La reciente columna publicada en la diaria con el título “La plaza sitiada: Ágora y Eduy21. Hegemonía y domesticación de conflictos” presenta una visión que merece ser discutida. No porque esté simplemente equivocada, sino porque clausura el debate desde una posición que descalifica de antemano toda perspectiva que no adhiera a su marco ideológico. Es la típica actitud del “vos no entendés”, que, lejos de abrir el diálogo, lo vuelve imposible. Es una imposición autoritaria de una cierta visión del mundo que excluye y descalifica alternativas que no encajan en su marco conceptual.

El artículo parte de una concepción de la educación anclada exclusivamente en la lógica del conflicto social. Toda iniciativa que no se enmarque en una lucha explícita contra las llamadas “clases dominantes” es considerada sospechosa de complicidad o, al menos, funcional al poder. Así, la innovación pedagógica, la evaluación de aprendizajes o la incorporación de saberes técnicos son reducidas a maniobras de “domesticación”. No se analiza su contenido, se juzga su pertenencia ideológica.

Este tipo de lectura remite a una tradición crítica inspirada en Althusser o Gramsci, donde la escuela es vista como un aparato ideológico del Estado, reproductor de la hegemonía burguesa (Althusser, 1970). Si bien ese marco ha sido relevante para revelar relaciones de poder ocultas, usarlo como único lente puede llevar a una parálisis analítica. Como advierte Michael Apple (2004), una pedagogía crítica sin atención a los niveles concretos de implementación, al saber didáctico y a las condiciones institucionales corre el riesgo de volverse una retórica sin efecto transformador.

En esa línea, el sociólogo Philippe Meirieu sostiene que “resistir al neoliberalismo educativo no puede implicar renunciar a enseñar mejor” (Meirieu, 2013). Asegurar que los estudiantes aprendan a leer con fluidez, a razonar con claridad, a resolver problemas reales es también una forma de justicia social. Negar la importancia de esos aprendizajes por no formar parte de un horizonte de revolución estructural equivale a sacrificar a los estudiantes en el altar de una pureza ideológica.

La experiencia uruguaya demuestra que es posible innovar sin dejar de lado la equidad ni la sensibilidad social. El Plan Ceibal, por ejemplo, es una política de inclusión tecnológica que ha sido reconocida a nivel internacional y ha logrado reducir brechas de acceso sin resignar exigencia pedagógica. Su evolución desde la mera entrega de dispositivos hacia un ecosistema de plataformas, formación docente y propuestas didácticas muestra que lo técnico no es antagónico de lo político, sino parte de él.

También han surgido espacios como Ágora, que desde una perspectiva crítica y política buscan visibilizar los conflictos estructurales que atraviesan la educación pública, promoviendo el debate desde sectores sindicales, universitarios y movimientos sociales. Este artículo no pretende alinearse con la perspectiva de Ágora, sino reivindicar la legitimidad y el valor de aquellas iniciativas que, desde distintos marcos, enriquecen la reflexión y el debate educativo. En una democracia, estas voces no deben ser descalificadas ni descartadas de forma sumaria, sino consideradas parte esencial de una conversación plural que fortalezca la educación pública.

Muchos de los argumentos del artículo que se critica descansan en falsas dicotomías que empobrecen la comprensión del fenómeno educativo y oscurecen los desafíos reales que enfrenta el sistema. Se plantea una oposición tajante entre lo técnico y lo político, como si las decisiones pedagógicas no implicaran opciones de valor, o como si el saber profesional no tuviera una dimensión ética y transformadora. Se presenta la evaluación como enemiga de la justicia social, desconociendo que sin diagnóstico riguroso no hay intervención equitativa posible. Se enfrenta la formación para el empleo con la formación crítica, como si preparar a los estudiantes para una participación activa en el mundo laboral fuera incompatible con cultivar pensamiento autónomo y compromiso ciudadano. Se sugiere, además, que sólo el conflicto ideológico explícito produce transformación, negando la potencia de reformas institucionales, cooperativas y progresivas que también modifican estructuras de poder y condiciones de vida. Estas oposiciones simplifican lo complejo y terminan por obstaculizar los cambios que dicen promover.

Asegurar que los estudiantes aprendan a leer con fluidez, a razonar con claridad, a resolver problemas reales es también una forma de justicia social.

Los estudios sistemáticos sobre calidad educativa en Uruguay también han mostrado avances y desafíos que requieren atención técnica, no sólo discursiva. Los resultados del Monitor Educativo y del programa Aristas permiten detectar con evidencia empírica dónde están las mayores inequidades, qué áreas necesitan apoyo intensivo y cómo impactan ciertas políticas. Ignorar esta información bajo el pretexto de que “todo es ideológico” es una forma encubierta de perpetuar lo que ya no funciona.

Finalmente, queda la cuestión de para qué educamos. Formar sujetos críticos, conscientes, comprometidos con la transformación del mundo no implica negarles las herramientas básicas para desenvolverse en el presente. Martha Nussbaum (2010) ha argumentado que la educación democrática debe combinar la capacidad crítica con el cultivo de habilidades prácticas para la ciudadanía y el trabajo. Leer, escribir, argumentar, comprender el mundo y actuar sobre él requiere tanto pasión como método, tanto de ideales como de competencias.

No todas las revoluciones son ruidosas. Algunas ocurren de forma silenciosa, pero con un impacto profundo y duradero. La revolución digital, por ejemplo, ha transformado radicalmente las formas de comunicar, aprender y construir comunidad. Las redes sociales, las plataformas de aprendizaje abierto, la inteligencia artificial y los nuevos ecosistemas de conocimiento están reconfigurando la educación más allá de cualquier planificación centralizada o consigna partidaria. No todo son rosas en esos cambios, pero ignorar estas transformaciones por no encajar en un marco clásico de conflicto político es perder de vista el presente y el futuro. La historia no cambia sólo a fuerza de consignas: también cambia cuando las condiciones materiales y simbólicas de la experiencia cotidiana se reconfiguran, a veces sin estruendo, pero con enorme potencia.

Reducir la educación a un campo de batalla entre buenos y malos es una forma de empobrecerla. Encasillar a los actores en posiciones fijas y morales bloquea el pensamiento, inhibe la duda y anula toda posibilidad de construcción colectiva. La educación es, por definición, un terreno de complejidad, diversidad y negociación permanente. Los problemas que la atraviesan no se resuelven con consignas ni con certezas cerradas, sino con pensamiento crítico, disposición a escuchar, revisión constante de las propias premisas, y con la mirada puesta en los estudiantes: los verdaderos destinatarios y razón de ser del sistema educativo.

Leonel Gómez es profesor agregado del Laboratorio de Neurociencias de la Facultad de Ciencias.

Referencias

  • Althusser, L. (1970). Ideología y aparatos ideológicos del Estado.

  • Apple, M. W. (2004). Ideology and Curriculum. Routledge.

  • Biesta, G. (2010). Good Education in an Age of Measurement: Ethics, Politics, Democracy.

  • Meirieu, P. (2013). Carta a un joven profesor: Por qué enseñar hoy. Editorial Octaedro.

  • Nussbaum, M. (2010). Not for Profit: Why Democracy Needs the Humanities. Princeton University Press.

  • Plan Ceibal (2023). Evaluación de impacto educativo y social.

  • ANEP (2022). Evaluaciones Aristas y Monitor Educativo.