En la mitología griega, Sísifo fue condenado a empujar una piedra enorme hasta la cima de una montaña; cada vez que se acercaba al punto más alto, inevitablemente la piedra rodaba cuesta abajo hasta el punto de partida, obligándolo a empezar una y otra vez, y así por toda la eternidad. Algo así ocurre con el debate acerca de las ocupaciones de los lugares de trabajo en nuestro país. A lo largo de los años, gobiernos, trabajadores, empleadores y académicos han intentado zanjar la cuestión, pero cada nueva coyuntura política la reaviva, devolviéndola al centro del debate público como la piedra de Sísifo. Lo que parece un problema resuelto termina por desmoronarse cada cierto tiempo.
Normas que se derogan, otras que se reinterpretan, o incluso nuevas que se imponen. Mientras tanto, los actores sociales refrescan sus estrategias para persuadir a la ciudadanía de que su postura sobre el tema es la correcta. Los argumentos, sin embargo, son siempre los mismos, una y otra vez escuchamos las mismas razones y se recurre a la interpretación selectiva de las decisiones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en un sentido u otro, como una supuesta verdad definitiva que debería sellar el debate, pero no lo logra. Así, la discusión nunca muere, sólo queda en pausa; cuando cambian las condiciones políticas, la piedra vuelve a rodar cuesta abajo para comenzar de nuevo su ascenso.
Pero en este lío de fuegos cruzados hay una pequeña zona de consensos, partamos por ahí. En Uruguay el derecho de huelga tiene rango constitucional desde hace casi un siglo, esto significa que no es un derecho cualquiera, sino uno fundamental, reconocido con igual importancia y jerarquía que otros tales como el derecho de propiedad o el de trabajo. Y esto no es un detalle menor, ya que obliga a entender su alcance como amplio o extenso; en otras palabras, la huelga debe entenderse como un derecho de los trabajadores consistente en la alteración o interrupción colectiva de la normalidad productiva como forma de expresión de un conflicto laboral. Buena parte de nuestra tradición jurídica ha sostenido esta idea, la que se asienta sobre consensos y criterios que la refuerzan.
Desde esta mirada cabe preguntarse entonces: ¿qué tipo de acciones deberían quedar protegidas por el derecho de huelga? Todas aquellas que la sociedad reconozca como valiosas y eficaces para interrumpir el proceso productivo, incluyendo, en el caso de Uruguay, la ocupación del lugar de trabajo, ya que es una práctica con fuerte arraigo en la experiencia sindical.
Esto no equivale a sostener que la huelga, ni la ocupación como forma de ejercerla, sea un derecho absoluto, sino que, como cualquier otro derecho fundamental, podrá ser restringido en un eventual conflicto o colisión con otro derecho si el daño producido a este es grave, en el sentido de desproporcionado. Claro que esa evaluación debe hacerse caso a caso y es la Justicia la encargada de resolver, atendiendo a criterios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad.
Entender la huelga como un derecho de alcance amplio, que protege distintas conductas colectivas adoptadas por los trabajadores, y que puede ser limitado cuando haya razones concretas y bien justificadas, resulta ser una interpretación jurídica sólida y fiel al espíritu de la Constitución. Por una parte, porque no pondera de antemano un derecho sobre otro, y, por otra, porque evita caer en interpretaciones en abstracto, mínimas y restrictivas que vacíen de contenido un derecho fundamental.
Limitar el reconocimiento de las ocupaciones como huelga es una manifestación de una concepción ideológica que favorece la propiedad y los derechos individuales por encima de los derechos laborales colectivos.
Pero esta concepción, que durante años ofreció cierto equilibrio, fue dejada de lado. La piedra volvió a rodar cuesta abajo en 2020. Una disposición legal (artículo 392 de la Ley 19.889) y una reglamentaria (Decreto 281/020) redefinieron los límites del derecho de huelga con la clara intención de restringir aquellas modalidades que resultan más incómodas para los intereses empresariales. A eso se suma un mecanismo expeditivo para lograr la desocupación de los lugares de trabajo, que en la práctica termina recortando el alcance de la huelga como herramienta de presión colectiva.
El protagonismo de la OIT en esta discusión ha sido clave, su voz tiene peso y ha servido como respaldo para justificar estas restricciones al derecho de huelga. Así, el organismo ha afirmado que “el ejercicio del derecho de huelga y la ocupación del lugar de trabajo deben respetar la libertad de trabajo de los no huelguistas, así como el derecho de la dirección de la empresa de penetrar en las instalaciones de la misma”. Pero esta afirmación merece ser interrogada: ¿no hay en estas palabras una decisión anticipada sobre cuál derecho debe ceder? ¿Por qué se exige que sea la huelga la que “respete” y no también que el empleador o los no huelguistas respeten la voluntad colectiva de quienes ejercen una acción protegida constitucionalmente, siempre que sea proporcionada?
Nuestra propia estructura jurídica ofrece razones sólidas para cuestionar esta visión. Asumir que el derecho de huelga debe ceder por defecto ante otros derechos implica restar eficacia a un derecho fundamental garantizado y que, por su naturaleza, está llamado a incomodar.
Hoy nuevamente la piedra comienza a rodar, y en este ciclo interminable la pregunta no es sólo si las ocupaciones constituyen o no una acción amparada por el derecho de huelga, sino por qué seguimos atrapados en la misma discusión sin encontrar un consenso estable. Quizás, como en el mito, la respuesta no está en la piedra ni en la cuesta, sino en nuestra propia incapacidad de imaginar una solución definitiva. Y la razón de esto, aunque tiene una dimensión jurídica, es ante todo ideológica.
Esta situación refleja las tensiones de fondo entre los intereses en juego: los trabajadores la consideran una herramienta legítima de protesta, los empleadores la ven como una vulneración del derecho de propiedad, y el Estado oscila entre ambas posiciones según el momento político y el gobierno de turno.
El debate, entonces, no es sólo sobre una cuestión técnica de interpretación jurídica, sino sobre qué valores y concepciones estamos dispuestos a priorizar. Limitar el reconocimiento de las ocupaciones como huelga no es simplemente una cuestión de “orden”, sino una manifestación de una concepción ideológica que favorece la propiedad y los derechos individuales por encima de los derechos laborales colectivos.
Al igual que Sísifo, este debate parece estar condenado a repetirse. Pero en cada repetición no sólo se juega una diferencia de opiniones, sino una disputa más profunda: ¿qué derechos priorizamos como sociedad? ¿Qué tipo de relaciones laborales estamos dispuestos a aceptar? Porque cuando se limita el derecho de huelga –y, en particular, una acción protagonista en la praxis sindical como son las ocupaciones– no se está defendiendo un principio neutral de orden, sino afirmando una determinada visión del mundo, donde la productividad y la estabilidad del negocio pesa más que la capacidad de los trabajadores de organizarse y presionar colectivamente.
Ese es el verdadero fondo de esta discusión. Y quizás por eso la piedra siempre vuelve a caer, porque aún no nos hemos animado a asumir, con honestidad, que el conflicto no es sólo jurídico, sino político e ideológico. Y mientras sigamos disfrazando de tecnicismo lo que en realidad es una toma de posición, el esfuerzo por empujar la piedra será eterno.
Andrea Rodríguez Yaben es abogada especialista en derecho del trabajo.