos Valle Lisboa y Nicolás Wschebor son docentes universitarios.