Cuentan que cuentan que un estudiante preguntó a la antropóloga Margaret Mead cuál consideraba ella que fue el primer signo de civilización en la humanidad. No les habló de la olla de barro ni de la escritura. Dijo que el primer signo de civilización fue un fémur que alguien se fracturó y luego apareció sanado. “De modo que un fémur quebrado y que se curó evidencia que alguien se quedó con quien se lo rompió, y que le vendó e inmovilizó la fractura. Es decir, que lo cuidó”.1 De esa parte de la civilización formó parte José Pepe Mujica.

Un distinto

Un insurgente en tiempos que la lucha devino en cárcel, cepo y tortura por más de una década. Un luchador con un acercamiento intuitivo, a veces artístico, a las cosas. Un político que elevaba las miras propias y ayudaba a alzar las nuestras. Un líder que escuchaba y que dudaba. Un militante que personifica el sur y a la vez alguien sin patria, afiliado a la humanidad. Un anarquista por condición personal, de espesor existencial. Un hacedor de la democracia en las difíciles, bajo cerco de mercado. Un opositor leal a las instituciones en medio del colapso nacional y platense. Un gobernante renuente de la acción de gobierno. Un estadista que hizo girar la agenda, aunque no como lo previó desde joven ni tampoco a sus 75 años, cuando se cruzó la banda presidencial. Un republicano que cedió la voz a las nuevas generaciones, a otros lenguajes. Alguien respetado por todos porque empezó por respetar a todos, a propios y extraños. Un pensador abierto, sin sistema, para el que la sociedad es eso que nos debemos entre sí y lo que dejamos a los que vienen. Alguien que no quedó estanco, que experimentó el mundo. Uno de los pocos líderes en que la palabra pueblo formaba parte de una experiencia. Un representante de los últimos. Una metáfora viviente que unió al aéreo Quijote y el cable a tierra de su escudero. Un poeta: “Donde esté estaré por ti, estaré contigo porque es la forma superior de estar con la vida”. Había en sus “venas gotas de sangre jacobina, pero [su palabra] brota de manantial sereno”. Un hombre bueno “en el buen sentido de la palabra, bueno”, para seguir con Antonio Machado. Creo que ese fue el Pepe Mujica.

Exageración de la estadística

Con el triunfo de Donald Trump por segunda vez en Estados Unidos, la consolidación de Viktor Orbán en Hungría, la eternización de Vladimir Putin en Rusia, el avance de la ultraderecha populista en el parlamento europeo, la victoria de Javier Milei en Argentina, la usurpación de Nicolás Maduro en Venezuela y el resultado aplastante de Nayib Bukele en El Salvador, el planeta vuelve a ser tierra de líderes divisivos, autoritarios, favorables a la polarización, con palabras de muerte. En medio de esta oscuridad global, la figura de Mujica, con su modo de convivir y construir civilidad, constituye un testimonio de que una alternativa es posible, aunque estadísticamente es la menos probable. Mujica, una exageración de la estadística.2

Estos líderes populistas tienen a sus magos del Kremlin, y todos siguen un guion. Putin, el discurso basado en la “comunidad organizada” y el “bloque euroasiático” de Alexander Dugin. Trump, la serialización ultraderechista xenofóbica de Steve Bannon. Orbán, la idea de “restauración occidental” asentada en patria y familia de Gladden Pappin. Y en algún momento los líderes populistas regionales dramatizaron la “ruptura populista” y liderazgo a perpetuidad del ensayista Ernesto Laclau. Mujica, en este panorama, era un líder radicalmente extraño, sin libreto y con mensaje ecuménico.

Demagogia

Ningún político es inmune a la demagogia, aunque esta sea enemiga de la democracia. Michel Foucault, al referirse en El gobierno de sí y de los otros a la relación ambigua que existía en la Atenas del siglo V a. C. entre la democracia y el derecho de cada ciudadano a hablar en la asamblea, alertaba sobre el riesgo de la demagogia para la sustentabilidad democrática contemporánea. Decía que “la democracia sólo subsiste gracias al discurso verdadero [...] no hay democracia sin discurso verdadero [...]; pero la muerte del discurso verdadero, la posibilidad de la muerte del discurso verdadero, la posibilidad de la reducción al silencio del discurso verdadero, están inscritas en la democracia”.3

Foucault afirmaba que “sólo algunos pueden decir la verdad”. Habrá otros que, en contextos democráticos, emitan una opinión con poder persuasivo y ascendencia sobre el auditorio, no porque les parezca que su enunciado responda a la verdad ni tampoco porque crean que es lo mejor para la comunidad cívica. Lo harán por suponer que esa es la opinión corriente, la opinión de la mayoría, sin hacerse cargo de los efectos ruinosos que pudiera acarrear su palabra. En lugar de que sus dichos reflejen sus verdades, esos individuos, imposibilitados de plantarse frente al pueblo y criticar las opiniones mayoritarias, procuran “halagar a sus oyentes en sus sentimientos y sus opiniones”: pretenden ser populares con base en un “falso discurso”. Mujica, a veces con ambigüedades, parece haber tenido relación con la verdad, sobre todo en el contexto de los líderes referidos y también de los de una “nueva generación”... aquellos que basan su gobierno en un heptágono corrosivo para la democracia: encuestas, agencias de publicidad, asesores de imagen, gurúes mágicos, placebos simbólicos, posverdad y mentiras fabricadas.

En medio de esta oscuridad global, la figura de Mujica, con su modo de convivir y construir civilidad, constituye un testimonio de que una alternativa es posible.

Polaridades

La sociología política construyó un tipo ideal polar en torno del liderazgo: “liderazgo de conducción / liderazgo de traducción”. El primer tipo de liderazgo conduce una fuerza con alta dosis de discrecionalidad, sin atenerse a mecanismos de consulta, decretando las medidas a cada paso de forma unilateral. El segundo tipo intenta captar el espíritu de época y convertirlo en acción de gobierno, a veces con sentido demagógico. Entremedio está la vida. Es evidente que el liderazgo de conducción puro sólo puede darse en contextos de débil institucionalidad democrática y fragilidad del sistema de partidos, con denegación recíproca de legitimidad entre actores, en marcos superpresidencialistas que incentivan el ejercicio concentrado del poder bajo liderazgo carismático, único capaz de ordenar múltiples actores por condensar jefatura partidaria, presidencia y liderazgo a perpetuidad. El líder peronista es un ejemplo, según la politóloga argentina María M Ollier, de la Universidad de San Martín.

La política en Uruguay, que no reúne ninguno de estos rasgos ni alberga líderes con estatus supremo del que dependa el ordenamiento del partido propio ni mucho menos la totalidad del campo político, posibilita la convivencia horizontal de dos o más líderes. Una rareza.

Dos liderazgos

Al cabo de tres presidencias consecutivas de izquierda se turnaron dos liderazgos del mismo partido, autónomos entre sí, ninguno delfín del otro, rasgo infrecuente en la región. Uno, con un sesgo de conducción, sobre todo en su primer mandato, con control sobre la agenda de gobierno. Otro liderazgo, el de Mujica, que combinó un sesgo originario de traducción, orientado a la escucha de nuevas sensibilidades, y un coeficiente exitoso de conducción en políticas energéticas y educativas en el área tecnológica. Sobre todo, alguien que encontró lo que no buscaba en territorios humanos asolados por el estigma y el silencio.

Dos liderazgos. Uno que propios y ajenos vivieron como protector; todos acataron la prohibición de fumar en lugares públicos y sigue sonando la expresión “hábitos saludables”. Otro que hablaba desde otro lugar, uniendo lo popular, la poesía y el humor. Uno, el estadista que reúne regularmente al consejo de ministros: el hacedor. Otro, el político que se desmarca de sí mismo, como el homo ludens que fue. Uno que puso en práctica las palabras de Charles de Gaulle: “De Gaulle no está a la derecha, no está a la izquierda, no está en el centro: De Gaulle está más allá”. Otro, rebelde de sí, que en el pliegue del tiempo se empezó a reconocer en los estoicos y en el liberalismo: “El concepto auténticamente liberal de respeto y tolerancia, es decir, pensar en los demás, es un valor de la humanidad que hay que defender a ultranza”.

Uno, constructor de un orden que concretó mayormente en el primer gobierno, menos en su segundo tiempo. El otro, aéreo, que impulsó proyectos convenientes con resultados variados. Uno, que enfrentó sin negociar un corte de puentes durante cuatro años mientras una oposición señalaba la “suerte” del “viento de cola”. Otro, pragmático, que negoció con puentes cortados. Uno, el oncólogo, que encontró la Historia en su historia. Otro, el militante, inscripto desde adolescente en la Historia.

Uno que citaba a Frugoni en contextos de olvido colectivo del fundador del socialismo: “Emilio Frugoni no se equivocó”, dijo en marzo de 2004. Otro que recordaba al Bebe Sendic, ausente de los marcos colectivos de la memoria desde hace mucho. Uno, el socialista, consciente de que la república es “cosa de todos”. Otro, el tupamaro, que puso a la república en el mapa mundial. A pesar de las diferencias, los emparenta un discurso ajeno a la altisonancia, el rechazo de la sobreactuación, la certeza de que el proyecto de izquierda está adelante –no atrás–, de que la política es sutura entre lo posible y lo imposible, de que dos partes confrontadas no suman una comunidad cívica, de que la lucha de clases no es la guerra entre las personas, de que el liderazgo pasa, y de que lo que queda es una democracia con instituciones, leyes y derechos, siempre abierta.

Coda

Mujica entró en contacto tempranamente con el sentido de la historia y de la vida. En aquel momento tenía, como todos, un camión de certidumbres. Creo que uno de los legados que nos deja, además de una agenda de derechos multicultural o de la coherencia entre idea y forma de vida, entre otras, es la condición de haber ajustado las certezas, de preguntar y de preguntarnos sobre nuestras propias convicciones, sin vacilar en seguir peleando por y con los casilleros vacíos del capitalismo.

Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia.


  1. Tomado de La Vanguardia, 14 de octubre de 2020. “¿Cuál es el primer signo de civilización y cómo la respuesta se hizo viral?”, Fernando García Madrid. 

  2. La expresión la tomé del sociólogo Fernando Filgueira. 

  3. Foucault, Michel. 2014. “Clase del 2 de febrero de 1983, segunda hora”, p. 195. En El gobierno de sí y de otros, Buenos Aires: FCE. El último Foucault se rebeló incidentalmente como un defensor más o menos explícito de la democracia, tras el derrape de apostar a la revolución del ayatolá Jomeiní.