Apenas instalado el nuevo Parlamento, el Frente Amplio (FA) desarchivó un conjunto de proyectos de ley, algunos de los cuales nunca habían salido de su comisión respectiva en el Senado. Entre estos últimos se halla el proyecto de voto consular, que fue presentado por el senador Mario Bergara acompañado por la bancada del FA en el período pasado y que la coalición multicolor encerró en un cajón a dormir el sueño de los justos.

El quinquenio pasado fue un tiempo muerto para esta causa: se silenciaron las demandas y se abortó todo intento de reflexión colectiva en este sentido. Pero el éxito no da ni quita razón a las cosas o, dicho de otra forma, no hay batallas del todo perdidas.

El nuevo mapa electoral de Uruguay augura un espacio para el debate democrático. En ese espíritu, saludo la reacción de la senadora Graciela Bianchi, quien, en respuesta al referido desarchivo, se manifestó contraria al voto de uruguayos en el extranjero. Bienvenido el debate, de una vez por todas. Ojalá sea sólo el principio.

Bianchi sostuvo que hay un 20% de la población viviendo afuera y que un porcentaje tan significativo de votantes puede llegar a volcar una elección, y marcó que no viven en el país.

Un par de puntualizaciones sobre este aspecto. No hay una ciudadanía de afuera y otra de adentro. La Constitución no hace ese distingo; por el contrario, tanto esta como las normas internacionales suscritas por Uruguay van en el sentido contrario. Residir fuera del país no aplica como causal de suspensión de la ciudadanía de acuerdo a la Constitución (artículo 80).

En los hechos, el derecho al voto tampoco se pierde por irse del país. Aquellos ciudadanos inscritos en el Registro Cívico Nacional que cuenten con la posibilidad de viajar al territorio para participar en las elecciones lo hacen. O sea que el temor a volcar el resultado de las elecciones del que se hablaba sólo depende de cuántos puedan pagarse un pasaje.

Por otra parte, la alusión a que “no viven en el país”, una imagina, referiría a que desconocen la realidad uruguaya, o no se perjudican ni se benefician de ella… Una se pregunta: ¿a qué llamamos conocer la “realidad”?; ¿hay una “realidad” única, común a todos los uruguayos?; ¿quién la determina? ¿Qué sería estar informado? ¿Dónde está escrito, como requisito del sufragio, estar informado? En el momento más globalizado de la historia de la humanidad, ¿cuánto depende la información del lugar donde recibimos las infinitas fuentes de noticias?

Este argumento, además de a un resabio inconfesado del voto censitario (restricciones del censo electoral para el sufragio), obedece a una concepción caduca del concepto de ciudadanía. En pleno siglo XXI la ciudadanía no se concibe como un vínculo estático entre un sujeto y un territorio. Los uruguayos nos sentimos tales no por encontrarnos ligados a una porción de tierra, nos sentimos uruguayos por nuestras costumbres, por nuestra cultura, nuestra historia, nuestros afectos, un contexto compartido... y nada de eso se pierde al cruzar la frontera.

Que quienes están afuera no sufren las consecuencias es igual de insostenible. Los residentes en el exterior mantienen lazos permanentes con nuestro país: tienen familia, perciben haberes o pasividades generadas mientras vivían aquí, pagan impuestos, tienen empresas o propiedades en el país. Incluso si esa ajenidad de laboratorio se verificara, nuevamente: votar es un derecho per se, no un derecho patrimonial, ni informado, ni condicionado.

Finalmente, plantea la senadora Bianchi que ella es ciudadana italiana natural y cuando debe votar lo hace en blanco. “Porque no tengo derecho a decidir si yo no vivo en el país”. Justamente, lo que hace exactamente la senadora es ejercer su derecho al voto en el exterior. El voto en blanco –como sabemos– es un voto emitido válido, pronunciado en un marco de derechos y garantías que lo amparan y lo habilitan. No optar por un partido o un candidato es muy diferente a no decidir.

Soplan otros vientos. Asumió un nuevo gobierno que tiene en su programa, desde 2005, garantizar el efectivo ejercicio del derecho al voto en el exterior. Se ha desarchivado el proyecto de ley; el presidente Yamandú Orsi y la vicepresidenta Carolina Cosse han asumido esta sensibilidad en su comunicación; los militantes no bajan los brazos. Sin ir más lejos, en este mismo diario, Carlos Caballero (residente en Noruega), Walter Zeballos (Dinamarca) y José Muñoz (Francia) abogaron por que la sociedad uruguaya asuma esta deuda y criticaron la postura de algunos legisladores que defienden el voto en el extranjero para ciudadanos de otros países, pero niegan ese derecho a los uruguayos.

Soplan otros vientos. Asumió un nuevo gobierno que tiene en su programa, desde 2005, garantizar el efectivo ejercicio del derecho al voto en el exterior.

Tenemos una oportunidad única de avanzar, abrir las ventanas y salir finalmente del vergonzoso rezago que ostentamos internacionalmente.

Salir de este atraso en materia de derechos tiene un sentido de la oportunidad inmejorable. La coyuntura internacional está atravesada por el discurso de odio antiinmigrantes; bombardeada (literal y figuradamente) por acciones y mensajes que discriminan, deshumanizan y fomentan la hostilidad hacia las personas migrantes. La violencia está minando las bases mismas del derecho humano universal a la migración que, lejos de ser nuevo, nos caracteriza como especie hace miles de años.

El discurso del odio ha conseguido asociar migración con amenaza, delincuencia y desempleo. Los organismos internacionales advierten sobre los peligros del discurso antiinmigrantes y su correlato evidente con actos de violencia. Nada nuevo. Desde la Antigüedad, las poblaciones han rechazado al extranjero: Roma y los bárbaros; la Edad Media y la edad moderna europeas con los judíos o los gitanos: la época contemporánea con los regímenes fascistas erigidos sobre la xenofobia y la discriminación.

Urge revertir la condena estigmatizante del fenómeno arrollador de la movilidad humana. Urge contraponer una narrativa antihegemónica que muestre la migración de nuestros conciudadanos como un fenómeno natural, creciente y protegido.

La enorme tarea de colocar a Uruguay en “la conversación internacional” del siglo XXI implica también incorporar que la migración ha tomado una dimensión sin precedentes debido a muchísimos factores: la globalización, el teletrabajo, la movilidad académica, los conflictos, el cambio climático y las crisis económicas.

Uruguay tiene hoy la oportunidad de acudir a su mejor historia: su neutralidad pacifista, su contribución a las democracias centroamericanas a mediados del siglo XX, mirarnos en el país de acogida que supimos ser, cuyo legado nos constituye.

En este país pequeño, con inocultables dificultades para crecer (el último censo muestra que si no perdimos población fue gracias a los migrantes de la región y el mundo que nos eligieron), jugar a dividirnos es el lujo de la miseria.

De cómo tratemos a nuestra gente, más allá de dónde viva, de cómo velemos por sus derechos ciudadanos, dependerá –en gran medida– el Uruguay que legaremos a las futuras generaciones.

Es relevante el esfuerzo que hagamos en estas horas. Las democracias contemporáneas adolecen de falta de ideas y la reacción más frecuente es recortar derechos, acudir a la violencia y animar los discursos de odio.

Estas mismas democracias contemporáneas son claramente incapaces a la hora de resolver muchos de los problemas de su gente. Por lo menos, empecemos por no negarles sus derechos.

Es tiempo de alumbrar un reencuentro urgente. Reencuentro es bajarnos del agravio; reencuentro es inclusión y es cercanía. Desarrollo es también hacernos cargo del rezago, zanjar el debate y atender de una vez un reclamo tan postergado como legítimo.

Laura Fernández es abogada.