En 2023, la crisis de abastecimiento de agua al área metropolitana nos enfrentó a un riesgo poco imaginado, pero también nos dio la oportunidad de evitarlo en el futuro. Sin embargo, cuando aquella crisis terminó, el sistema partidario no dio muestras de haber aprendido mucho. Persistió la explicación superficial sobre la escasez de lluvias, presentada como una desgracia sin culpables, o en todo caso se destacó la influencia en ese fenómeno del cambio climático, contra el que algo podemos hacer desde Uruguay, pero cuya reversión supera ampliamente nuestras responsabilidades.

Oficialistas y opositores alegaron, simétricos, que habían previsto el peligro y planteado soluciones. La coalición de gobierno reivindicó el proyecto Neptuno/Arazatí para tomar agua del Río de la Plata, desechado a comienzos de este siglo y reimpulsado por el presidente Luis Lacalle Pou en 2022, a partir de la iniciativa de un consorcio privado. El Frente Amplio recordó su plan para construir una represa en Casupá, que había dejado encaminado y con un acuerdo de financiamiento al fin de su tercer gobierno nacional.

Si la represa y Neptuno hubieran estado en funciones cuando llegó la crisis de 2023, la primera habría resultado mucho más útil que el segundo para paliar el desabastecimiento, y además el agua de la zona de Arazatí presenta, con o sin sequía, niveles frecuentes y problemáticos de salinidad y contaminación, que se suman a diversos impactos perjudiciales de la obra para volverla desaconsejable (además de inconstitucional). Pero ninguna de las dos alternativas puede contrarrestar importantes factores locales que atentan contra la cantidad y calidad del suministro de OSE.

El presupuesto de ese servicio descentralizado está desde hace décadas por debajo de lo indispensable. Esto determina, entre otras malas cosas, que cerca de la mitad del agua que gestiona se pierda, por deficiencias en el mantenimiento de su red de cañerías. También es la razón de que las obras para aumentar la disponibilidad de agua se hayan postergado tanto, pese a que las proyecciones de consumo futuro indican desde hace mucho tiempo su necesidad.

Tanta o más relevancia que la cuestión presupuestal tiene la del cuidado y la puesta en valor de nuestros recursos naturales. En Uruguay, el agua es utilizada gratuitamente, en gran escala, con fines de producción lucrativa, y contaminada por diversas prácticas imprudentes, entre las que se destaca el uso de agroquímicos peligrosos para el ambiente y la salud.

En 2004, casi dos tercios de la ciudadanía agregaron a la Constitución la exigencia de que la primera prioridad para el uso del agua en “regiones, cuencas o partes de ellas” sea “el abastecimiento de agua potable a poblaciones”, para garantizar un “derecho humano fundamental” y “anteponiendo las razones de orden social a las de orden económico”. En los hechos, demasiado a menudo, es al revés.

Así ocurre en la cuenca del río Santa Lucía, de la que proviene el suministro de OSE al área metropolitana. Y, dicho sea de paso, la contaminación en esa cuenca desemboca en el Río de la Plata, afectando la calidad de las aguas que se propone utilizar el proyecto Neptuno. Pertenece al mismo sistema la ubicación prevista de la represa de Casupá, pero allí el impacto de la contaminación es –por ahora– relativamente escaso, y parece muy acertado que el Ministerio de Ambiente prevea asociarla con un área protegida.

Esa secretaría de Estado tiene a su cargo tareas cruciales para el futuro del país, pero es la que cuenta con menos recursos y en su funcionamiento pesan mucho, todavía, tradiciones anticuadas. Presidencia y los gobiernos departamentales buscan atraer inversiones, y otros organismos promueven y facilitan las actividades productivas. Al Ministerio de Ambiente le toca, con frecuencia, el papel de un intruso reciente y molesto, que trata de restringir tales actividades y es visto como un factor contrario al crecimiento económico y la generación de empleo.

En una concepción más moderna y sensata, el establecimiento de criterios de desarrollo sostenible es un cometido integral del Estado, cuyo cumplimiento debe estar abierto a la participación pública y tener muy en cuenta los aportes académicos. Las reglas de juego tienen que estar claras en todas partes, con el Ministerio de Ambiente como promotor especializado y garante de las exigencias, no como un inspector tardío y mal equipado.

Esto fue lo que señaló hace pocos días, en su informe anual, la Relatoría Especial sobre Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, recordándole al Estado uruguayo sus obligaciones de “regular, supervisar y fiscalizar” las actividades que puedan afectar al ambiente en forma significativa.

Cuando se discute el tema de la recolección de residuos en Montevideo, es frecuente que alguien señale, como lo hacía Tabaré Vázquez, que “la ciudad más limpia es la que menos se ensucia”. Con la cuestión ambiental pasa lo mismo.